martes, 25 de febrero de 2014

AIRES DE PAZ, VENTARRONES DE GUERRA


Febrero 2014. Protocolo de Smara, Campamento de refugiados Saharauis en el sur de Argelia

Me pregunto cómo se verá este lugar cuando todo termine. Cómo se verá la hammada Argelina sin los saharauis precariamente poblándola. Hoy, cadáveres de autos están sembrados como si algún gigante los hubiera esparcido al azar o los hubiera apilado juguetonamente. Si hoy restos de viejos contenedores de agua y de elementos de construcción están dispersos en los campamentos, qué quedará cuando los saharauis regresen a la añorada badía. (Badía designa algo como nuestro campo. Beduino, campesino, poblador de esos espacios extensos y poderosos) Añorada incluso por aquellos que no la conocen más que por las nostálgicas historias de los ancianos y por las imágenes fragmentarias y tantas veces frías de la tv. Yo misma he visto más badía que muchos de los niños y jóvenes de los campamentos.



Cuando llegué y caminé por primera vez entre las casa y jaimas, cuando vi a Smara desde una pequeña colina de piedras, me pregunté cómo hacen los saharauis para no sentir en este pedazo de tierra estéril, hostil y claramente prestada, un fragmento de patria, un suelo al que arraigarse.  Para muchos, a pesar de ser la tierra del exilio, es lo más parecido a un hogar –pensé– lo único que han conocido. Aquí nacieron, crecieron, se casaron y tuvieron hijos, o esperan tenerlos; muchos niños –dijo un joven amigo– necesitamos muchos porque somos pocos. La otra, el Sahara, es la tierra prometida, el paraíso que saben que un buen día, cuando dios quiera –inchallah– ya no será una promesa, será casa de nuevo. 





Pero estos ya no son nómadas, son otra cosa, una suerte de sedentarios en un territorio transitorio que han tenido contacto con otras formas de vida, que en esta estancia forzosa en los campamentos han configurado otros ritmos de vida, otras maneras de verla y entenderla, a lo mejor otros deseos, alejados de los sueños de antaño en el desierto. Este es un pueblo simultáneamente nuevo y milenario que, empujado por los hechos, lleva cuarenta años inventando una nación. Aun cuando es un pueblo que se renueva por el contacto con otras culturas y las mismas estrategias de supervivencia, en la relación con el visitante, en las dinámicas al interior de las familias, en procesos sociales determinantes como el matrimonio, se conservan las antiguas tradiciones o sus nostálgicos vástagos.




¡Cuando todo termine! Pero cuál ha de ser el camino que los conduzca de regreso. Llevan 22 años apostándole al Plan de Paz, al diálogo, a que Marruecos finalmente abandone sus artimañas burocráticas para poder realizar el referéndum donde los 89.402  votantes identificados por la ONU, digan si prefieren ser una nación independiente y autodeterminar su destino o si sienten más pertenencia con Marruecos.  Pero este proceso, a mis ojos y a los de otros tantos, resulta dilatado hasta el estancamiento. 

En el Plan de paz están contemplados todos los pasos a seguir para resolver el conflicto hasta un “final feliz”, o al menos aceptable para la mayoría de los saharauis según pueda determinar un proceso democrático.  Primero estuvo el alto al fuego, instaurado el 5 de septiembre de 1991. Luego, la liberación de prisioneros de guerra –aunque los Saharauis siguen sin conocer el paradero de un buen número de sus desaparecidos–  A continuación, el estancamiento de las tropas de ambas partes para verificar que las maniobras militares no se reinicien.   Hoy, el ejercito saharaui, estructurado de forma convencional, está dividido en siete regiones militares, cada una ubicada frente a un sección del muro Marroquí, listos, si es el caso, para abrir fuego o para derribar su parte del muro.
Hasta aquí llegó el proceso en 22 años.  

Lo que vendría, o vendrá después, es el regreso de los refugiados, la campaña electoral y el sufragio. A continuación siguen las acciones de la ONU para que se ejecuten los resultados obtenidos democráticamente, que serían, la salida gradual del ocupante marroquí o, por el contrario, la disolución del Polisario o su adhesión al ejercito de Marruecos.  Mientras tanto, la vida sigue en medio de su precariedad en los campamentos y las violaciones a los derechos humanos y el saqueo de los recursos naturales con beneficio de Europa continúan en los territorios ocupado frente al silencio internacional.

