miércoles, 28 de mayo de 2014

UN CUENTITO MIGRANTE O EL OJO DE ÁFRICA

–No me vas a hacer daño con eso, ¿cierto? –Me preguntó él con su barbilla proyectada hacia delante y los hombros caídos, como profundamente agotado.
–No, ¿cómo podría hacerte daño con una foto? 
Y ahora sé que era mi pregunta la muy irracional.  Lo dije titubeando y lo repetí una vez más, como para que yo misma lo entendiera. 
–¿Cómo podría hacerte daño con una foto?  
Lo decía con mi mano aferrada a la cámara, preparándome a resistir. Los dos se habían aproximado a mí después de descubrirme a unos cuantos metros agazapada en la banca desde donde veía la fachada de la peluquería y a ellos de espalda a mí, conversando.  A veces estaba únicamente él allí sentado, y cuando estaba así, solo, parecía a punto de quebrarse, de romperse en pedazos.  Al notarme por fin, algo se dijeron, me señalaron con sus índices y empezaron a caminar a zancadas hacia mí, como si pensaran que podía darme a la fuga en cualquier momento.  No tenía ninguna intención de irme, al menos no entonces.  
Desde mi lugar en la banca se veían enormes. Durante un par de segundos fueron para mí dos grandes negros irritados y amenazantes.
–¿Por qué nos tomas fotos?
–Tiene que pagar.  Mis fotos tiene que pagar.

Por un momento alcancé a preguntármelo, ¿qué hacia en el barrio de inmigrantes a media cuadra de la manzana de las putas? Mientras ellos repetían una y otra vez las mismas preguntas, tuve tiempo de contestarme: es medio día y este lugar no se ve ni la mitad de peligroso que su equivalente en casa, en mi ciudad.  Y por qué no, de cualquier forma no planeaba quedarme allá abajo en la calle larga y angosta atestada de gente que, cigarrillo electrónico en mano, deambulan por los almacenes que venden casi todo, casi nada.
–Paga. Tiene que pagar –Le dijo 2Pac, el más grueso y de mirada intimidante al otro, al delgado, al callado, a El Ojo.
Yo, que seguramente me veía disminuida, los miraba intimidada en contrapicado hasta que 2Pac con un golpe amigable en la espalda de El Ojo, soltó una carcajada y dijo algo en un idioma ininteligible para mi.
–No me vas a hacer daño con eso, ¿cierto?– dijo dulcemente El Ojo mirando primero la cámara en mi mano y luego directamente mis ojos. 
Luego se sentaron, o yo me levanté.  Luego caminamos hacía la peluquería porque yo quería fotografiarla o porque ellos querían que la conociera.  Yo miré unas dos o tres veces el reloj en mi muñeca derecha.  El Ojo también miraba mi reloj, quería que yo lo olvidara. 
2Pac, felicidad ruidosa, se pavoneaba por ahí. Entraba y salía de la peluquería, iba calle arriba, calle abajo; saludaba a uno, conversaba con otro en una esquina.  Mientras tanto yo accedía a una cerveza en el bar de al lado.  Dos Estrellas y cinco olivas.Allí, sentados en el bar oscuro, viejísimo y bello, hablamos sin prisa, como desde la distancia. 
            –No, casada no. 
–Yo tampoco. Todavía espero a la mujer, una buena, la más buena.
Una Estrella más, bebo rápido.
–Colombia. 
–Ah, Latinoamérica.  La he visto por televisión. 
–Me imagino lo que habrás visto. 
            –Es bonito.  Se ve bonito, como Mali.  
Otras cinco olivas gordas y brillantes.
–¿De Mali?
            –No. Si. No, de Nigeria.  También de Mali, pero mejor de Nigeria. 
Dos Estrellas más y el barman nos advierte que pronto cerrará, es la hora de la siesta.
–¿Musulmán?
–No, católico. ¿Tu?
–No, yo nada. No me gusta lo que las religiones representan. 
–Dios no deja de existir solo porque tu no creas. 
–¿No?

