domingo, 1 de diciembre de 2013

Los recordadores y otros olvidos


Como sin duda ocurre también en Tlön, aquí las victimas del olvido abundan, y aunque digo abundan, me refiero a que las más de las veces esas victimas son incalculables; ya que dejan de existir al no tener quien las recuerde, no hay forma de contar todo eso que se olvida, pero es fácil suponer que el mundo sería más rico, más lleno de gente, de cosas y lugares, sin tanto olvido.
  
Quien les habla es un estudioso que sabe que la relación entre la motivación de los recordadores no tiene tanto que ver a la hora de determinar la supervivencia de objetos y personas como su cantidad, o la perseverancia del recordador en los casos mas emblemáticos.  Aun así, las reglas y dinámicas entre el recuerdo y el olvido son infinitas y variadas, por ejemplo, aquí todo el mundo bien sabe que para que una cuchara no desaparezca necesita al menos seis recordadores firmes y constantes, en cambio para que exista un juego de cubiertos, no importa si de lata o fina plata, con un solo recordador puede ser suficiente.  Hay memorables guerras que se reproducen como en un enorme escenario día a día hasta el infinito, si y solo si, no salen del programa escolar de los seis colegios cercanos.  Y claro, ustedes dirán que el hecho de que esos hitos en la historia estén programados y consignados con esmero en estériles libros escolares no garantiza que alguien las recuerde, pero es para todos obvio que el ilustrador de dicho libro seguirá siendo su fiel recordador, aun si los niños no prestan atención en clase, o si la maestra senil pasa algunas anécdotas por alto; a menos que la carrera del ilustrador prospere de repente y se vuelva un pintor famoso, porque en ese caso claramente olvidará la pequeña guerra que un día dibujó.
Cualquiera puede ver por ahí pares de de ojos azules profundos o verdes arrebatadores - casi ninguno castaño, unos tantos negros-  que vagabundean solitarios por las calles; esbeltas piernas que taconean por iglesias, y hasta una que otra oreja, todos ellos se deslizan por la vida disfrutando de ser fuertemente recordados, aunque tienen la firme claridad de que un día u otro serán olvidados.

Volviendo a las víctimas, contaré sin tapujos la triste situación de Sicario, un perro negro, enfermo, flaco y muy muy viejo, que deambula por un descampado donde yo creo -casi estoy seguro- que existió su pueblo.  A lo mejor era un caserío boyante con fachadas de colores, niños juguetones y ancianos que conversaban en las bancas del parque, y un mal día, de un solo golpe, el pueblo entero perdió a sus recordadores y como en un estornudo, se disipó.  Pero el desdichado Sicario sigue ahí, no consigue desaparecer porque hace más años de los que cualquiera puede contar, un niño de otro pueblo lo vio cruzar taciturno la carretera, escuchó a lo lejos ­–Sicario, Sicario, y vio como el perro giraba la cabeza en señal de respuesta.  Aún hoy, después de tantos años, este que un día fue ese niño y que sabe que ha condenado a Sicario, no consigue dormir una noche sin proyectar en la duermevela al perro, una y otra vez cruza la carretera y gira la cabeza como si alguien, del otro lado del tiempo, volviera a gritar –Sicario, Sicario.

