La gente todo el tiempo
toma decisiones que son por lo menos estúpidas, extrañas. Mi decisión en
cambio, la más importante, la que posibilitó que esté ahora entre este cubículo
de madera, no es especialmente dramática o radical. Mi decisión desde
hace algunos años fue dejar paulatinamente de hacer y deshacer. Mi
decisión, madura, adulta, consiente, fue no hacer absolutamente nada. Suena
sencillo, incluso suena al argumento de un holgazán, de un sujeto sin
ambiciones o disciplina, pero es todo lo contrario.
Desde muy niño siempre me he sentido profundamente agotado,
hastiado, como lanzado a la fuerza a un mundo al que no pertenezco, un mundo
que patalea y se retuerce, un mundo que grita. Mamá decía que había nacido
cansado, que incluso me negué a colaborar con mi propio nacimiento; tuvieron
que sacarme a la fuerza y darme un buen golpe para que despertara y diera mi
primer respiro. Mi mamá ingenuamente solía decir que el nido que ella me
proporcionaba era tan cómodo que yo no quería abandonarlo. Pero no, solo no
quería esforzar mi cuerpo para conseguir absolutamente nada.
Cuando tenía unos diez años tuve una epifanía, de pronto lo
supe. Habíamos ido todos juntos a la hacienda, mi mamá, mi papá y todas mis
hermanas. Cinco hermanas tenía yo. Mi casa era el imperio de las mujeres.
Cualquiera pensaría que eso tenía algún tipo de ventaja, pero no, todo eran
dramas y manías femeninas. Mi papá era un pelele y yo algo cercano a una muñeca
de trapo para ellas, pero lentamente me fui volviendo el diablo entre mi
familia, un diablo taciturno, la estatua de un diablo.
En ese que parecía un viaje como cualquier otro, ya que mi
familia solía ir la hacienda por lo menos una vez cada par de meses, fue en el
que conocí a La Gágola, y mirándolo detenidamente alcancé a entrever mi
destino.
Desde el mismo instante en que mi papá sugería visitar la
hacienda se desataba el infierno. Las seis corrían como gallinas, cuchicheaban,
recogían, doblaban, compraban, peinaban, freían, guardaban, desdoblaban,
desempacaban y volvían a empacar. Mi papá arrojaba la bomba y salía en
silencio a refugiarse en el billar, seguramente burlándose entre dientes de mi
suerte. Yo era solo un niño y no podía escapar tan fácilmente de casa.
En esa ocasión, como siempre, viajamos los ocho en la enorme y
desvencijada camioneta de estacas de mi papá. Él manejaba tarareando
alguna canción que sonaba ruidosamente en la radio, al lado suyo mi mamá, como
una urraca, graznaba alguna historia, y atrás, en la carrocería, íbamos mis
hermanas y yo. Risas estridentes, voces chillonas y algarabía; con ellas
cinco, la carrocería parecía el sucio corral de enormes y escandalosas
aves. Entre trastos, maletas y cajas, la mayoría de las veces yo
conseguía ocultarme un buen rato, quieto y silencioso para que ellas cacarearan
sin ocuparse de mí, porque si me agarraban desprevenido, me ponían los vestidos
de la abuela, me maquillaban y me obligaban a andar dando saltos y lanzando
besos. Las odiaba a todas, las odio aún. Ese día yo llevaba en un
frasco grande a Conciso, el pez dorado que mi tía me había regalado dos semanas
antes para mi cumpleaños, así que mi único propósito en el viaje era cuidar de
él y sacarlo del radio de acción de mis hermanas para evitar que en cualquier
mal rato de aburrimiento, ellas se ensañaran con el pobre pez.