            La siguiente Estrella la tomamos en la peluquería. Su fachada de piedra era compartida por tres edificios altos y angostos con entradas grandes, oscuras, como bocas desdentadas.  En los balcones había tendida ropa de colores, banderas de lugares que desconozco, antenas parabólicas.  Allá una mujer de generoso busto miraba aburrida la calle.  Dos ventanas más arriba un niño lloraba enganchado a  los barrotes junto a la estatua de la virgen desgastada y triste que descansaba entre dos edificios, a la altura del tercer piso.
El interior de la peluquería era de un feo verde manzana. En las paredes se veían afiches que mostraban los cientos de peinados tal vez solo posibles en un pelo como el suyo, negro, de negros, pelo de África.
–No los sé hacer todos, pero puedo hacer muchos. Este, este, este. –El Ojo iba señalando una a una muchas fotografías mientras yo imaginaba mi cabeza blanca de pelo quebradizo decorada con esas formas asombrosas.
Cinco olivas más con las dos Estrellas que trajimos del bar.  Allí, en la peluquería, hablamos menos o, más pausadamente en medio del movimiento aletargado del lugar.  2Pac entraba y en su balbuceado español me preguntaba si yo lo conocía, a 2Pac, el original, el rapero gringo. 
–El más grande. El mejor.  Yo soy él.  –Y se levantaba el cuello de la chaqueta de pana tal vez muy pequeña para su cuerpo grueso–  Soy el Elvis Suizo en España.
Y mientras hablaba no dejaba de contemplarse en el espejo grande que ocupaba un gran fragmento horizontal de una las paredes.  En la de al lado, la del fondo, había una puerta que todos se esmeraban en mantener cerrada y aunque yo me contorsionaba en mi silla de peluquero para alcanzar a atisbar el interior, no pude ver más que negrura y a lo mejor una escalera que subía.  La puerta era abierta y cerrada por muchos, primero El Ojo, después aquel hombre grande y callado, 2Pac, la chica de 2Pac que fumaba sin parar como en medio de un delirium tremens.  Ahora sale otro africano menudo, otra vez 2Pac, es el turno de aquel grande y risueño, atlético como un jugador de baloncesto. Abren, cierran, abren, cierran, no sé qué pasa allá adentro.
            –La peluquería va bien, gano mucho dinero.
–Pero desde que llegué no ha venido nadie. 
–Hay días más lentos que otros. En verano hacen fila afuera –dijo él mientras yo miraba de reojo a la chica que fumaba, mordía sus uñas y me observa como dese el infierno.
–Pensé que estabas con alguno de ellos, de los africanos –Me dijo ella con su acento de local cuando El Ojo se alejó. 
–No, soy una visitante fugaz. 
–¿Fotógrafa?
–Aja.  
La chica estaba embarazada, el anterior hijo se lo quito el estado, al parecer consideraron que no era apta para cuidar de él. 
–Este no me lo van a quitar. Tengo un plan. 
Sí, tenía un plan.  Seguiría cobrando el paro como tantos otros, pero además se sometería a un tratamiento de desintoxicación y ese compromiso incrementaría el pago que el estado le hacía.  Con lo que quedara de ese dinero, después de unos tres meses en la clínica, se marcharía a Suiza con 2Pac. 
–Allá se vive mejor, aquí no hay nada.  Las ayudas son más altas allá que en ningún otro lugar.
2Pac, no dejaba de decir que ese es el paraíso, donde estábamos era para él algo así como un moridero frio y agresivo aunque feliz.
–Allá dinero, pero no contento.  Aquí contento– decía él.

