lunes, 4 de noviembre de 2013

LOS RUMORES DE MI MUERTE



      La gente todo el tiempo toma decisiones que son por lo menos estúpidas, extrañas. Mi decisión en cambio, la más importante, la que posibilitó que esté ahora entre este cubículo de madera, no es especialmente dramática o radical.  Mi decisión desde hace algunos años fue dejar paulatinamente de hacer y deshacer.  Mi decisión, madura, adulta, consiente, fue no hacer absolutamente nada. Suena sencillo, incluso suena al argumento de un holgazán, de un sujeto sin ambiciones o disciplina, pero es todo lo contrario. 
Desde muy niño siempre me he sentido profundamente agotado, hastiado, como lanzado a la fuerza a un mundo al que no pertenezco, un mundo que patalea y se retuerce, un mundo que grita. Mamá decía que había nacido cansado, que incluso me negué a colaborar con mi propio nacimiento; tuvieron que sacarme a la fuerza y darme un buen golpe para que despertara y diera mi primer respiro. Mi mamá ingenuamente solía decir que el nido que ella me proporcionaba era tan cómodo que yo no quería abandonarlo. Pero no, solo no quería esforzar mi cuerpo para conseguir absolutamente nada.  
Cuando tenía unos diez años tuve una epifanía, de pronto lo supe. Habíamos ido todos juntos a la hacienda, mi mamá, mi papá y todas mis hermanas. Cinco hermanas tenía yo. Mi casa era el imperio de las mujeres. Cualquiera pensaría que eso tenía algún tipo de ventaja, pero no, todo eran dramas y manías femeninas. Mi papá era un pelele y yo algo cercano a una muñeca de trapo para ellas, pero lentamente me fui volviendo el diablo entre mi familia, un diablo taciturno, la estatua de un diablo.
En ese que parecía un viaje como cualquier otro, ya que mi familia solía ir la hacienda por lo menos una vez cada par de meses, fue en el que conocí a La Gágola, y mirándolo detenidamente alcancé a entrever mi destino.  
Desde el mismo instante en que mi papá sugería visitar la hacienda se desataba el infierno. Las seis corrían como gallinas, cuchicheaban, recogían, doblaban, compraban, peinaban, freían, guardaban, desdoblaban, desempacaban y volvían a empacar.  Mi papá arrojaba la bomba y salía en silencio a refugiarse en el billar, seguramente burlándose entre dientes de mi suerte. Yo era solo un niño y no podía escapar tan fácilmente de casa.  
En esa ocasión, como siempre, viajamos los ocho en la enorme y desvencijada camioneta de estacas de mi papá.  Él manejaba tarareando alguna canción que sonaba ruidosamente en la radio, al lado suyo mi mamá, como una urraca, graznaba alguna historia, y atrás, en la carrocería, íbamos mis hermanas y yo.  Risas estridentes, voces chillonas y algarabía; con ellas cinco, la carrocería parecía el sucio corral de enormes y escandalosas aves.  Entre trastos, maletas y cajas, la mayoría de las veces yo conseguía ocultarme un buen rato, quieto y silencioso para que ellas cacarearan sin ocuparse de mí, porque si me agarraban desprevenido, me ponían los vestidos de la abuela, me maquillaban y me obligaban a andar dando saltos y lanzando besos.  Las odiaba a todas, las odio aún.  Ese día yo llevaba en un frasco grande a Conciso, el pez dorado que mi tía me había regalado dos semanas antes para mi cumpleaños, así que mi único propósito en el viaje era cuidar de él y sacarlo del radio de acción de mis hermanas para evitar que en cualquier mal rato de aburrimiento, ellas se ensañaran con el pobre pez.
