domingo, 6 de diciembre de 2015

EL CLUB DE LOS RABIOSOS (XII) Manucha (Por: Lucho, el Negro, el Flaco y el Darko)

Lucho
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     La bala, 9,6 mm, calibre 38,  llegó como llegan todas las balas, de repente, con un sonido estruendoso y un impacto arrollador.  Desde ese día que la bala llegó a mis manos sudorosas, a mis bolsillos, le llamamos “Manucha” en honor a la mujer de carnes palpitantes que nos miraba desde el otro lado de la pantalla de Franco, el gordo aquel que acumulaba películas porno bajo la cama de su mamá, que no era más que un gusano mudo y quieto desde hacía más de diez años. La Señora Zanahoria, como la llamaba el Darko, sin saberlo pagaba con su pensión el envío de las películas de vaqueros, extraterrestres y mujeres redondas que gemían bajo hombres enormes y brillantes, películas que el gordo Franco nos dejaba ojear por un par de monedas durante 15 minutos exactos.
     Manucha era rubia, de labios carnosos y tetas grandes como la cabeza de un niño.  A mí me gustaban sus piernas largas y fibrosas, sus ojos cerrados y sus aullidos agudos, pero la odiaba por rubia, nunca me han gustado las mujeres con esos pelos amarillos paja.  Manucha, nuestra mujer de 15x15,  15 minutos cada 15 días, se convirtió un buen día en una bala de 9,6 mm en mi bolsillo.  
Manucha en el arma del enruanado, Manucha en mi mano temblorosa, Manucha en mi bolsillo durante una semana, Manucha finalmente incrustada en la pierna aquella.

El Negro
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     Yo lo había predicho, lo sabía.  Se sentía en el aire oloroso a fruta podrida y carne del mercado, se sentía en las cantinas y hasta en la iglesia.  Ahora sí iban a venir, se nos iban a meter al pueblo e iban a arrasar con todo.  Pero eso es la historia triste, la de un mal asalto hecho por asaltantes debiluchos que no pudieron contra un pueblo que no tenía mucho con qué resistirse.  La historia de verdad, la que todo el mundo debería recordar aunque nadie conoce, es la de la Manucha, la bala que nos hacía falta para fabricar nuestro trabuco.   
     Primero, ellos en la mañana hicieron saber a todo el mundo que iban a venir como visita indeseada, que se guardara todo el mundo desde las 6 de la tarde.   Luego avisaron los otros, los de abajo, los del puente sobre el río que queda a unos 15 minutos en carro de la entrada del pueblo.   Avisó el José,  el hijo de los pocos muertos que hubo ese día, el único huérfano, el único triste.  Llamó a la casa cural, que era el único teléfono que se sabía, aunque no había muchos que aprenderse.   La voz, que sonaba como una telaraña rota, decía que era cierto, que venían subiendo, que en su casa ya no quedaba nadie. La mamá, esa señora pequeñita y redonda que atendía la tienda del río, estaba tendida en el suelo cuando él llegó. El José dijo que no gritó al verla, pero que cuando vio también al viejo tendido al lado de ella sobre ese charco que volvía la sangre de los dos un solo masacote, ahí sí, dijo, grité y grité; pero seguro gritó como niña, como señora cuando ve una rata: agudo y largo.  Al rato llegaron, como había avisado el José, pero para ese momento, la noticia se había colado por las calles del pueblo y como una mano invisible había empujado a todos detrás de las puertas trancadas a cerrojo.  A todos, menos al Darko y a Lucho.