lunes, 4 de noviembre de 2013

LOS RUMORES DE MI MUERTE



      La gente todo el tiempo toma decisiones que son por lo menos estúpidas, extrañas. Mi decisión en cambio, la más importante, la que posibilitó que esté ahora entre este cubículo de madera, no es especialmente dramática o radical.  Mi decisión desde hace algunos años fue dejar paulatinamente de hacer y deshacer.  Mi decisión, madura, adulta, consiente, fue no hacer absolutamente nada. Suena sencillo, incluso suena al argumento de un holgazán, de un sujeto sin ambiciones o disciplina, pero es todo lo contrario. 
Desde muy niño siempre me he sentido profundamente agotado, hastiado, como lanzado a la fuerza a un mundo al que no pertenezco, un mundo que patalea y se retuerce, un mundo que grita. Mamá decía que había nacido cansado, que incluso me negué a colaborar con mi propio nacimiento; tuvieron que sacarme a la fuerza y darme un buen golpe para que despertara y diera mi primer respiro. Mi mamá ingenuamente solía decir que el nido que ella me proporcionaba era tan cómodo que yo no quería abandonarlo. Pero no, solo no quería esforzar mi cuerpo para conseguir absolutamente nada.  
Cuando tenía unos diez años tuve una epifanía, de pronto lo supe. Habíamos ido todos juntos a la hacienda, mi mamá, mi papá y todas mis hermanas. Cinco hermanas tenía yo. Mi casa era el imperio de las mujeres. Cualquiera pensaría que eso tenía algún tipo de ventaja, pero no, todo eran dramas y manías femeninas. Mi papá era un pelele y yo algo cercano a una muñeca de trapo para ellas, pero lentamente me fui volviendo el diablo entre mi familia, un diablo taciturno, la estatua de un diablo.
En ese que parecía un viaje como cualquier otro, ya que mi familia solía ir la hacienda por lo menos una vez cada par de meses, fue en el que conocí a La Gágola, y mirándolo detenidamente alcancé a entrever mi destino.  
Desde el mismo instante en que mi papá sugería visitar la hacienda se desataba el infierno. Las seis corrían como gallinas, cuchicheaban, recogían, doblaban, compraban, peinaban, freían, guardaban, desdoblaban, desempacaban y volvían a empacar.  Mi papá arrojaba la bomba y salía en silencio a refugiarse en el billar, seguramente burlándose entre dientes de mi suerte. Yo era solo un niño y no podía escapar tan fácilmente de casa.  
En esa ocasión, como siempre, viajamos los ocho en la enorme y desvencijada camioneta de estacas de mi papá.  Él manejaba tarareando alguna canción que sonaba ruidosamente en la radio, al lado suyo mi mamá, como una urraca, graznaba alguna historia, y atrás, en la carrocería, íbamos mis hermanas y yo.  Risas estridentes, voces chillonas y algarabía; con ellas cinco, la carrocería parecía el sucio corral de enormes y escandalosas aves.  Entre trastos, maletas y cajas, la mayoría de las veces yo conseguía ocultarme un buen rato, quieto y silencioso para que ellas cacarearan sin ocuparse de mí, porque si me agarraban desprevenido, me ponían los vestidos de la abuela, me maquillaban y me obligaban a andar dando saltos y lanzando besos.  Las odiaba a todas, las odio aún.  Ese día yo llevaba en un frasco grande a Conciso, el pez dorado que mi tía me había regalado dos semanas antes para mi cumpleaños, así que mi único propósito en el viaje era cuidar de él y sacarlo del radio de acción de mis hermanas para evitar que en cualquier mal rato de aburrimiento, ellas se ensañaran con el pobre pez.
Ya en la hacienda, después de un tortuoso viaje, venía el segundo gran caos.  Mi mamá, columpiando sus enormes senos con cada movimiento, iba de un lado a otro de la casa dando indicaciones. Daba molestos regaños a los cuidadores, adulaba a sus niñas, regañaba a sus niñas, adulaba a los cuidadores. Por lo que mi tía llamaba una prolongadísima depresión post parto, mi mamá solía ignorarme la mayoría del tiempo, a lo mejor es por eso que ha sido siempre mi sujeto favorito de la familia, me dejaba en paz. 
En cuanto llegábamos, mis hermanas corrían en manada a alguna actividad sin sentido, como apoderarse del estanque o encerrarse en el salón grande a hablar no sé de qué tantas idioteces. Y yo, para salvar mi pellejo y evitar que me desnudaran y pellizcaran mis nalgas hasta amoratarlas, inmediatamente llegábamos corría a buscar la casucha de atrás donde vivía Genaro y su esposa, los cuidadores de la hacienda.  
Una vez soñé que Genaro y Magdalena eran mi padre y madre, ella me arrullaba entre sus brazos mientras Genaro enredaba su dedo índice en mis cabellos.  Era un sueño raro, cuando lo tuve yo ya era un adulto y en el sueño me veía así, grande, grueso, con una barba desigual y con un poco de papada.  No es que yo quisiera que ellos fueran mis papás, si lo pensamos bien habrían sido tan malos padres como los míos, pero ellos, a diferencia de mi familia, tenían una gran afición por permanecer en silencio.  Casi nunca los oía hablar.  Comían y trabajaban absolutamente callados y todos sus movimientos eran lentos y sosegados, como quién se mueve a pesar de temer despertar a una fiera.
Yo me refugiaba en casa de Genaro y permanecía todo el tiempo pegado a su pantalón o a las faldas de Magdalena. De lejos debía verse como si le temiera a mi familia, pero no sentía miedo, era más una repulsión, un enorme disgusto que quería evitarme mientras pudiera.  
Por cuidar de la hacienda, a Genaro y Magdalena les retribuían dejándolos vivir allí y permitiéndoles trabajar un trozo de tierra.  Genaro cultivaba tomates, otras verduras y algún tubérculo, pero sobretodo, Genaro y su mujer cultivaban tomates.  Alguna vez los acompañé a sembrarlos, pero por algún azar del destino, generalmente me tocaba presenciar la cosecha.  Los dos campesinos taciturnos recogían sus tomates, los empacaban en guacales de madera, se miraban fijamente un rato y luego Genero tomaba el camino llevando los frutos rojos y brillantes.
La hacienda quedaba a mitad de camino entre nuestro pueblo y un caserío lúgubre olvidado por cualquier civilizado.  A la plaza de ese caserío de dos calles largas y estrechas iban a dar los tomates de Genaro.  Los llevaba en una pequeña carreta que halaba él mismo, por supuesto, yo iba con él, y esa vez llevaba conmigo a Conciso.  Caminamos alrededor de una hora y media en silencio. A veces Genaro se detenía y miraba con muchísima atención una nube o un árbol seco y después de unos minutos, sin más, reanudaba la marcha.  En la plaza, junto a otros diez o quince campesinos, Genaro abría los guacales y exhibía sus tomates.  Esa vez habíamos llegado mucho más temprano de lo habitual y, Genaro abrió sus guacales en el mismo momento en que sonaban las campanas de la diminuta iglesia; dejó las cajas en el suelo y me señaló la capilla, acercó su cara un poco a la mía y me miró con atención, era como si dijera: cuídate y cuida de los tomates, pronto regreso.  Se fue camino a la iglesia.  Yo me senté en el suelo junto a los tomates y me dediqué a mirar con atención los movimientos lentos de Conciso, acercaba mi cara hasta que mi respiración empañaba la pecera y luego la alejaba hasta que el frasco una vez más estuviera seco. En un momento de distracción, a través del vidrio, fue cuando lo vi.  La Gárgola estaba de pie en el centro del parque, tenía los ojos cerrados, se veía muy derechito con los hombros atrás y el mentón arriba, parecía un soldadito de juguete. La gente pasaba a su lado dándole rápidas ojeadas y casi rozándolo con los hombros, todos iban apurados para llegar a la misa. De repente, un grupito de niños se arremolinó en torno suyo, le gritaban cosas y le daban golpes detrás de las rodillas para ver si conseguían hacerlo perder el equilibrio y, finalmente verlo caer. Como un automata, me levanté y empecé a caminar hacia él.  Estando más cerca alcancé a entender lo que los niños chillaban, le llamaban La Gárgola, el loco, la pared.  A dos pasos de él, como hipnotizado, me detuve. Los niños también se quedaron quietos y callaron, me miraban desconcertados.  Me paré a su lado, casi tocándolo y, muy erguido, me quedé ahí con los ojos cerrados, quietecito como estaba él.
Habrá pasado algo menos de una hora cuando la mano de Genaro en mi hombro, con un movimiento brusco, me giró hacía él.
—En su puta vida me vuelva a hacer una cosa de esas, niño Antonio.
Y el “niño Antonio” le sonó más rabioso que el resto de la frase, le sonó a “maldito patrón”.  
De camino a casa Genaro no habló, nunca hablaba, pero ahora su silencio estaba cargado de rencor, no de la paz y la voluntad de calma de siempre. Caminaba sintiéndome culpable y cada tanto miraba de reojo la cara de Genaro, esperaba entrever algún gesto que indicara que me concedía su perdón. El resto del tiempo contemplaba desde arriba a Conciso y, a través del agua y el vidrio de la pecera, daba ojeadas al suelo para no caerme.  Cuando fui al encuentro con La Gárgola, el pobre pez había quedado abandonado a su suerte junto a los tomates. No sé qué pasó con los tomates, pero después de que Genaro me encontró, me entregó de mala gana la pecera de Conciso y halando mi brazo y la carreta, me condujo al camino de vuelta.
Del resto de ese viaje recuerdo poca cosa.  Hubo un reinado improvisado en el que mi papá y mi mamá eran jurados, hubo una gran discusión entre ellos, supongo que por algún desacuerdo a lo hora de elegir a su majestad.  Mis hermanas secuestraron mis zapatos durante dos días, se me pusieron rojos y ampollados los pies de tanto andar descalzo.  Recuerdo también la cara de Genaro evitando encontrarse con mis ojos, la puerta de su casa cerrada desde adentro y a Magdalena que al pasar junto a mi revolvía mi cabello como al descuido y con sus ojos negros de india me miraba como diciendo: lo siento, él es muy rencoroso.  Pero lo que más recuerdo de ese viaje es, sin duda, a La Gárgola y esos minutos en que estuve junto a él como una estatua, con la cabeza vacía y el cuerpo petrificado.  
Al final de ese viaje, Conciso estaba panza arriba flotando en la superficie del agua, duró así unos cuatro días.  Me miraba con los ojos nublados y casi no comía, finalmente murió y de camino a nuestro pueblo lo tiré a la carretera.
Desde de nuestro encuentro pensaba constantemente en La Gárgola, en su cuerpo flacucho tan perfectamente erguido, en sus ojos cerrados, pensaba que a lo mejor no había nada dentro de las cuencas, nada en su cabeza, solo su cuerpo como un gran roble, vivo pero pareciendo muerto.  Con el tiempo entendí que cuando fuera grande quería, a como diera lugar, ser un árbol, o un pez panza arriba.  