Ya en la hacienda, después de un tortuoso viaje, venía el segundo gran caos.  Mi mamá, columpiando sus enormes senos con cada movimiento, iba de un lado a otro de la casa dando indicaciones. Daba molestos regaños a los cuidadores, adulaba a sus niñas, regañaba a sus niñas, adulaba a los cuidadores. Por lo que mi tía llamaba una prolongadísima depresión post parto, mi mamá solía ignorarme la mayoría del tiempo, a lo mejor es por eso que ha sido siempre mi sujeto favorito de la familia, me dejaba en paz. 
En cuanto llegábamos, mis hermanas corrían en manada a alguna actividad sin sentido, como apoderarse del estanque o encerrarse en el salón grande a hablar no sé de qué tantas idioteces. Y yo, para salvar mi pellejo y evitar que me desnudaran y pellizcaran mis nalgas hasta amoratarlas, inmediatamente llegábamos corría a buscar la casucha de atrás donde vivía Genaro y su esposa, los cuidadores de la hacienda.  
Una vez soñé que Genaro y Magdalena eran mi padre y madre, ella me arrullaba entre sus brazos mientras Genaro enredaba su dedo índice en mis cabellos.  Era un sueño raro, cuando lo tuve yo ya era un adulto y en el sueño me veía así, grande, grueso, con una barba desigual y con un poco de papada.  No es que yo quisiera que ellos fueran mis papás, si lo pensamos bien habrían sido tan malos padres como los míos, pero ellos, a diferencia de mi familia, tenían una gran afición por permanecer en silencio.  Casi nunca los oía hablar.  Comían y trabajaban absolutamente callados y todos sus movimientos eran lentos y sosegados, como quién se mueve a pesar de temer despertar a una fiera.
Yo me refugiaba en casa de Genaro y permanecía todo el tiempo pegado a su pantalón o a las faldas de Magdalena. De lejos debía verse como si le temiera a mi familia, pero no sentía miedo, era más una repulsión, un enorme disgusto que quería evitarme mientras pudiera.  
Por cuidar de la hacienda, a Genaro y Magdalena les retribuían dejándolos vivir allí y permitiéndoles trabajar un trozo de tierra.  Genaro cultivaba tomates, otras verduras y algún tubérculo, pero sobretodo, Genaro y su mujer cultivaban tomates.  Alguna vez los acompañé a sembrarlos, pero por algún azar del destino, generalmente me tocaba presenciar la cosecha.  Los dos campesinos taciturnos recogían sus tomates, los empacaban en guacales de madera, se miraban fijamente un rato y luego Genero tomaba el camino llevando los frutos rojos y brillantes.
La hacienda quedaba a mitad de camino entre nuestro pueblo y un caserío lúgubre olvidado por cualquier civilizado.  A la plaza de ese caserío de dos calles largas y estrechas iban a dar los tomates de Genaro.  Los llevaba en una pequeña carreta que halaba él mismo, por supuesto, yo iba con él, y esa vez llevaba conmigo a Conciso.  Caminamos alrededor de una hora y media en silencio. A veces Genaro se detenía y miraba con muchísima atención una nube o un árbol seco y después de unos minutos, sin más, reanudaba la marcha.  En la plaza, junto a otros diez o quince campesinos, Genaro abría los guacales y exhibía sus tomates.  Esa vez habíamos llegado mucho más temprano de lo habitual y, Genaro abrió sus guacales en el mismo momento en que sonaban las campanas de la diminuta iglesia; dejó las cajas en el suelo y me señaló la capilla, acercó su cara un poco a la mía y me miró con atención, era como si dijera: cuídate y cuida de los tomates, pronto regreso.  Se fue camino a la iglesia.  Yo me senté en el suelo junto a los tomates y me dediqué a mirar con atención los movimientos lentos de Conciso, acercaba mi cara hasta que mi respiración empañaba la pecera y luego la alejaba hasta que el frasco una vez más estuviera seco. En un momento de distracción, a través del vidrio, fue cuando lo vi.  La Gárgola estaba de pie en el centro del parque, tenía los ojos cerrados, se veía muy derechito con los hombros atrás y el mentón arriba, parecía un soldadito de juguete. La gente pasaba a su lado dándole rápidas ojeadas y casi rozándolo con los hombros, todos iban apurados para llegar a la misa. De repente, un grupito de niños se arremolinó en torno suyo, le gritaban cosas y le daban golpes detrás de las rodillas para ver si conseguían hacerlo perder el equilibrio y, finalmente verlo caer. Como un automata, me levanté y empecé a caminar hacia él.  Estando más cerca alcancé a entender lo que los niños chillaban, le llamaban La Gárgola, el loco, la pared.  A dos pasos de él, como hipnotizado, me detuve. Los niños también se quedaron quietos y callaron, me miraban desconcertados.  Me paré a su lado, casi tocándolo y, muy erguido, me quedé ahí con los ojos cerrados, quietecito como estaba él.