Ya en la hacienda, después de un tortuoso viaje, venía el
segundo gran caos. Mi mamá, columpiando sus enormes senos con cada
movimiento, iba de un lado a otro de la casa dando indicaciones. Daba molestos
regaños a los cuidadores, adulaba a sus niñas, regañaba a sus niñas, adulaba a
los cuidadores. Por lo que mi tía llamaba una prolongadísima depresión post
parto, mi mamá solía ignorarme la mayoría del tiempo, a lo mejor es por eso que
ha sido siempre mi sujeto favorito de la familia, me dejaba en paz.
En
cuanto llegábamos, mis hermanas corrían en manada a alguna actividad sin
sentido, como apoderarse del estanque o encerrarse en el salón grande a hablar
no sé de qué tantas idioteces. Y yo, para salvar mi pellejo y evitar que me desnudaran
y pellizcaran mis nalgas hasta amoratarlas, inmediatamente llegábamos corría a
buscar la casucha de atrás donde vivía Genaro y su esposa, los cuidadores de la
hacienda.
Una vez soñé que Genaro y Magdalena eran mi padre y madre, ella
me arrullaba entre sus brazos mientras Genaro enredaba su dedo índice en mis
cabellos. Era un sueño raro, cuando lo tuve yo ya era un adulto y en el
sueño me veía así, grande, grueso, con una barba desigual y con un poco de
papada. No es que yo quisiera que ellos fueran mis papás, si lo pensamos
bien habrían sido tan malos padres como los míos, pero ellos, a diferencia de
mi familia, tenían una gran afición por permanecer en silencio. Casi
nunca los oía hablar. Comían y trabajaban absolutamente callados y todos
sus movimientos eran lentos y sosegados, como quién se mueve a pesar de temer
despertar a una fiera.
Yo me refugiaba en casa de Genaro y permanecía todo el tiempo
pegado a su pantalón o a las faldas de Magdalena. De lejos debía verse como si
le temiera a mi familia, pero no sentía miedo, era más una repulsión, un enorme
disgusto que quería evitarme mientras pudiera.
Por cuidar de la hacienda, a Genaro y Magdalena les retribuían
dejándolos vivir allí y permitiéndoles trabajar un trozo de tierra.
Genaro cultivaba tomates, otras verduras y algún tubérculo, pero sobretodo,
Genaro y su mujer cultivaban tomates. Alguna vez los acompañé a
sembrarlos, pero por algún azar del destino, generalmente me tocaba presenciar
la cosecha. Los dos campesinos taciturnos recogían sus tomates, los
empacaban en guacales de madera, se miraban fijamente un rato y luego Genero tomaba
el camino llevando los frutos rojos y brillantes.
La hacienda quedaba a mitad de camino entre nuestro pueblo y un
caserío lúgubre olvidado por cualquier civilizado. A la plaza de ese
caserío de dos calles largas y estrechas iban a dar los tomates de
Genaro. Los llevaba en una pequeña carreta que halaba él mismo, por
supuesto, yo iba con él, y esa vez llevaba conmigo a Conciso. Caminamos
alrededor de una hora y media en silencio. A veces Genaro se detenía y miraba
con muchísima atención una nube o un árbol seco y después de unos minutos, sin
más, reanudaba la marcha. En la plaza, junto a otros diez o quince
campesinos, Genaro abría los guacales y exhibía sus tomates. Esa vez
habíamos llegado mucho más temprano de lo habitual y, Genaro abrió sus guacales
en el mismo momento en que sonaban las campanas de la diminuta iglesia; dejó
las cajas en el suelo y me señaló la capilla, acercó su cara un poco a la mía y
me miró con atención, era como si dijera: cuídate y cuida de los tomates,
pronto regreso. Se fue camino a la iglesia. Yo me senté en el suelo
junto a los tomates y me dediqué a mirar con atención los movimientos lentos de
Conciso, acercaba mi cara hasta que mi respiración empañaba la pecera y luego
la alejaba hasta que el frasco una vez más estuviera seco. En un momento de
distracción, a través del vidrio, fue cuando lo vi. La Gárgola estaba de
pie en el centro del parque, tenía los ojos cerrados, se veía muy derechito con
los hombros atrás y el mentón arriba, parecía un soldadito de juguete. La gente
pasaba a su lado dándole rápidas ojeadas y casi rozándolo con los hombros,
todos iban apurados para llegar a la misa. De repente, un grupito de niños se
arremolinó en torno suyo, le gritaban cosas y le daban golpes detrás de las
rodillas para ver si conseguían hacerlo perder el equilibrio y, finalmente
verlo caer. Como un automata, me levanté y empecé a caminar hacia él.