***
Desde aquel ya lejanísimo día, empecé a hablar menos, parecía dormir más y caminar estrictamente lo necesario.  Cuando tuve quince años, mi papá me obligó a entrar al equipo de fútbol, pero finalmente desistió cuando me quedé dormido en la portería frente a la mirada aterrada de todo el pueblo.  Me llamaban La Momia, hasta el día de hoy me llaman así.  ¡La Momia, se murió La Momia!- le escuche gritar a la vieja de la esquina ayer.
Un buen día finalmente dejé de hablar, no había más que decir, las palabras se secaron y se hicieron manchas negras en mi garganta. ¡Virgen santísima, el niño Antonio se ha quedado mudo! 
Por esos días empecé a pasar el día entero tendido en la cama hasta que mi papá y mi tía llegaban, ponían mis brazos en sus hombros y me levantaban. Como si no pesara más que una cobija grande, me arrastraban por la casa y me sentaban en el patio. El sol le va a hacer bien, el sol es bueno para los enfermos –decía mi tía.
Más de veinticinco veces vino el médico; en quince ocasiones Don Lorenzo, el rezandero; doce, una bruja traída de otro pueblo que me escupía ron y me golpeaba la cara con un racimo de ramas y flores secas.  Treinta y dos veces vino el cura, no era siempre el mismo, pero a lo largo de mi vida he tenido treinta y dos visitas de curas, incluidas las cuatro ocasiones en que quisieron exorcizarme.  Todo era inútil.
Mi mamá fue la primera, cuando yo tenía catorce murió, ya no se de qué.  Cuando cumplí veinte, el mismo día, murió Genaro. Un día vino hasta el pueblo Magdalena a verme y contarme que Genaro en un sueño le había pedido que me dijera que lo sentía, que esa vez lo había agarrado el miedo, mucho miedo de pensar en lo que le pasaría si llegaba sin el hijo del patrón, pero sobretodo, dijo Magdalena, tuvo miedo de no verme otra vez. Desde ese día Magdalena no se fue más, pareció empezar a vivir para mí y solo para mí.
Después de Genaro le tocó a mi hermana mayor, creo que murió en un accidente de tránsito.  Luego mi papá, mi tía, y mis otras hermanas una trás otra.  Cuando cumplí cuarenta, solo quedaba yo.  Vivía en la enorme casa, en el mismo cuarto que ocupé desde que nací.  En el cuarto del fondo dormía Magdalena, que me cuidó hasta que se murió de vieja, aunque se resistió mucho a morir y dejarme solo, el tiempo finalmente se la llevó cuando yo tenía un poco más de cincuenta.  Tras la muerte de Magdalena, finalmente la casa estaba sumida en el más profundo silencio.  Al principio las viejas de la iglesia y otros tantos chismosos venían a verme, trataron de llevarme a un asilo pero el azar estuvo de mi lado; antes de llegar a mi casa, el carro que haría de ambulancia tuvo en extraño accidente y pareció confirmarse aquello de que La Momia traía mala suerte, todos en aquel carro murieron.  Lentamente la gente dejó de venir.  Yo fui olvidando el resto de la casa que seguramente se consumía debajo del polvo y las enredaderas.  Mi cuarto, cada vez más oscuro, más húmedo, pareció lentamente encogerse hasta adherirse a mi cuerpo.  Por alguna razón no moría, aún no muero, a pesar de lo que dicen los rumores desde que hace poco, un grupo de jovencitos invadió la casa y dieron con mis huesos en el viejo cuarto. El pueblo que parecía por fin haberme olvidado, empezó a susurrar en mi nombre. El rumor empezó contando que aún vivía, dijeron que me alimentaba de ratas y de enredaderas, que en las noches salía y me robaba el ganado.  Pero desde ayer dicen que he muerto, se murió, se murió La Momia, gritaban ayer y la gente quería verme, hasta que pusieron la tapa, todos querían echarle una ultima ojeada a una vieja leyenda.
Ahora estoy derecho como un soldado de juguete, quietecito y con los ojos cerrados.  Finalmente, ya tan viejo, estoy aquí acostado panza arriba, me volví el árbol que con tanta fuerza soñé ser desde que, siendo un niño, fascinado descubrí a La Gárgola convertido en una estatua.