Lucho
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     –Y eso cómo pa’ dónde va el señor, me dijo arrastrando cada palabra un viejo de ruana. 
Aunque estaba recostado contra la pared, ahí cerquita del poste de la luz, la cara la tenía hecha una sola sombra por el ala del sombrero.  
–Estas no son horas de andar por la calle, mijo.   
–Estoy yendo pa’ la casa.  
–No se vaya a embromar por el camino. 
Y yo, como por instinto, traté de mirarle la cara, de descifrar sus formas a ver quién era, a ver si era de alguna vereda, pero no, el enruanado no era de aquí.  Pasé saliva y eché a andar apretando la cajetilla de cigarrillos en mi bolsillo.
     Que parecía un papel, eso dijo el Darko cuando llegué a la cancha, a penas un par de cuadras más allá de la esquina del enruanado.   Blanco como un papel.  
–Nos toca irnos.  
Y él ahí echado que parecía modelo posando para un almanaque de los que ponen en el taller.  
–Irnos, pa’ dónde?  
–Pa’ la casa, pa’ donde el viejo Cantor, pa’ donde sea.  Aquí se va armar el mierdero de verdad.  
Y el Darko, parsimonioso, tranquilo como un puto santo, se enderezó un poquito, me sacó los cigarrillos del bolsillo y me miró despacito, sin decir nada.  
–Hay un viejo allí en la esquina de los Rosas, es uno de esos, se lo juro Darko.  
Me miró otra vez largo y resopló el humo por la nariz.  
–¿Estaba armado?  
–Yo que voy a saber Darko, tenía ruana.  Si, seguro que sí. No se.

El Negro
***
     En ese momento, si mal no estoy, estaban los barbudos llegando al puente sobre el río.  En la tienda estaban los viejos solos.  Ella, estaba subida en una canasta de cerveza acomodando que se yo en la vitrina.  Dicen que llegaron unas camionetas y se parquearon más adentalico de la tienda, se bajaron unos y se fueron directo al boquete en la pared que hacia de mostrador.   La vieja se tuvo que haber muerto de miedo, aunque ahí en esa hondonada sobre el río, entre tanta montaña, ese par de viejos habían vista ya muchas cosas.
     El caso es que mientras en el río caían los viejos al suelo y José, en la parcela de más arriba echaba a correr monte abajo para ver a sus papás muertos, el Darko y Lucho se estaban recostando junto al enruanado bajo la farola de la esquina de los Rosas.  Los dos, valientes como pocos, se le pusieron en frente y le preguntaron si estaba armado.

Lucho
***
     Él empezó a andar y yo, como hipnotizado, caminaba detrás. No había un alma en la calle, nada, ni un gato pasaba por ese pueblo fantasma.  Al doblar en la esquina a la derecha, en lugar de hacerlo a la izquierda, me puse frío pero, no dije nada, ni me detuve, seguí como un zombi.  Ahí en la misma posición estaba el enruanado, se fue enderezando de a pocos a medida que nosotros nos íbamos acercando. 
–Y a usted no lo mandé pa la casa, mijo?   
Los zombis no hablamos, solo sabemos andar y emitir un sonido que parece el bramido triste de una vaca grande.   El Darko sí sabía hablar, lo saludó de buena manera, como pocas veces lo he visto hacer, y se le fue recostando al lado. Le habló del clima y la hora, y el viejo lo oyó con desaliento mientras parecía mirarme a mí, zombi de zombies.  Al fin lo interrumpió sin despegarme la vista. 
–Ya le dije a su amigo que es mejor que se vayan pa’ la casa, rapidito.  
Y el Darko, como si su lengua pensara por si misma, empezó a hablar de su casa, de la hora, del ejercito al que lo quería mandar su papá.  Y ahí si, el viejo giró su cara hacía él.  El Darko despotricó de los soldados de la patria y dijo alguna tontería sobre la fuerza y el poder, lo de siempre, pero a mí, al menos esta vez su discurso me sonó a serio.    El tipo sacó de debajo de la ruana un reloj de plástico sin las correas que lo atarían a la muñeca, tenía una cuerdita amarrada, lo miró, miró al fondo de la calle que va a dar al parque principal y volvió a mirarlo a él.  Y ahí fue cuando el Darko se le acercó un poco más y se lo pidió, mirando lo que debía ser su cinto bajo la ruana le pidió que “por favor” le dejara sostenerla, quería ver su arma, al menos eso, verla.  El tipo de repente levantó un poco el mentón y la cara, esa mancha negra se le llenó de arrugas profundas alrededor de unos ojos negrísimos.  Por favor, decía el Darko, como el niño que le pide un tractor de plástico a la mamá.  El enrulando, de pronto pareció más aterrorizado que yo mismo, miró otra vez al fondo de la calle, y pareció rebuscar bajo su ruana.  Su reloj empezó a dar unos pitidos agudos y el tipo, más tenso, volvió a mirar al fondo de la calle.  
Por favor.  
El enruanado separó por fin su espalda de la pared, sin dejar de mirar al fondo de la calle dio un paso alejándose del Darko que lo miraba suplicante, dio otro más, y de repente se devolvió y giró bruscamente hacia el Darko, habló susurrando y no alcancé a escuchar, pero vi que le agarró la mano fuerte, puso algo ahí y se la apretó mirándolo fijo.  El zombi se había vuelto invisible. Soltó la mano del Darko y echó a andar a zancadas rumbo al parque.  Sonaron tres disparos a la distancia, yo los sentí rozándome la oreja. De repente, giró el enruanado que había recuperado la sombra de su cara, pareció mirarnos sin mirarnos y escupió lo ultimo que le oímos 
–Se van pa’ la casa, ya.