Estando más cerca alcancé a entender lo que los niños chillaban, le llamaban La
Gárgola, el loco, la pared. A dos pasos de él, como hipnotizado, me
detuve. Los niños también se quedaron quietos y callaron, me miraban
desconcertados. Me paré a su lado, casi tocándolo y, muy erguido, me
quedé ahí con los ojos cerrados, quietecito como estaba él.
Habrá pasado algo menos de una hora cuando la mano de Genaro en
mi hombro, con un movimiento brusco, me giró hacía él.
—En su puta vida me vuelva a hacer una cosa de esas, niño Antonio.
Y el
“niño Antonio” le sonó más rabioso que el resto de la frase, le sonó a “maldito
patrón”.
De camino a casa Genaro no habló, nunca hablaba, pero ahora su
silencio estaba cargado de rencor, no de la paz y la voluntad de calma de
siempre. Caminaba sintiéndome culpable y cada tanto miraba de reojo la cara de
Genaro, esperaba entrever algún gesto que indicara que me concedía su perdón.
El resto del tiempo contemplaba desde arriba a Conciso y, a través del agua y
el vidrio de la pecera, daba ojeadas al suelo para no caerme. Cuando fui
al encuentro con La Gárgola, el pobre pez había quedado abandonado a su suerte
junto a los tomates. No sé qué pasó con los tomates, pero después de que Genaro
me encontró, me entregó de mala gana la pecera de Conciso y halando mi brazo y
la carreta, me condujo al camino de vuelta.
Del resto de ese viaje recuerdo poca cosa. Hubo un reinado
improvisado en el que mi papá y mi mamá eran jurados, hubo una gran discusión
entre ellos, supongo que por algún desacuerdo a lo hora de elegir a su majestad. Mis hermanas
secuestraron mis zapatos durante dos días, se me pusieron rojos y ampollados
los pies de tanto andar descalzo. Recuerdo también la cara de Genaro
evitando encontrarse con mis ojos, la puerta de su casa cerrada desde adentro y
a Magdalena que al pasar junto a mi revolvía mi cabello como al descuido y con
sus ojos negros de india me miraba como diciendo: lo siento, él es muy
rencoroso. Pero lo que más recuerdo de ese viaje es, sin duda, a La
Gárgola y esos minutos en que estuve junto a él como una estatua, con la cabeza
vacía y el cuerpo petrificado.
Al final de ese viaje, Conciso estaba panza arriba flotando en
la superficie del agua, duró así unos cuatro días. Me miraba con los ojos
nublados y casi no comía, finalmente murió y de camino a nuestro pueblo lo tiré
a la carretera.
Desde de nuestro encuentro pensaba constantemente en La Gárgola,
en su cuerpo flacucho tan perfectamente erguido, en sus ojos cerrados, pensaba
que a lo mejor no había nada dentro de las cuencas, nada en su cabeza, solo su
cuerpo como un gran roble, vivo pero pareciendo muerto. Con el tiempo entendí
que cuando fuera grande quería, a como diera lugar, ser un árbol, o un pez
panza arriba.
***
Desde aquel ya lejanísimo día, empecé a hablar menos, parecía
dormir más y caminar estrictamente lo necesario. Cuando tuve quince años,
mi papá me obligó a entrar al equipo de fútbol, pero finalmente desistió cuando
me quedé dormido en la portería frente a la mirada aterrada de todo el pueblo.