AZUL CASA









jueves, 17 de octubre de 2013

SI LA MUERTE LLEGA


Cuando lo vi garabateado en su pecho, apenas dos centímetros debajo de la clavícula, no conseguí leerlo con claridad.  Mientras él lo dibujaba con el dedo lo repetía como para que yo entendiera: si la muerte llega, si la muerte llega, decía como quien repite un mantra.  Un tatuaje hecho “a la mala”, una marca semejante a la que identifica a una res como propiedad de su hacendado. Ahora le pertenecía a ellos y si le fuera solicitado -o mejor, cuando le fuera solicitado-, tendría que abrirse la camisa y mostrar su marca a manera de santo y seña. –¿qué quiere cruzar el río? ¿Quiere atravesar este pedazo de tierra para ira allí, a la casucha de su vecino? Muestre su marca.
Así, con la muerte pisándole los talones y con el anuncio de su proximidad rayado en el pecho, un día ya sin más opciones, agarró a su esposa, sus tres hijos y a Pepo, su liebre de monte y tomó rumbo a la ciudad, a la gran ciudad que está habitada por gente cuyo gentilicio no coincide con el nombre del lugar donde residen.  En Bogotá al parecer pocos son bogotanos, o por lo menos pocos lo son de nacimiento, pocas familias tienen sus raíces arraigadas en está ciudad desde generaciones atrás.  Bogotá está poblado por gente de la provincia, de todos los rincones de esta geografía colombiana llegados aquí por las más diversas razones y, un nutrido grupo arriba por las mismas razones que él, porque una guerra de varias caras los sitió, les dio cacería, y en lo que bien podría parecer un gesto noble, en lugar de darles como quien dispara al blanco, los dejó salir corriendo a buscar suerte llevando ya inoculado el bicho del miedo.