El Ojo me miraba desde lejos y, junto al basquetbolista que no era tal, nos fuimos a un edificio de allí cerca, uno de esos que recuerdan fotografías de la Habana vieja, edificios que una vez fueron señoriales y que hoy son enormes y lúgubres inquilinatos de inmigrantes y prostitutas que conversan en la entrada.  Ese debió ser un gran momento para plantearme aquella pregunta de hacía ya horas: ¿qué hago aquí?  Iba considerando contestarme mientras subía unas escaleras angostas y húmedas.  Seguía pensándolo incluso cuando entramos al cuarto aquel.  Sobre una cama doble estaban sentados dos enormes hombres, uno de Nigeria y otro de Ghana que me miraron sin mirarme mientras me sentaba en el sofá que, como en un tetris, encajaba perfectamente a los pies de la cama.  Al frente había una mesa cuadrada que quedaba ajustada a un mueble modular vecino de otra mesa donde reposaba el tv en el que se transmitía una comedia romántica gringa.  Se hizo la compra y fumamos sin prisa entre las banderas de Ghana y la mirada distraída de esos enormes hombres.  Aquel, el más viejo con acento de Brooklyn trataba de charlar conmigo, era algo así como la única familia de El Ojo estando tan lejos de casa.  Parecía querer asegurarse de que El Ojo estuviera bien acompañado, detectar cualquier señal de peligro proveniente de la chica blanca, la latinoamericana con la enorme cámara aún colgada del cuello.  Como si la chica blanca en un cuarto con cuatro africanos provenientes de países tanto o más violentos que el suyo no necesitara protección.  Y no, no la necesitaba. Era como si hubiera sido invitada a casa de unos amigos que me mostraban su intimidad, que no me temían y no les temía. 
–Nigeria no es tan bella como Malí, pero se vive mejor.  Si yo te llevara podrías ir y estar tranquila. De otra forma no. Es peligroso para una mujer como tú.
Como yo. Una mujer como yo.  Las palabras de El Ojo rebotaban en mi cabeza que parecía tapizada con algodón.

Luego, caminando por las callejuelas que relucían con la luz amarilla de un atardecer que parecía no acabarse, hablamos los tres sobre Malí.  El basquetbolista quería regresar pronto allí, estar tan lejos era temporal, era para juntar dinero y regresar a casa, a su esposa, a sus hijos, a su familia que lo espera.  Pronto compraría una camioneta y haría la gran travesía.

–Vámonos los tres.  Vamos a Malí. Tengo que llevar dos coches, yo conduzco uno y tu conduces el otro. 
Alrededor de ocho días decía él que duraba la travesía.  Primero, desde ahí a un puerto en Barcelona. Un barco a Tanger. Ya en Marruecos, de nuevo a conducir hacía el sur, atravesar el Sahara hasta Mauritania y ahora si, del otro lado de una frontera, Malí.  Alcanzo a imaginar como brillaban mis ojos pensando en la aventura. 
–Vamos. Pronto, en diciembre o enero. 
–Yo puedo traerte hasta aquí. ¿Cuánto cuesta un boleto desde Colombia?  –Yo río como endemoniada– Y los papeles también. Yo no tengo todavía, pero puedo hacerlo para ti. Puedo hacerlo todo. –Dice El Ojo y parece decirlo tan en serio como que dios existe a pesar de mi incredulidad. 
Estoy segura que sí, no mentía, seguro puede hacerlo todo, y mientras pensaba en esto, en seguida la peluquería apareció en mi cabeza.  Imaginaba los otros negocios, las otras historias que se ocultaban tras la puerta aquella.  A lo mejor esa puerta, como los listones del piso en El corazón delator, esconde el otro Ojo, uno menos dulce, menos cálido, un ojo turbio y mezquino.

Tras los desvaríos sobre el Mediterráneo, el desierto y un Malí que se me antoja misterioso y lejanísimo, yo partí rumbo a mi casa temporal. Una sola noche más mas acogería esa pequeña ciudad, al día siguiente me alejaría a otro rumbos. El Ojo caminaba a mi lado, un poco más atrás.  Casi no hablaba.  Yo tampoco hablaba, pero pensaba en él, en 2Pac, en Ghana, en Malí, en Nigeria; pensaba en este -el otro lado- el lugar de las esperanzas casi siempre rotas.
–Cuando te vi, pensé que eras mi suerte –lo decía con algo parecido a la tristeza, a la nostalgia– Eres tu. Eres la mujer buena. 