El Flaco
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     Esa noche sí hubo más muertos, así haya quien no quiera admitirlo sí hubo otros además de los papás del José. 
     Yo vivo abajo, por la 3ª, que es la calle que al final se convierte en la carretera que sale del pueblo. Donde queda mi casa todavía se llama calle, todavía es el pueblo.  Yo, pegado a la ventana entrecerrada lo oí todo, y no solo yo, estaban los pelaitos, mi mamá y hasta el viejo estaba esa noche haciendo caso del toque de queda.  Nadie decía nada, ni los pelaitos movían un dedo, lo único que alcanzaba a escucharse era la respiración del viejo que suena como un silbido quedito y el murmullo de mi mamá que pasaba una bola del rosario después de la otra.  A esa hora ya sabíamos que los de la tienda del río estaban todos muertos, nos lo dijo la vecina, que le dijo la tía, que le dijo su prima, que le dijo el cura.  A esas horas nosotros pasábamos saliva a la espera de lo que iba a pasar.  Ahí al frente de nuestra casa pasaron 4 de los 7, sonaban las botas y yo me los imaginaba cagados del miedo pero con el dedo firme sobre el gatillo.  Los otros 3 se quedaron arriba, vigilando la estación, la alcaldía, la iglesia.   Los que bajaron corriendo iban comandados por Godzilla, el comandante ese negro, enorme, que ese día vino a convertirse en un héroe, el único héroe del pueblo, aunque ese título al final no le duró pa’ toda la vida, después de que hizo lo que hizo por esa mujer, Dolores, pero eso es otra historia, la historia de Dolores y Godzilla.  A los poquísimos minutos de haber oído las botas de Godzilla y los suyos, oímos a lo lejos la camioneta y el cruce de tiros.  11, fueron 11 tiros. Según todos, 9 los hicieron los policías, solo 2 los barbudos.  Godzilla desde ese día, y hasta Dolores, fue el legendario negro que impidió que se tomaran el pueblo.
    Antes de las 4 de la mañana, por fin logré escapármele a mi mamá y bajé por la calle hasta que se volvió carretera, vi la camioneta volcada y los tres barbudos todavía en el piso, como nadando en ese charco oscuro, porque sepan que la sangre de muerto no es roja como uno se la imagina, la sangre de muerto es negra y espesa, horrible.  Mi mamá dijo que no, que así solo es la sangre de malandro, la de la gente buena es distinta, tiene que ser distinta.  Desde ese día he tratado por todos los medios de hacer que el José me conteste de qué color era el charco en el que nadaban sus papás esa noche, él me mira rayadito y no dice nada, yo por mi parte, he venido haciendo mis suposiciones después de preguntarle a la gente por la bondad de esos viejos.

El Darko
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     –Agradezca que no la tiene en la nuca sino en la mano.  Hasta la victoria siempre– murmuró el tipo mirándome con esos ojos de indio.
Ni siquiera la miré, no tenía que mirarla pa’ saber lo que era.  Era mi premio, mi medalla.  La apreté duro entre los dedos y de una zancada me puse al lado de Lucho y la eché en su bolsillo, en el que habían estado los cigarrillos.

–Se llama Manucha, oyó,  como la monita rica que también me merezco. 

martes, 6 de octubre de 2015

LINDA VISTA... LA QUE OTROS MIRAN


En la costa sur de Chiapas se levanta Tapachula, al pie del volcán Tacaná.  Hasta 1821 Tapachula fue  parte del Reino de Guatemala, hoy es el fortín de la línea fronteriza. Aquí, empieza una frontera que supera la idea de una puerta de acceso, este es uno de los puntos de inicio de México, la gran frontera vertical, porque según algunos, la frontera de Estados Unidos se llama Guatemala, como si México con sus aduanas internas a mil kilómetros de su línea divisora, fueran todo él, el límite sur del grande del norte.