En Bogotá lo que a él le queda de su lejana tierra son historias que desgrana fragmentariamente, como esa de los indios que en el turbio río le hacen el amor a los delfines hembra –él no, él nunca-.  Le queda el recuerdo de las correrías transportando prostitutas desde el otro lado de la frontera en lanchas fantasmas.  Le queda la rabiosa nostalgia por la tierra, la dulce tierra entre sus manos, los peces enormes, casi míticos de nombres igualmente poderosos que no puedo yo repetir.  Pero también le quedan recuerdos de cuerpos sepultados en el río, porque allá donde vivió, donde es su tierra y de donde es su acento, allá no se puede caminar catorce horas para llevar a un muerto a tierra sagrada, a veces, es incluso peligroso pretender pescarlos y sacarlos del agua, se corre el riesgo de terminar flotando a su lado.  Su río, como tantos otros de los nuestros, es una enorme y anónima sepultura que fluye entre piedras y montañas. 
Atrás quedó el vecino, el amigo, atrás la cadena interminable de parentescos y filiaciones, atrás la vida de entonces. Ahora las noches frías con la vida dentro de un par de cajas que otro quiere robarse y que él defiende a machete.  Ahora un puesto improvisado para vender cigarrillos al menudeo después de meses con la mano extendida frente a la entrada de un centro comercial.  Ahora un hijo que más que a él, se parece a los raperos citadinos, un hijo con cejas perforadas a mansalva por la propia mano.  Ahora una hija que en lugar de pensar en la tierra perdida, sueña con su rostro en la portada de una revista.  Ahora Pepo, la liebre aquella, muerta de repente un mal día, el mismo día que el hijo mayor estuvo acostado por horas bajo las manos de médicos que trataban de enderezar la pronunciada S de su espalda.  Y Pepo murió, dice él, porque esa noche alguno de los suyos tenía que desaparecer, y al morir así, tan de repente, Pepo salvo a su hijo que ahora vive una vigilia que parece sueño en la clínica, custodiado por su mamá que ha terminado por hacer de ese cuarto aséptico su casa. 
Si la muerte llega.  ¿Qué pensará la muerte cuando finalmente llegue?

