lunes, 4 de agosto de 2014

EL CLUB DE LOS RABIOSOS (XI) Impunidad (Por: El Darko)


Si pudiera elegir un don, un súper poder diría alguno, pediría impunidad.  Pediría ser un monstruo, un bicho tan malo que hasta a una santa viejita se le antoje golpearme en la cara, castigarme con mano dura. Pido ser un monstruo, pero uno libre, uno que se salga siempre con la suya.  Quisiera andar orondo por el atrio de la iglesia, voltear a mirarla,  echarme la cruz con la mano derecha, escupir algo espeso abajito del portón gigante y seguir de largo sabiendo que acabo de cometer una lista larga larga de crímenes y maldades, como si con disimulo le hiciera pistola al Dios que vive enjaulado en ese edificio. Lo que quisiera es estar seguro, haga lo que haga, que al final todos terminan muertos menos yo.  Me veo tendido en una hamaca mirando a mi alrededor y echando una carcajada miedosa, una risa de villano que sacuda el suelo. Imagino mi cara y es como si solo faltara que una lista de nombres infinita, como en las películas, empezara a rodar sobre mi risa congelada donde se alcanzan a ver claramente mis colmillos largos y una calza que hoy es negra, pero que un día será dorada. Ese sería un buen final para mi, un final de película. Impunidad, solo pido impunidad, el resto lo pongo yo.

Es que lo que no admito, lo que me parece una canallada es que el castigo lo alcance a uno por más que corra a través de un laberinto de calles.  Como aquella vez, llevábamos todas las vacaciones haciéndolo tranquilos, como unos profesionales, que si nos viera cualquiera se sorprendería, pero justo ahí estaba la maestría, no nos veía nadie.  Aunque fueran filas de carros las que estaban detrás de la camioneta a la que nosotros nos encaramábamos en un momentico aprovechando el trancón, nadie nos veía.  Éramos dos arriba y dos abajo, los de arriba sacando cuanta cosa nos cupiera en las manos, y los de abajo corriendo o en un cicla, con una camiseta grande que servía de red para recibir lo que los otros lazábamos desde el camión. Luego corríamos monte adentro llevando nuestros tesoros. Pero eso fue esa vez, esa única vez, que por no se qué derrumbe la ruta se desvío, y se desvío tanto que fue a dar hasta el pueblo.  Llegaban decenas de camiones, tractomulas, motocicletas y pequeños automóviles que enlataban a familias numerosas.  Todos tenían que pasar por el pueblo durante esos diez días que duró la gloria.  Y yo embelesado como andaba con eso de asaltar camiones como zorros invisibles no me di cuenta, no vi que lo que tuve al frente durante diez días fue mi puerta de salida, mi ruta de escape de este pueblo-cementerio donde todos somos almas en pena.  El Trompas si lo vió, dicen que fue más bien un accidente, un secuestro, pero para mi que el Trompas con lo tonto que parecía logró vernos la cara a todos, consiguió salir del pueblo en un carro rojo sin dejar ningún rastro.  Yo no, yo estaba ocupado por esos días acumulando 4 bultos de harina, 9 cajas de Cocosetes, doce cobijas y 17 maravillosas pacas de cigarrillos; eso entre los tesoros más valiosos, porque también nos tocaron bolsas de ropa sucia, libras y libras de yuca que tiramos al río, y hasta una gallina que escondimos en el lote detrás del colegio donde logró poner tres huevos antes de morirse, según el Negro de pena moral.

Fumábamos un cigarrillo detrás del otro mientras esperábamos a que cerraran el paso en una dirección para que avanzará la otra, y ahí era cuando elegíamos el camión y lo asaltábamos en silencio. Nunca nos quedábamos dentro más de quince segundos, era solo cuestión de elegir casi a ciegas lo primero que tuviéramos a mano, lanzarlo y salir antes de que el camión se pusiera en marcha. Todo iba bien, esa carretera para nosotros era el reino de la impunidad, hasta que elegimos ese maldito camión de estacas y cabina verde oliva. Nos subimos, y al abrir una caja descubrimos que lo que había adentro eran botellas, botellas de trago, guaro caro que donde el viejo Cantor nadie pedía pero todos querían probar.  Los ojos nos brillaban, los sentía centelleando como si hubiera mirado el sol por mucho tiempo. Sin hablar nos dijimos que sí, que nos la llevábamos toda y empezamos a tirar con cuidado las botella a los dos de abajo.  Una, dos, tres, cuatro, ocho, nueve.  En la caja quedaban todavía más de diez botellas y en ese momento se me atravesó la imagen de nosotros tirados junto al rio tomándonos el trago que nadie en el pueblo podía pagar, derramándolo en el suelo pa’ que beban las ánimas, un chorro, un litro, dos litros pa’ los muertitos. Y cuando el Flaco estaba por bajarse del camión lo agarré por la camisa.  Él me miró asustado y siguió lanzando botellas pa’ fuera. Y entonces, cuando vimos a los otros dos hacerse chiquitos y perderse entre los matorrales fue cuando nos dimos cuenta que el camión se movía con nosotros dentro.  Rapidito el Flaco y yo abrazamos unas cuantas botellas y nos lanzamos del camión en el mismo momento que el conductor dio un volantazo saliéndose de la carretera y frenó de golpe.  Los dos terminamos en el suelo sobre un charco agrio de aguardiente y vidrios rotos. Lo próximo fueron las patada. Mi estomago, mi oreja, la espalda del flaco, su nariz.  ¡Castigo, puto castigo! pensaba mientras caminaba por el atrio pegado a las faldas de mi mamá, la gente miraba mi enorme oreja colorada y palpitante, mi oreja avergonzada. ¡Castigo, puto castigo! O tal vez no, si es imposible huir del castigo, si definitivamente no se puede, pues me lo quedo, que venga el castigo si es una garantía de que se hablará de mis hazañas.  Quién sabría de los villanos si el castigo no los hubiera hecho famosos. El castigo inmortaliza, lo pienso y de pronto lamento no tener un ojo morado que hiciera pensar a todos en el pueblo y decirse unos a otros –si él quedó así, ¿cómo habrá dejado al otro?