Según muchos, Tapachula, y México en general, no son un destino, son solo lugares de paso para los centroamericanos que vienen huyendo de la violencia y las condiciones económicas que amenazan con aplastarlos.  

Palenque, Limón, Coyote, Armadillo, Los Rojos, El Lauro, Las hamacas, son algunos de los embarcaderos donde se aposentan las cámaras, esas balsas que como mesas sobre llantas se usan para cruzar el río Suchiate, que separa a Ciudad Hidalgo, Méxicana, de Tecun Uman, Guatemalteca.  Las cámaras van bogando allí junto al puente de la aduana, como si unos no pudieran ver a los otros, como si unos solo existieran para los otros a veces, a conveniencia.

En la ribera del Suchiate, solo un poco más al sur de Tapachula, empieza para muchos el largo tramo más difícil, el más riesgo rumbo a USA: México, donde la amenaza se viste de tantos trajes, de coyote, de policía, de migra; donde pueden morir, ser detenidos como criminales, ser deportados, robados, secuestrados, desaparecidos.   Y México, el sur del norte, hace grandes inversiones para hacerles el camino más difícil: grandes estaciones de detención, agentes y puestos de control creados para atrapar al migrante y mandarlo de regreso a la casa que lo expulsó. 





Huidos de El Salvador, Honduras y Guatemala (además de Cuba, paises asiáticos, Colombia e incluso África) vienen subiendo, y aun cuando sin duda muchos abordarán la Bestia –aquel celebre tren de carga– caminarán o se harán invisibles en rutas de autobuses rumbo al norte; otros tantos al llegar a Tapachula, están ya en su destino.
La gente en la calle, y el gobierno en sus oficinas parece decir: no vale la pena destinar esos recursos con otro carácter, como garantizar que estén bien, vivos, si de cualquier manera solo van de paso, no vienen para quedarse.  Pero sí, algunos –muchos– vienen para quedarse y se quedan. 





Los zopilotes extienden sus alas imponentes y brincan de una colina a la siguiente.  Incluso ellos tienen precio en Linda Vista, donde no solo se hurga para sacarle provecho al plástico, metal, y papel; aquí todo se vende, y hasta los brujos vienen por los buitres.

Linda Vista, es el nombre de la colonia de Tapachula donde está ubicado, desde hace unos 25 años, el basurero municipal, hogar de zopilotes,  basura tapachuleña y 97 familias Guatemaltecas, la mayoría aún sin papeles para ninguno de sus miembros.


Pepenadores le llaman en México a estos trabajadores que se zambullen en los desechos de otros para encontrar algo de valor, algo que puedan vender a quien quiera reutilizarlo.   Pero este grupo de pepenadores guatemalteco hoy, según unos, no puede vender a quién quiera.  El comprador es solo uno, o varios "prestanombres", el precio lo pone ese comprador monopolico.  Dicen que nos van a mandar la policía o la migra si sacamos el material a otro lado, si le vendemos a otro –dice uno mientras afila su gancho de pescar plástico con una lima de hierro.

Los pepenadores de Linda Vista trabajan al rededor de 11 horas diarias para ganar unos 5 dólares.
Los pepenadores de Linda Vista son Guatemaltecos, ilegales, indocumentados.
A los pepenadores de Linda Vista les amenazan los mismos funcionarios del ayuntamiento, recordándoles que están en su país sin haber sido invitados.
Los pepenadores se organizan a pesar del miedo.
Los pepenadores vinieron para quedarse.










Más fotos:  http://www.anakarinadelgado.com/#!pepenadores-de-tapachula/c56

domingo, 27 de septiembre de 2015

NAARUNE GUUSE (en zapoteco: soy pescador)

Septiembre 18 de 2015.  Juchitán de Zaragoza, Oxaca


El Istmo de Teuantepec, es una multitud de cosas: es la ruta más rápida para cruzar el país desde el Océano Pacífico hasta el Golfo de México, es la línea imaginaria entre Norte América y Centro América, es corredor industrial, es nicho de explotación petrolera, es el lugar con corrientes de aire únicas en el mundo, según los industriales de la energía eólica.
El Istmo, para los locales, más que cualquier otra cosa, es la cuna y hogar del pueblo Binni’zaa, el pueblo Zapoteca.