Habrá pasado algo menos de una hora cuando la mano de Genaro en mi hombro, con un movimiento brusco, me giró hacía él.
—En su puta vida me vuelva a hacer una cosa de esas, niño Antonio.
Y el “niño Antonio” le sonó más rabioso que el resto de la frase, le sonó a “maldito patrón”.  
De camino a casa Genaro no habló, nunca hablaba, pero ahora su silencio estaba cargado de rencor, no de la paz y la voluntad de calma de siempre. Caminaba sintiéndome culpable y cada tanto miraba de reojo la cara de Genaro, esperaba entrever algún gesto que indicara que me concedía su perdón. El resto del tiempo contemplaba desde arriba a Conciso y, a través del agua y el vidrio de la pecera, daba ojeadas al suelo para no caerme.  Cuando fui al encuentro con La Gárgola, el pobre pez había quedado abandonado a su suerte junto a los tomates. No sé qué pasó con los tomates, pero después de que Genaro me encontró, me entregó de mala gana la pecera de Conciso y halando mi brazo y la carreta, me condujo al camino de vuelta.
Del resto de ese viaje recuerdo poca cosa.  Hubo un reinado improvisado en el que mi papá y mi mamá eran jurados, hubo una gran discusión entre ellos, supongo que por algún desacuerdo a lo hora de elegir a su majestad.  Mis hermanas secuestraron mis zapatos durante dos días, se me pusieron rojos y ampollados los pies de tanto andar descalzo.  Recuerdo también la cara de Genaro evitando encontrarse con mis ojos, la puerta de su casa cerrada desde adentro y a Magdalena que al pasar junto a mi revolvía mi cabello como al descuido y con sus ojos negros de india me miraba como diciendo: lo siento, él es muy rencoroso.  Pero lo que más recuerdo de ese viaje es, sin duda, a La Gárgola y esos minutos en que estuve junto a él como una estatua, con la cabeza vacía y el cuerpo petrificado.  
Al final de ese viaje, Conciso estaba panza arriba flotando en la superficie del agua, duró así unos cuatro días.  Me miraba con los ojos nublados y casi no comía, finalmente murió y de camino a nuestro pueblo lo tiré a la carretera.
Desde de nuestro encuentro pensaba constantemente en La Gárgola, en su cuerpo flacucho tan perfectamente erguido, en sus ojos cerrados, pensaba que a lo mejor no había nada dentro de las cuencas, nada en su cabeza, solo su cuerpo como un gran roble, vivo pero pareciendo muerto.  Con el tiempo entendí que cuando fuera grande quería, a como diera lugar, ser un árbol, o un pez panza arriba.  

***
Desde aquel ya lejanísimo día, empecé a hablar menos, parecía dormir más y caminar estrictamente lo necesario.  Cuando tuve quince años, mi papá me obligó a entrar al equipo de fútbol, pero finalmente desistió cuando me quedé dormido en la portería frente a la mirada aterrada de todo el pueblo.  Me llamaban La Momia, hasta el día de hoy me llaman así.  ¡La Momia, se murió La Momia!- le escuche gritar a la vieja de la esquina ayer.