Mientras yo cruzaba el puente sabiendo que él miraba cómo me alejaba, tenía la certeza de que no lo volvería a ver.  Nunca más veré a El Ojo, El Ojo de África.



jueves, 1 de mayo de 2014

EL CLUB DE LOS RABIOSOS (X): Trabuco (Por: El Darko, Lucho y el Flaco)

El Darko
***
     Por lo menos me subieron unas cervecitas, y ya con esta bulla que forman puedo dejar de escuchar tanta musiquita de la vieja Cantor.  Además con esto de estar ganando la guerra contra el ejército -que ya está casi listo- viene siendo hora de que empecemos a hablar de lo que hay que hablar.
–¡Entonces qué Lucho, el Flaco ya le contó la belleza de librito que se encontró?  Vea, es para hacer pistolas con tubos y pendejadas.
  
Lucho
***
A mí no me habían dicho nada de armas y tubos, yo había estado en la piedra con el Darko, mirando pa’ afuera, mirando para el monte que rodea el pueblo, allá donde nos decían que quedaban otros pueblos, otras gentes. Ahí estuvimos, como tantos días, los dos sentados con una botellita de vino que el Darko se había robado de la casa cural ese sábado que se le perdió a la mamá cuando la estaba acompañando a confesarse para estar lista para la comunión del domingo.  Tomábamos de la botella y fumábamos del mismo cigarrillo porque no teníamos muchos, y ahí fue que yo le conté de la morenita, que me quedaba como muerto cuando la veía pasar, que la lengua se me ponía pegajosa como si hubiera bebido mucho y no me salía ni una sola palabra, y la muy miserable ni siquiera me daba una miradita ni nada. Él se reía y golpeándome la espalda me decía que ya llegaría el día de darle a la muchachita lo que ella de verdad quería, pero tocaba ser hombre primero para no quedar mal con la morena.
     Luego de varios tragos más y uno o dos cigarrillos, empezó a hablar de la pandilla, de que había que hacer algo grande para no ser como todos los demás, que era necesario emprender un viaje, botar fuego por la boca como esos acuerpados de los circos, que había que tener armas y ser fuertes, que había que ser hombres, pero esa era una de tantas conversaciones embriagados con vino y con tan poco que mirar desde la piedra. Pero de ahí a tener armas y disparar, había una distancia grande.

El Darko
***
     A mí lo de las pistolas armadas con basura cualquiera me parece medio indigno para uno que quiere las cosas siempre de verdad, pero al final da lo mismo: tenerlas y hacer tiros a blancos que también podemos armar de cualquier forma.  Lo que no es lo mismo es estar de soldado, es que no, que porque el dizque papá fue soldado, porque uno va a ser un vago cualquiera y lo único que le quita esas mañas es meterse al monte.  No, cualquier cosa menos soldado.
                                    