Desde 1994 empezaron a construirse en el Itsmo grandes parques eólicos en diferentes localidades del municipio de Juchitán y otros tantos, desde entonces el plan no se ha detenido.  De más de 600 aerogeneradores hablan los locales, de más de 21 parques en funcionamiento.

Con índices muy bajo de producción de gases de efecto invernadero, y como una alternativa a la extracción de combustibles fósiles, la obtención de energía a partir de las corrientes de aire que pasan a través de aerogeneradores a mas de 70 metros de altura, ha de ser la opción limpia y alternativa, económicamente hablando, para países como México.   Solución energetica, dicen unos, pero problema territorial y peligro para la sobrevivencia de comunidades y sus tradiciones, dicen otros. 

Allí cerca de Juchitán de Zaragoza y aún en su jurisdicción, hay un pueblo zapoteco con nombre de militar, de presidente, un pueblo que lleva el nombre del General Invencible.   En Álvaro Obregón, Gui’xhi’Ro, como le llama el pueblo Binni’zaa, (zapotecos) desde hace uno meses varios hombres y mujeres están aposentados en el edificio que hasta hace poco albergaba a las autoridades dependientes de Juchitán, hoy están ahí día y noche los comunitarios, los que dicen que este pueblo solo se salva, si se manda solo.

      naarune gusse, rina ace vendda nece venddabua.  (Soy pescador, agarramos pescado y también camarón)

Aquí todos, chicos y grandes, dicen que el mar es su banco.  –Todo lo que tenemos sale del mar, lo que dios pone ahí es para nosotros.  Y ese mar al que se refieren, de donde sacan la sal, las lisas, los camarones y las jaibas,  son dos enormes lagunas del Golfo de Teuantepec, dos grandes extensiones de agua dulce y salada de poca profundidad, la Inferior y la Superior separadas por la Barra Santa Teresa, y entre las lagunas y el Mar abierto, la Barra del Mar Vivo.
Justo en la Barra Santa Teresa, una extensión de tierra y mangle, es donde Mareña Renovables, la empresa española, planea poner los “ventiladores” como llaman los locales a los enormes aerogeneradores. 
En Álvaro Obregón, las elecciones se detuvieron, se organizaron policías comunitarios con caucheras y machetes y la comunidad se dividió entre los que apoyan a los comunitarios para defender su mar de los megaproyectos y los que abogan por su entrada, asumiendo que serán más las ganancias que las perdidas.  Los Comunitarios y Los Contras.  La policía comunitaria y la gente que piedra en mano, o con un puñado de conchas se defienden de la policía federal o municipal que llega con los contras y Mareña a tratar de entrar a instalar los ventiladores.

Y aun cuando aquí se ve el maíz alto y esbelto en la milpa, y hay sembradíos de calabaza, frijol y ajonjolí, la gente  subsiste gracias al mar, los hombres salen a pescar y las mujeres cocinan lo que ellos traen, y lo que sobra tras comer todos en casa, se vende en el mercado.

–Aquí hay chingo de peces, robalo, roncador, lisas, jaibas camarón; pero si ponen los ventiladores no va a quedar nada.
Eso dicen ellos, aunque Mareña dice lo contrario.  Ellos dicen que el cable que tiraran en el lecho del mar, la entrada de grandes barcos que traerán el material de construcción y la eterna luz que emanan los ventiladores espantará a los peces.  Dicen que el mangle morirá al enterrar a muchos metros de profundidad los ventiladores y que los canales de comunicación submarinos entre las lagunas quedaran cerrados.  

–Las aves y los murciélagos quedan ahí tendidos, porque las aspan los rajan, se atraviesan en su trayectoria y se mueren.


Dicen además, y lo pudieron comprobar una vez ya, que la entrada de los lugareños quedará restringida, tendrán que pedir permiso a los foráneos para entrar a su mar a pescar y si lo consiguen, tendrán que hacerlo según sus instrucciones y en dónde ellos determinen, no cómo lo han hecho por siglos en las lagunas sagradas donde aun hoy, según dicen, gente de otros pueblo aún hace ritos para comunicarse con el trueno y el mar, donde todavia puede merodear el mítico Tileme, animal monstruoso que solo los antiguos vieron.