La guerra tiene costosísimas facturas, pérdidas invaluables, cicatrices físicas y culturales desproporcionadas; pero a pesar de eso, aquí para muchos parece que es la única vía que los conducirá a su victoria.  Un pueblo pacífico y paciente, como lo prueban tantos años de espera, también llega a hartarse, también llega a concebir en las armas que ya una vez empuñaron, la única forma de salir de esta provisionalidad que cada vez parece más permanente.  De varios lo he escuchado, algunos jóvenes me lo han dicho: –hay que ir a la guerra, y si deciden que así sea yo iré, todos iremos.  –Incluso algunas mujeres irán, dijo uno.  –Pareciera que siempre los que nos visitan tienen más prisa que nosotros. No hay nadie que quiera más lograr nuestro propósito que nosotros mismo–  me ha dicho un chico muy joven cuándo le pregunté por la guerra y la paz, un chico que estudió en España y espera para prestar el servicio militar y luego ser adjudicado a alguna misión por parte del Polisario de acuerdo a su conocimiento de otros idiomas y sus habilidades; un chico que no duda sobre las capacidades de los dirigentes Saharauis para elegir el mejor camino, sabe que si ellos consideran que la vía política sigue siendo la conveniente, ha de ser una buena elección.





Cuando los Saharauis finalmente consigan regresar a su territorio, por la vía que fuera, aquí, en la hamada argelina, quedarán restos de las jaimas como enormes globos aerostáticos desinflados. Quedarán corrales de cabras, ya de por si construidos con escombros. Se verán desde lejos las ruinas de grandes salones de adobe. Voces encerradas entre las gruesas paredes, risas e interminables historias se alcanzarán a oir en medio del silencio. Después de los saharauis, en la hamada quedará olor a incienso sobre la tierra reseca.




Más fotos en mi web:  http://www.anakarinadelgado.com/#!inshaallah-la-vida-entre-parntesis-/c2ra


ASUNTOS DE FAMILIA (O LAS CHICAS BUENAS DUERMEN SIEMPRE SOLAS)






Febrero 2014. L' Aaiún, Campamento de refugiados Saharauis en el sur de Argelia

Galia asegura que existe un animal legendario llamado Sad, una serpiente producto de la cópula entre un águila y un zorro.  Yo también estoy segura que existe el Sad. Aun cuando no entiendo su descripción en hasanía y nadie se dispone a traducirme con detalle, lo imagino un dragón portentoso, como ese que debe esconderse bajo la arena en la badía dejando al aire parte de su lomo escarpado que, mirándolo sin mucha atención, nos hace creer que es un galb, un corazón-montaña.  El Sad, como Galia, debe tener un ojo enturbiado por grises nubes de otros tiempo, como una de esas esferas de cristal en que las brujas de las historias de mi infancia leían el porvenir. Yo trato de ver con atención el ojo de ella sospechando que lo que hay adentro no es lo venidero sino historias de ayer, de tiempos mejores, de las tierras que recorrió con sus camellos, de la lluvia y las plantas, del sol que tuesta, historias de antaño.



Galia, está siempre en su jaima de interior azul. Vista desde la puerta frontal suele estar del lado derecho, al fondo. Al otro lado está tendido Sidi, su callado esposo. Yo, sentada o tendida con el costado sobre un cojín, descanso a su lado, la escucho embelesada y miro sus manos hechas enmarañados nudos por la artritis girar las cuentas del tsbeh,  (rosario musulmán) mientras murmura los nombres de Allah.  La piel de sus brazos y su cara están teñidos de negro por los colorantes de sus melfas siempre negras o al menos oscuras. El rededor de sus ojos, que a veces me miran por encima de la cabeza aunque se que es a mí quien miran,  en ocasiones está maquillado con el color de la henna.  Galia siempre está allí.  Sidi en cambio se levanta para rezar cinco veces.  Ella siempre está en su lugar sentada, conversando, viendo la tv o jugando al sick, un juego de mesa o de suelo en este caso, que se juega sobre una duna de arena en la que se dibuja un camino por el que avanzan los hijos (las fichas) de cada uno de los equipos; se lanzan, como si fueran dados, unos palos con dos caras, cada una de un color, y se avanza matando por el camino a los hijos ajenos.