domingo, 6 de octubre de 2013

A LA ESPERA DE PRONTA RESPUESTA


Hace exactamente siete noches soñé contigo. Fue un sueño misterioso, aún me siento inquieta, temerosa. Siento que desde esa noche hay algo que no termina de encajar. Cuando me desperté, extrañamente pasadas las diez, me sentía profundamente abatida, como se debió sentir esa anciana que salió en la televisión. Su marido murió después de haber sido su compañía por más de cinco décadas y ella, con el corazón y la razón partidas a la mitad, lo único que pudo hacer para menguar su tristeza, fue embalsamarlo ella misma y pasarse los días que le quedaban arrastrándolo por la casa: en la mañana, a la mesita para tomar el desayuno; por la tarde, al estudio para leer; al caer la noche, a la cama para acompañar sus sueños. Así me siento yo desde que desperté ese día, como si de pronto supiera que toda mi vida he arrastrado un cuerpo muerto pretendiendo siniestramente que está con vida.  
Ese día tenía otra entrevista, tantas entrevistas y al final tan pocos trabajos. La cita era a las ocho en punto al otro lado de la ciudad, así que tenía que tomar dos buses y eso me llevaría por lo menos una hora, pero no hizo falta, porque desperté demasiado tarde. Cuando abrí los ojos tuve la certeza de que había perdido la única entrevista que habría terminado con un apretón de manos amigable y una sonrisa sincera: bienvenida, este es su cubículo, empieza el lunes pero tiene pago desde hoy.  Aun cuando estaba segura de haber perdido mi oportunidad no era eso lo que me hacía sentir tan desolada, tampoco era todo lo que había pasado la noche anterior.  No, era el sueño.
Me había acostado mucho más tarde de lo habitual porque esa noche lo había visto. Y lo digo así porque yo lo vi a él pero él no me vio, seguramente ni sospecha que suelo mirarlo a lo lejos.  Y no es que yo me proponga perseguirlo y hacer eso que de lejos debe parecer vigilarlo. No, yo voy por ahí, por mi camino, y a lo lejos lo veo. Pasa solitario mirando al suelo o, acompañado de otros tres entra al cine mientras yo, de pie en el otro andén, compro distraídamente un cigarrillo. No es culpa mía, es el destino lo que me empuja.  Esa noche yo caminaba por la callecita de los libros de segunda, “libros leídos” dicen algunos.  Me acababa de tomar un mal café con una vieja amiga de conversación más bien sosa, porque cuando una mujer se dedica casi exclusivamente a tener hijos no tiene mucho más de qué hablar además de pañales, colegios, juguetes, mocos, primeros pasos, primeras palabras, primeras veces de todo una y otra vez. Al salir de la cafetería y despedirme cordialmente de mi insulsa amiga, caminé media cuadra y entonces lo vi pasar. Iba solo, vestía un traje de gala con el que parecía haber dormido porque estaba arrugado y desordenado. Andaba rápido y miraba cada tanto el reloj en su muñeca. Me resistí un par de segundos pero, no pude evitarlo, tuve que seguirlo.  Y aunque lo que pasó de ahí en adelante es extraño, insisto en que es el sueño, el sueño en el que tú aparecías, lo que me ha dejado tan descolocada, y aunque se que tú no crees en premoniciones o en ocultos significados de las cosas triviales, yo estoy convencida de que todo esto es un signo, un mal presagio.
Él caminaba en impecable línea recta, yo iba media cuadra atrás y, desde donde lo veía, parecía mirar su reloj cada dos o tres pasos. Indudablemente tenía mucha prisa. Así seguimos por más de veinte cuadras, todas callecitas oscuras y desoladas por las que no creo haber transitado antes.  Tras mucho caminar, llegamos a un parque, un parque de barrio con bancas de cemento de aquellas que tienen grabados nombres de gente insigne y completamente desconocida por todos. Casi todas las luces del parque estaban apagadas, y las casuchas alrededor parecían deshabitadas o sumidas en el sueño, como si no fueran apenas las ocho sino las dos o tres de la mañana.  Ya en el parque, es decir a media cuadra del parque pero frente a su inminencia, me aterrorice. Me di cuenta que en las ocasiones anteriores, siempre lo había visto haciendo tonterías: conversando, leyendo, en el cine o en un concierto pero, esta vez era distinto. Esta vez pensé que sí podía tener razón, que ese hombre, tu hermano, estaba inmiscuido en algo turbio, era un asesino o un ladrón, un malvado al fin.  Si el azar o lo que sea ha conseguido que aún sigas leyendo, por favor no vayas a dejar de hacerlo ahora. Ya se que antes me has prohibido acusarlo, si quiera mencionarlo pero, esta vez es importante que conozcas lo que pasó esa noche y finalmente, tras saber su contenido, puedas entender mi turbación por culpa del sueño.
            Él llegó al centro del parque, yo continúe atrincherada en la esquina, si me acercaba más estaría demasiado expuesta y podría descubrirme.  Durante minutos eternos estuvo inmóvil en el claro del parque hasta que, como si se tratara de un sonido proveniente de otro tiempo, empecé a escuchar primero un silbido tímido, luego muchos más como respuestas que venían de todos lados: del parque, de las cuadras adyacentes, incluso, y para terror mío, de la misma calle donde yo estaba.  Quien había silbado primero era sin duda él, lo hizo una vez más y de nuevo recibió respuesta de todos lados, pero esta vez el sonido parecía desplazarse. Se acercaban.  En este momento solo pude pensar en huir. Por primera vez podría comprobar si mis ya viejas intuiciones sobre tu hermano eran ciertas pero, yo solo pude pensar en huir, en alejarme todo lo posible de ese sujeto que parecía estar convocando un ejercito. 