El Flaco
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–Estas cosas solo se hablan si se bajan con alguito.
     Con el destapador que tengo amarrado con un cordón de zapatos al pasador de la pretina del pantalón, abro las botellas de cerveza.  Sin que ellos se den cuenta, siempre abro dos para mí, como ellos beben tan lento yo no tengo problema de esperarlos para abrir la otra ronda, siempre y cuando tenga la otra escondida detrás de la espalda.  Y nada mejor que la cervecita en estos momentos como tensos, donde el Negro mira de reojo al Darko, que se ríe con el cigarrillo colgándole del labio. Lucho mira pa’l piso, y niega suavecito con la cabeza.  A mí en últimas me da lo mismo, en lo que sí estoy de acuerdo, es en eso que dice el Darko: que hay que hacer algo grande, que hay que ser hombres, no como los papás de uno, que se conformaron con esto, con esto que al final no es nada.
     El librito ese me lo encontré por puro accidente.  Porque para empezar yo no tenía nada que hacer en la casa del careculo ese que nunca sale y según dicen esta medio loco, por  pensar demasiado dice mi mamá.  Yo no sé por qué será, pero ese día que mi mamá estaba bravísima conmigo porque llegué tambaleándome a la casa, y cómo ella sabe que ya las duchas con agua helada a media noche no me hacen ni cosquillas, pues me castiga más feo. Me obliga a ayudarla en la tienda, y ayudarla no quiere decir quedarse en el local esperando que pase una niña bonita, no, me toca madrugar a traer mercado de la plaza pa’ que mi mamá lo venda más caro, y luego todo el día cargue cajas y ordene vitrinas, y trapee y trapee, como si ese piso de cemento un día fuera a brillar como espejito. Pero ese día el viejo careculo llamó a mi casa y le hizo copiar una lista larga a mi mamá, y entre seguir trapiando y llevarle el mercado al viejo, pues prefiero la calle. 
     Yo que toco en la entrada y la puerta que se abre, como en las películas de miedo, y yo parado ahí como hecho piedra, de pronto suena la voz del viejo careculo desde adentro, una voz como de ultratumba que me decía que siguiera.  Yo entré y vi esa casa toda oscura, y eso que eran como las diez de la mañana, y no había ni fotos, ni cuadros, ni nada en las paredes de ese pasillo largo.  El viejo caminaba delante mío, despacito, medio chengo, ladeándose y rozando las paredes del pasillo. Cuál loco, pensé, lo que es, es un borracho. El viejo sigue caminando y al final entra a un cuarto y yo ahí parado en la puerta. El viejo se pierde, como desaparecido en ese cuarto que se veía todo negro.  Y de pronto se prende una luz y lo único que hay en el cuarto son libros y libros, las paredes desde el piso y hasta el techo alto, llenas de estantes de libros.  El viejo me hizo un gesto con la mano y yo entré todo tímido con esa bolsota de mercado entre los brazos. Y no fue sino poner un pie adentro y sentí ese olor a muerto, como a podrido que me aguaba los ojos. El viejo todo barbudo se sonrió y salió del cuarto.  Cuando iba cruzando la puerta, sin mirarme, dijo que lo esperara, que iba a buscar la plata.
     Yo solté la bolsa al piso pa’ tener las manos libres y taparme la nariz y la boca, que si seguía oliendo eso me vomitaba sin mucho aviso.  Me puse a caminar por el cuarto, así todo temeroso, y cuando veo que una filita de libros esta sostenida por un trabuco, una de esas armas que no son como las de los soldados, son armas hechizas.  Yo me acerqué ya sin taparme tanto la nariz, y la agarré, pesaba harto. La miré por todos lados, pero lo que no me di cuenta, fue que cuando la agarré en mis manos los libros se empezaron a resbalar, y entonces prummmmm se cae uno al suelo, y qué estruendo.  Yo del susto casi suelto el trabuco, miré pa’ la puerta no fuera que el loco careculo me estuviera viendo y, como no estaba, me agaché rapidito y recogí el libro. Lo estaba acercando al estante cuando me doy cuenta que en la portada había un dibujo de un trabuco, casi igualito al que tenía en mis manos, volví a mirar la puerta y sin pensármelo mucho, solo imaginándome la alegría que le iba a dar a los muchachos, me lo guardé entre la camisa.  Puse la pistola otra vez en su puesto y volví a ponerme al lado del mercado, contento, ya casi sin pensar en el olor a muerto.  Me giré un poquito, cosa de ponerse más cómodo, cuando voy a dar con una mesa gigantesca. A lo lejos se escuchaban como pasos del loco, y yo que estoy en eso de escuchar, de oler tanta podredumbre y pensar en lo que tenía entre el pecho y la camisa y veo que ahí al ladito mío, sobre la mesa, hay una cabeza, los puros huesitos, toda redonda, como amarrilla, con los dos huecos grandes y negros donde debieron estar los ojos alguna vez, y meto qué grito. Sin dudarlo mucho salí corriendo, no fuera que la próxima cabeza que adornara la mesa del loco fuera la mía.
Detrás mío, lejos, escuchaba al viejo gritándome:
–la plata, mocoso- 
     Yo abrí esa puerta y corrí y corrí, y no paré hasta llegar a mi casa.


El Darko
***

–No me van a decir que les dio miedito, pero si no vamos a matar a nadie, no es pa’eso Lucho.  Es pa’alistarnos, pa’que cuando llegue el día de hacer algo grande, nadie se le pueda parar a uno al frente