Un buen día finalmente dejé de hablar, no había más que decir, las palabras se secaron y se hicieron manchas negras en mi garganta. ¡Virgen santísima, el niño Antonio se ha quedado mudo! 
Por esos días empecé a pasar el día entero tendido en la cama hasta que mi papá y mi tía llegaban, ponían mis brazos en sus hombros y me levantaban. Como si no pesara más que una cobija grande, me arrastraban por la casa y me sentaban en el patio. El sol le va a hacer bien, el sol es bueno para los enfermos –decía mi tía.
Más de veinticinco veces vino el médico; en quince ocasiones Don Lorenzo, el rezandero; doce, una bruja traída de otro pueblo que me escupía ron y me golpeaba la cara con un racimo de ramas y flores secas.  Treinta y dos veces vino el cura, no era siempre el mismo, pero a lo largo de mi vida he tenido treinta y dos visitas de curas, incluidas las cuatro ocasiones en que quisieron exorcizarme.  Todo era inútil.
Mi mamá fue la primera, cuando yo tenía catorce murió, ya no se de qué.  Cuando cumplí veinte, el mismo día, murió Genaro. Un día vino hasta el pueblo Magdalena a verme y contarme que Genaro en un sueño le había pedido que me dijera que lo sentía, que esa vez lo había agarrado el miedo, mucho miedo de pensar en lo que le pasaría si llegaba sin el hijo del patrón, pero sobretodo, dijo Magdalena, tuvo miedo de no verme otra vez. Desde ese día Magdalena no se fue más, pareció empezar a vivir para mí y solo para mí.
Después de Genaro le tocó a mi hermana mayor, creo que murió en un accidente de tránsito.  Luego mi papá, mi tía, y mis otras hermanas una trás otra.  Cuando cumplí cuarenta, solo quedaba yo.  Vivía en la enorme casa, en el mismo cuarto que ocupé desde que nací.  En el cuarto del fondo dormía Magdalena, que me cuidó hasta que se murió de vieja, aunque se resistió mucho a morir y dejarme solo, el tiempo finalmente se la llevó cuando yo tenía un poco más de cincuenta.  Tras la muerte de Magdalena, finalmente la casa estaba sumida en el más profundo silencio.  Al principio las viejas de la iglesia y otros tantos chismosos venían a verme, trataron de llevarme a un asilo pero el azar estuvo de mi lado; antes de llegar a mi casa, el carro que haría de ambulancia tuvo en extraño accidente y pareció confirmarse aquello de que La Momia traía mala suerte, todos en aquel carro murieron.  Lentamente la gente dejó de venir.  Yo fui olvidando el resto de la casa que seguramente se consumía debajo del polvo y las enredaderas.  Mi cuarto, cada vez más oscuro, más húmedo, pareció lentamente encogerse hasta adherirse a mi cuerpo.  Por alguna razón no moría, aún no muero, a pesar de lo que dicen los rumores desde que hace poco, un grupo de jovencitos invadió la casa y dieron con mis huesos en el viejo cuarto. El pueblo que parecía por fin haberme olvidado, empezó a susurrar en mi nombre. El rumor empezó contando que aún vivía, dijeron que me alimentaba de ratas y de enredaderas, que en las noches salía y me robaba el ganado.  Pero desde ayer dicen que he muerto, se murió, se murió La Momia, gritaban ayer y la gente quería verme, hasta que pusieron la tapa, todos querían echarle una ultima ojeada a una vieja leyenda.
Ahora estoy derecho como un soldado de juguete, quietecito y con los ojos cerrados.  Finalmente, ya tan viejo, estoy aquí acostado panza arriba, me volví el árbol que con tanta fuerza soñé ser desde que, siendo un niño, fascinado descubrí a La Gárgola convertido en una estatua.



AZUL CASA