Seguro pensarás que exagero, que siempre exagero con lo que tiene que ver con él.  Por eso huiste, o eso fue lo que dijiste, que yo tenía un problema, que necesitaba ayuda, que mi paranoia requería medicamentos.  
Como es fácil suponer, no huí, no pude hacerlo. Estaba inmovilizada por los silbidos, escuchaba sobretodo el que parecía provenir de la cuadra en la que yo me escondía. Este, como los demás, parecía avanzar.  Temí de pronto sentir que los silbidos me envolvían, que se arremolinaban sobre mí.  Pero eso no pasó, los silbidos seguían avanzando mientras yo apretaba mi cuerpo contra la pared y mantenía los ojos fuertemente cerrados, como si solo pudiera usar uno de mis sentidos a la vez.  La sangre se me heló, te juro que se heló cuando sentí pasar el silbido cerca de mi cara. Por fortuna siguió de largo.  Cuando estuve segura de no escuchar más silbidos pude por fin abrir los ojos.  Mire hacia el claro del parque, ahí seguía él, pero ahora estaba rodeado de un grupo de por lo menos veinte hombres vestidos también con un trasnochado traje de gala.  Los hombres formaron un círculo al rededor de él y empezaron a caminar, el circulo giraba. No se escuchaba el menor ruido.  Entonces, decidí que era momento de marcharme, que fuera lo que fuera que hacía tu hermano en medio de la noche, no me importaba.  Alcancé a torcer mi cuerpo para alejarme por donde vine cuando reconocí mi mentira. ¡Claro que me importaba! Me importaba por fin poder probar que yo no estaba loca, que efectivamente él ocultaba un siniestro secreto.  Así que no me moví, apreté fuertemente mis dientes, como sabes que hago cuando estoy por demostrar un derroche de voluntad, cuando hago un sacrificio.  De pronto lo escuché, era su voz.  Si en algún momento de insensatez pensé que a lo mejor lo había confundido con otro, que todo podía ser un error, al escuchar su voz, cualquier atisbo de duda se esfumó.  Era él.  Aunque su voz me llegaba apagada por la distancia y el viento de la noche, alcancé a escuchar las instrucciones, mencionó dos calles, tres barrios y dos nombres masculinos, uno de esos nombres, lo escuché claramente, era el tuyo.  Al oír tu nombre pensé que me desvanecía.  Sentí como si la pared sobre la que estaba fuertemente tumbada empezara a destilar un líquido tibio que corría por mi cuerpo, mi piel hervía.  Sin darme cuenta me deslizaba pared abajo.  
Cuando me percaté, estaba en el suelo, respiraba con dificultad y tenía la mente en blanco.  Miré temerosa a mi alrededor y por un par de segundos no tuve idea de dónde estaba o cómo había llegado allí. Lentamente fui recuperando la compostura y, envuelto en una luz fantasmal, en mi cabeza fue apareciendo la imagen de él, él con su vestido de gala rodeado de los hombres también de gala. Con menos temor que premura, me levanté y asomé la cabeza para alcanzar a ver el claro del parque. A riesgo de confirmar tus hipótesis sobre mi locura, he de decir que, muy a mi pesar, el parque estaba absolutamente vacío.  No se bien qué pasó, cuánto tiempo permanecí sumida en mi estupor pero, al parecer fue suficiente para que se diera por terminada la siniestra reunión. 
Esperé hasta pasada la media noche pero, nada pasó, nadie apareció por el parque.  Todo el tiempo procuré tener aguzado el oído pero el único silbido que volvió a escucharse era el que producían las ramas de los arboles al ser violentamente agitadas por el viento que, de tanto en tanto, azotaba el parque.  Pasado este tiempo, mi tensa posición contra la pared tenía todos mis músculos entumecidos y mi mente empezaba a divagar. Al repasar lo que había sucedido me percaté de mi descuido.  De todo lo que pude escucharle decir, lo único que recordaba con total claridad era tu nombre, pero esforzándome logré recordar el nombre de una de las calles, el resto lo he olvidado irremediablemente.  Casi corriendo, me dirigí a la calle Mares, cómo olvidar el bonito nombre de esa horrible callejuela en el centro.  Mientras recorrí las casi cuarenta cuadras que me separaban de Mares, solo rogaba al dios del cielo que bajo ninguna circunstancia tuvieras algún nexo con esta calle.   Algo más de la una de la mañana de un miércoles de Julio, la calle Mares estaba desolada. Ansiosamente corrí al teléfono público que está justo en medio de la calle y marqué el número de tu casa. Sentí que la espera duraba una eternidad. Alcancé a escuchar que levantaban el teléfono del otro lado de la línea. Colgué. No quería hablar contigo, solo quería saber que estabas en casa, que no estabas ni habías estado en la calle Mares, eso de alguna manera me producía una tibia calma. Fue entonces, cuando trataba de alejarme de la calle Mares con un repentino cansancio que me doblegaba las piernas, cuando decidí casi con risa, que había sido todo un desatino.  Tomé el primer taxi que encontré y me largué a casa.  Caí como una roca a un estanque de agua, morí por un rato, hasta pasadas las diez.
Cuando desperté, el abatimiento ya estaba ahí, en el aire, pero no pensaba en él, ni siquiera en el sueño, inicialmente solo pensaba en la entrevista perdida. Fue al poner un pie en el suelo cuando irrumpió el sueño. Lo vi de pronto y me aterrorizó lo vívido de las imágenes, lo poco fragmentario del recuerdo.
