domingo, 1 de diciembre de 2013

Los recordadores y otros olvidos


Como sin duda ocurre también en Tlön, aquí las victimas del olvido abundan, y aunque digo abundan, me refiero a que las más de las veces esas victimas son incalculables; ya que dejan de existir al no tener quien las recuerde, no hay forma de contar todo eso que se olvida, pero es fácil suponer que el mundo sería más rico, más lleno de gente, de cosas y lugares, sin tanto olvido.
  
Quien les habla es un estudioso que sabe que la relación entre la motivación de los recordadores no tiene tanto que ver a la hora de determinar la supervivencia de objetos y personas como su cantidad, o la perseverancia del recordador en los casos mas emblemáticos.  Aun así, las reglas y dinámicas entre el recuerdo y el olvido son infinitas y variadas, por ejemplo, aquí todo el mundo bien sabe que para que una cuchara no desaparezca necesita al menos seis recordadores firmes y constantes, en cambio para que exista un juego de cubiertos, no importa si de lata o fina plata, con un solo recordador puede ser suficiente.  Hay memorables guerras que se reproducen como en un enorme escenario día a día hasta el infinito, si y solo si, no salen del programa escolar de los seis colegios cercanos.  Y claro, ustedes dirán que el hecho de que esos hitos en la historia estén programados y consignados con esmero en estériles libros escolares no garantiza que alguien las recuerde, pero es para todos obvio que el ilustrador de dicho libro seguirá siendo su fiel recordador, aun si los niños no prestan atención en clase, o si la maestra senil pasa algunas anécdotas por alto; a menos que la carrera del ilustrador prospere de repente y se vuelva un pintor famoso, porque en ese caso claramente olvidará la pequeña guerra que un día dibujó.
Cualquiera puede ver por ahí pares de de ojos azules profundos o verdes arrebatadores - casi ninguno castaño, unos tantos negros-  que vagabundean solitarios por las calles; esbeltas piernas que taconean por iglesias, y hasta una que otra oreja, todos ellos se deslizan por la vida disfrutando de ser fuertemente recordados, aunque tienen la firme claridad de que un día u otro serán olvidados.

Volviendo a las víctimas, contaré sin tapujos la triste situación de Sicario, un perro negro, enfermo, flaco y muy muy viejo, que deambula por un descampado donde yo creo -casi estoy seguro- que existió su pueblo.  A lo mejor era un caserío boyante con fachadas de colores, niños juguetones y ancianos que conversaban en las bancas del parque, y un mal día, de un solo golpe, el pueblo entero perdió a sus recordadores y como en un estornudo, se disipó.  Pero el desdichado Sicario sigue ahí, no consigue desaparecer porque hace más años de los que cualquiera puede contar, un niño de otro pueblo lo vio cruzar taciturno la carretera, escuchó a lo lejos ­–Sicario, Sicario, y vio como el perro giraba la cabeza en señal de respuesta.  Aún hoy, después de tantos años, este que un día fue ese niño y que sabe que ha condenado a Sicario, no consigue dormir una noche sin proyectar en la duermevela al perro, una y otra vez cruza la carretera y gira la cabeza como si alguien, del otro lado del tiempo, volviera a gritar –Sicario, Sicario.