Los comunitarios se atrincheraron en lo que ellos llaman La Barricada, la antigua hacienda del fundador del pueblo, otro militar, hoy experiemnto de granja. Los comunitarios se tomaron la sede del poder local.  Los comunitarios retuvieron una patrulla de la policía.  Los comunitarios se reúnen a la sombra de los almendros y los mangos.  Los comunitarios y su emisora en zapoteco.  Los comunitarios y el apoyo de los muchachos de otros estados que dicen que más que anarquistas son personas.   Los comunitarios de Álvaro Obregón junto a las otras poblaciones hoy reunidas en la Asamblea de los Pueblos Indígenas del Istmo de Tehuantepec en Defensa de la Tierra y el Territorio, se niegan a que un gobierno que no los conoce, que no tiene una conexión sagrada con sus costumbres y tradiciones decida, sobre su territorio y sus formas de vivir.

–Nosotros no solo queremos que no entre Mareña, lo que queremos es vivir comunitariamente, sin esclavizarnos unos a otros, que haya para todos, dice un policía comunitario rumbo a la Barra para, en medio de la noche, dejar la lancha lista con la que alguno pescara el día siguiente.

Dicen que las cooperativas hoy, y antes todos, trabajaban empleándose unos a otros, el dueño de la lancha llevaba algunos pescadores y les pagaba una pequeña suma por su trabajo, ahora a bordo de una camioneta, van 9 hombres comunitarios, ninguno es empleado de otro, todos trabajaran desde antes de que el sol despuente hasta que las olas sean muy altas,  el botín se repartirá en partes iguales y cada uno llegará a casa con un costal lleno de pescado y jaibas.





El cayuco (balsa) se aleja unos 150 metros de la orilla para extender la red.



Extendiendo la red

Los pescadores se alinean para halar la red hacia la orilla

Los pescadores se alinean para halar la red hacia la orilla

En el Cayuco va extendiendose las dos redes de unos 3 mst de ancho por 50 de largo


Con una bara de madera se impulsa en cayuco

Pescador sostiene la punta de la red


pescadores esperan para halar la red




pescadores halan la red hacía la orilla


pescadores se preparan para repartir el botín del día

cada pescador con su costal con pescado y jaiba


martes, 22 de septiembre de 2015

APACHES Y GACHUPINES, BATALLA NEGRA EN LA COSTA CHICA


Septiembre 16 de 2015.  San Nicolás, Guerrero

En un esquina cualquiera en el centro del DF, un hombre con la cara llena de dobleces, dice a otro, periódico en mano, que no, que no es cierto, en México no hay negros, y si los hay, deben venir de otro lado.
Cubanos, congos, afromexicanos, afroamericanos, afrodescendientes.  Negros.  Aún hoy, según dicen, en los censos no hay casilla para los que se identifican con un grupo humano que no es indígena, y que no es lo que tan imprecisamente llamamos mestizos, un grupo en cuya piel parece verse más directa la ascendencia de los esclavos desarraigados de África en la conquista.

En  Cuajinicuilapa, municipio de Guerrero, ubicado en la Costa Chica, allí en los límites con Oxaca, una mujer de piel muy oscura dice que sus vecinos sí son negros a diferencia de ella.  Aquí, donde aún alguna institución recuerda las antiguas casas de barro y zacate con techo redondo, otra bella mujer, de vieja belleza, habla de un huevo frotado  y algunas hierbas para curar, recita versos picantes y dibuja con palabras una cruz en el suelo y un niño muerto  que arrullan mientras el llanto de la madre resuena.  Aquí no solo la piel es  prieta y el cabello rizado, aquí algo indefinido pervive en las viejas tradiciones, los versos, los “tonos” o secretos animales gemelos, la sombra que escapa del cuerpo, el baile, la música.