Mi sueño transcurría en un terreno rocoso y árido.  Rojo el suelo y negro el cielo. Las formaciones que se alzaban de la tierra parecían salidas de una pintura de Dalí, eran estructuras de equilibrios imposibles, o solo posibles en altos salares andinos.  En una de estas formaciones alta y angulosa como una torre, estaba yo de pie, entrecerraba los ojos, supongo que por la arena que debía arrastrar de un lado al otro el viento. De repente, en el cielo brillante empezó a desplazarse a una velocidad vertiginosa una espesa nube negra. Todo se hizo gris, el suelo, el cielo, mi piel. Yo entonces me sentí aterrorizada, la nube era la fatalidad. Con más insistencia seguía mirando al frente. Finalmente, muy lejos, en otra torre de piedra como la mía, tal vez una torre idéntica a la mía, estabas tú de pie, mirando y entornando los ojos como yo. Tu imagen me tranquilizó, verte al otro lado incluso me hizo gracia. Con esas habilidades cinematográficas propias del sueño, lograba verte a lo lejos, porque tu torre parecía estar a cientos de kilómetros, pero a la vez, o sucesivamente, podía ver tu rostro, solo tu rostro ocupando todo el espacio. Yo empecé a llamarte, temía que aun cuando miraras en dirección a donde yo estaba, no me vieras.  Grité tu nombre, pero no se escuchaba nada. Veía mi boca moverse, incluso la sentía moverse, pero no escuchaba mis palabras. Y entonces sobrevino la angustia. Temía que si yo no me escuchaba seguramente tú tampoco me escucharías. Supe de pronto que era apremiante que nos comunicáramos, era indudable que había algo urgente que decirnos.  Veía tu cara inexpresiva rozada por la arena gris que movía el viento y esperaba que tu boca de pronto se abriera pero, tú solo seguías mirando al frente, inmóvil.  Yo gritaba a todo pulmón, sentía que mi garganta se desgarraba y aun así no se oía nada.  De pronto noté que estabas vestido de traje. Con expresión severa continuabas mirando al frente, parecías disgustado. Tenías la boca un poco inclinada a la derecha y la ceja izquierda ligeramente levantada. Era ese gesto engreído que me resultaba tan sugerente hasta que conocí a tu hermano y me di cuenta de que era un ademán compartido, era una sutil expresión que los igualaba. Al pensar en eso me percaté de lo evidente.  Ahí, con tu traje, de pie sobre la torre, eras terriblemente parecido a él, eras él. Sentí como los músculos de mi abdomen se crispaban y mis manos temblaban sin control.  No sabía si eras tú o era él. Era como si los rasgos de tu rostro cambiaran sutilmente en cuestión de segundos, aparecían unos pocos pelos más en las cejas, la nariz se achataba casi imperceptiblemente, el mentón se alargaba. Ya no quería gritar, temía que de un momento a otro mis palabras sonaran, pero quien las escuchara fuera él y no tú. Contra mi voluntad seguía gritando cada vez con más violencia.  Desde el estómago sentí que algo subía lenta y dolorosamente, me despedazaba a su paso. Subió por la garganta, sentía como si fuera una bola de tenis ascendiendo a mi boca.  Traté de mantener los labios sellados, apretados los dientes, pero la pelota de tenis salió: 
—En julio, será en julio—Grité sin darme cuenta.  
 Tu -o él- empezaste a abrir lentamente la boca, pasaste tu lengua por los labios como si estuvieras muy sediento, fatalmente sediento:
—Mares. Mares. Mares—Sonó tu voz de pronto, yo la escuchaba como una prolongación del sonido del viento.
—Mares. Mares. Mares—Decías con gesto doloroso, como si articular la palabra cada vez te punzara como una herida en el pecho.
Sentí que lloraba. No me vi llorar ni estuve segura de que llorara, solo lo sentía.  Y de pronto tu torre pareció alejarse.  Tenías un gesto acongojado. Tu rostro era el de él pero, ensombrecido.  Desperté.
Desde la noche siguiente a la del sueño, cuando se me hizo insoportable el abatimiento, cuando noté que las imágenes que recordaba no se iban como los jirones de un sueño cualquiera, te llamé.  He marcado tu número telefónico cientos de veces en estos pocos días, nadie contesta. He llamado desde el teléfono de la cafetería de la esquina y desde una cabina pública temiendo que quizá tengas identificador y no quieras contestar sabiendo que soy yo, pero todo ha sido inútil.  Pensé en ir a tu casa, a tu oficina y corroborar que está todo bien pero, desde hace dos días no puedo poner un pie en la calle.  Es como si me hubiera hecho presa de esta casa, me aterroriza solo pensar en el exterior.  He de verme como una estatua humana: pálida, gélida, petrificada por el pánico.  La señora Flores, que me piensa contagiada por un virus respiratorio, me deja sopa caliente en la puerta, me trae el periódico y se lleva el correo.
Ayer fue el ultimo día de Julio. Hoy he leído la noticia. Dicen que fue desde el puente de Luces hasta Mares, que era un grupo pequeño, tal vez cinco o seis, con máscaras como las que se ponen los niños en noche de brujas; que bajaron desde el puente exhibiendo sus armas (¿como las de los niños en noche de brujas?) y terminaron disparándole a dos tipos.  He llamado al periódico, a la policía, nadie me dice quiénes eran los dos tipos. Te envío esta carta, que cordialmente la señora Flores ha llevado al correo, con la esperanza de que me contestes.  Por favor, por favor responde esta carta y demuéstrame que estoy loca, que no existen los malos presagios.