Me llamaban La Momia, hasta el día de hoy me llaman así. ¡La Momia, se
murió La Momia!- le escuche gritar a la vieja de la esquina ayer.
Un buen día finalmente dejé de hablar, no había más que decir,
las palabras se secaron y se hicieron manchas negras en mi garganta. ¡Virgen
santísima, el niño Antonio se ha quedado mudo!
Por esos días empecé a pasar el día entero tendido en la cama
hasta que mi papá y mi tía llegaban, ponían mis brazos en sus hombros y me
levantaban. Como si no pesara más que una cobija grande, me arrastraban por la
casa y me sentaban en el patio. El sol le va a hacer bien, el sol es bueno para
los enfermos –decía mi tía.
Más de veinticinco veces vino el médico; en quince ocasiones Don
Lorenzo, el rezandero; doce, una bruja traída de otro pueblo que me escupía ron
y me golpeaba la cara con un racimo de ramas y flores secas. Treinta y
dos veces vino el cura, no era siempre el mismo, pero a lo largo de mi vida he
tenido treinta y dos visitas de curas, incluidas las cuatro ocasiones en que
quisieron exorcizarme. Todo era inútil.
Mi mamá fue la primera, cuando yo tenía catorce murió, ya no se
de qué. Cuando cumplí veinte, el mismo día, murió Genaro. Un día vino
hasta el pueblo Magdalena a verme y contarme que Genaro en un sueño le había
pedido que me dijera que lo sentía, que esa vez lo había agarrado el miedo,
mucho miedo de pensar en lo que le pasaría si llegaba sin el hijo del patrón,
pero sobretodo, dijo Magdalena, tuvo miedo de no verme otra vez. Desde ese día
Magdalena no se fue más, pareció empezar a vivir para mí y solo para mí.
Después de Genaro le tocó a mi hermana mayor, creo que murió en
un accidente de tránsito. Luego mi papá, mi tía, y mis otras hermanas una
trás otra. Cuando cumplí cuarenta, solo quedaba yo. Vivía en la
enorme casa, en el mismo cuarto que ocupé desde que nací. En el cuarto
del fondo dormía Magdalena, que me cuidó hasta que se murió de vieja, aunque se
resistió mucho a morir y dejarme solo, el tiempo finalmente se la llevó cuando
yo tenía un poco más de cincuenta. Tras la muerte de Magdalena,
finalmente la casa estaba sumida en el más profundo silencio. Al
principio las viejas de la iglesia y otros tantos chismosos venían a verme,
trataron de llevarme a un asilo pero el azar estuvo de mi lado; antes de llegar
a mi casa, el carro que haría de ambulancia tuvo en extraño accidente y pareció
confirmarse aquello de que La Momia traía mala suerte, todos en aquel carro
murieron. Lentamente la gente dejó de venir. Yo fui olvidando el
resto de la casa que seguramente se consumía debajo del polvo y las
enredaderas. Mi cuarto, cada vez más oscuro, más húmedo, pareció
lentamente encogerse hasta adherirse a mi cuerpo. Por alguna razón no
moría, aún no muero, a pesar de lo que dicen los rumores desde que hace poco,
un grupo de jovencitos invadió la casa y dieron con mis huesos en el viejo
cuarto. El pueblo que parecía por fin haberme olvidado, empezó a susurrar en mi
nombre. El rumor empezó contando que aún vivía, dijeron que me alimentaba de
ratas y de enredaderas, que en las noches salía y me robaba el ganado.
Pero desde ayer dicen que he muerto, se
murió, se murió La Momia, gritaban
ayer y la gente quería verme, hasta que pusieron la tapa, todos querían echarle
una ultima ojeada a una vieja leyenda.
Ahora estoy derecho como un soldado de juguete, quietecito y con
los ojos cerrados. Finalmente, ya tan viejo, estoy aquí acostado panza
arriba, me volví el árbol que con tanta fuerza soñé ser desde que, siendo un
niño, fascinado descubrí a La Gárgola convertido en una estatua.
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