Según dicen, los barcos negreros llegaron a Veracruz, sobre el Atlántico, pero algunos mexicanos aposentados a borde del Pacífico, recuerdan  haber oído desde niños la historia de aquel barco grande que dejó a los abuelos de antes en lo que hoy son las costas de Cuaji.  A lo mejor el barco no llegó a Cuaji, pero los negros sí, negros cimarrones, negros que huían del altiplano o de  plantaciones cercanas.
Los negros llegaron con los españoles, y en estas tierras muchas veces fueron capataces y vaqueros, mano de obra de un gran latifundista que recibió a los huidos, por eso la relación entre los indígenas y los negros en ese primer contacto fue por lo menos hostil.  
Los indígenas son los hijos de esta tierra; los españoles, los extranjeros saqueadores; los negros, nada, los sin casa.


La noche del 15 de Septiembre en todo México se gritó aquello de ¡Viva México!, eso dicen los periódicos, otros dicen que no hay nada que celebrar, que el grito no es un festejo, es un aullido de dolor.   En el ayuntamiento de Cuaji por las festividades se ven tendidos pendones con los rostros y nombres de los próceres, criollos nacidos en la Nueva América que lucharon por un relevo de poder al que solo tenían acceso los peninsulares.  El poder lo lograron, para negros e indios la cosa sigo como venía.  Las caras de los próceres podrían ser todas la misma, muy blancas, muy severas, todas igualitas, aun cuando en los libros de historias y a viva voz en las calles se dice que algunos de ellos no era tan blancos, como el ex presidente aquel cuyo cuerpo quiere volver a suelo mexicano a un siglo de su muerte, al parecer, al principio de sus gestas era un moreno que en su ruta de ascenso al poder la historia fue blanqueando.

Tras la noche del grito, se desfila y celebra la independencia con actos cívicos, en San Nicolás de Tolentino, jurisdicción de Cuaji, la celebración es una batalla.  


Desde muy temprano todo es agitación, unos cuantos orgullosos con traje rojo y coronas de papel beben un tequila, dos, tres, las cerveza pasa de mano en mano y las cajas se apilan en la esquina.  Entre los paisanos, unos sin ningún distintivo preparan como en secreto los “cuetes”, mientras en una casa de la calle principal se sirve caldo con tortillas para todos y se preparan los treinta pollos para la barbacoa.

Los del vestido rojo y flechas con olotes en la punta, son los Apaches.  –Indios, pues.  Somos los indios, dice un negro con arco y flecha.
Los otros, los sin uniforme que preparan las antorchas y amontonan la pólvora, son los Gachupines, los españoles.
Unos tienen a su reina, la América, una bella quinceañera de mirada un rato dura, una rato seductora.  Los otros, su reina de España, corona, capa y cetro.   Con América su guardia gay, con la reina, una modesta corte y dos niños edecanes.

Los apaches bailan en filas junto a la América y los paisanos saben que se aproxima el momento de la huida, las puertas cerradas, las ventanas entre abiertas para alcanzar a husmear.   De repente suenan los primeros estallidos, los gachupines empezaron la guerra.  Los apaches corren al encuentro y empieza la persecución.  En la esquina, una emboscada de cuetes, mientras la América avanza entre su guardia personal rumba a la iglesia.  Los gachupines atrapados son detenidos y conducidos a la cárcel, los olotes en las puntas de las flechas vuelan y se estrellan en la espalda de los enemigos mientras la pólvora rastrera avanza por las calles y se estrella con pies y hace saltar a los curiosos.

La América arriba a la iglesia y suena la campana, aunque los gachupines continúan encendiendo las mechas un rato más, la batalla ha terminado.
Ganó la América, siempre gana, esta es una batalla apasionada donde los perdedores, que lo son de antemano, orgullosos dan la pelea.

La América


Guardía de La América
Flechas de los Apaches


Cuetes de los Gachupines

Los Gachupines encienden sus cuetes.






Los negros y “mestizos” de San Nicolás juegan a los indios y los españoles, a los indios cuyo nombre no tienen nada que ver con el Sur de México,  si con los enemigos de los españoles en la conquista por allá en el noreste de México y Arizona.  En la guerra entre calles de San Nicolás no hay afros, ni criollos, solo América y la reina, el fuego y el maíz, indios apaches y bandoleros extranjeros.

Mientras los antropólogos y demás estudiosos, la diáspora africana y otros intereres hablan de la tercera raíz, de lo afro, del empoderamiento, la gente de San Nicolás brinda con cerveza entre el humo suspendido de la pólvora y la América, rabiosa, le arrebata la corona a la Reina que bajo el ala de su madre se aleja llorando de la fiesta.