Las vidas de todas los miembros de la familia parecieran satélites que giran alrededor de Galia y de Sidi, como si el interior de su jaima fuera una bóveda celeste, la jaima azul celeste.  Alrededor de los dos ancianos hay hijos, nietos, sobrinos, primos cercanos, lejanos y lejanísimos, también hay tíos y vecinos, que aquí son casi parte de la familia.  En su jaima, incluso yo me siento en casa; ¡que suerte la mía! suerte de encontrar amorosas familias putativas por donde paso.



Acompaño a Fati, una de las jóvenes hijas de la jaima-celeste a hacer sus labores, que van desde alimentar dos veces al día a las cabras, cocinar dos veces a la semana y limpiar hasta ver pasar el tiempo en la jaima.  Conversamos sobre su matrimonio, que será en Abril, sobre todas esas tradiciones que en su familia son tan importantes que ella asume que son igualmente determinantes para todos los saharauis.  Hablamos del amor, de los novios, no hay novios aquí, dice, aquí solo se casan.  Se lo pensó un poco y se retractó, sí hay novios pero esos solo los tienen las chicas que no son buenas y que no llegan inmaculadas a su matrimonio, donde el novio verificará si tiene “aquello”, dijo Fati, sin llegar a hablar fluidamente alrededor del sexo y sin encontrar la palabra apropiada para “eso” que dicho de esta manera parece ser un objeto, una cosa grande y redonda que el esposo sacará con cuidado del cuerpo de ella, verificará su legitimidad con ojo de experto y luego de aprobar con un gesto, pondrá a un lado.  –Hay que vivir un poco, dijo, refiriéndose a lo que vendría para ella cuando se casará.  Con la sobrina de Fati, que está por tener su primer hijo, volvimos al tema y las dos estaban indudablemente de acuerdo en que casándose se alcanzaba un enorme grado de libertad, se quitan de encima la vigilancia de los padres y sobretodo, de los hermanos, –aunque lo hacen para cuidarnos, cuidarnos de los hombres que son malos, dijo Fati.




En mi casa putativa, mi jaima putativa, he conversado con el joven que acaba de llegar de estudiar medicina en Cuba, he tenido conversaciones ininteligibles con Galia, he espiado a hurtadillas a Sidi, he tomado infinidad de veces el té, y he hecho el intento de prepararlo pero mis profesoras de té suelen impacientarse después de que al intentar hacer espuma derramando de un vaso a otro el contenido de té desde muy arriba, mi torpeza deja la bandeja-mesa inundada con un charco de té. En mi jaima putativa duermo, como, y sueño con un enorme Sad cabalgado por una joven Galia de ojos brillantes y manos firmes y ágiles como las patas de un insecto legendario.

ZEINA, O EL DICCIONARIO BASICO PARA ESCOLARES





Febrero 2014. Smara, Campamento de refugiados Saharauis en el sur de Argelia

A este problema que a lo largo de los años he bautizado de muchas maneras, hoy me doy la licencia de llamarle “disfunción idiomática” con la misma risa socarrona con la que mencionamos la “discapacidad capilar” de los pobres calvos.  Quien sabe, a lo mejor para las victimas de mi problema actual un buen día haya un sticker para pegar en el panorámico de los carros y así tener un lugar especial en los parqueaderos. 




Para fortuna mía estoy en esta parte de África donde los rezagos de la colonia y las visitas al otro lado del mediterráneo han hecho que una parte de la población hable algunas palabras en español.  Algunos incluso hablan un bello español algo arcaico, otros uno fluidísimo lleno del sabor cubano que les quedó tras años de vivir allí.  A otros les tocó el español con las formas y los acentos de las provincias de España. Con muchos de estos y con todos los demás, los que solo hablan hasanía o hasanía y algo de árabe, mi problema suscita la encantadora necesidad de encarar los vínculos a través de otros medios que amortigüen la carencia total de palabras o lo reducido de las disponibles.  Aquí las miradas se me han vuelto determinantes, los gestos que a lo mejor no leo correctamente, los olores, los colores, la textura y el gusto de las comidas.  Con Sal, el guardia civil del protocolo que algunos -no se si en juego, no se si en serio- llaman loco, hablamos tan solo dos o tres palabras cada uno de la lengua del otro, pero nos tomamos de la manos, él acaricia mi pelo mientras yo leo y nos abrazamos como viejos amigos cuando, después de un par de días lejos de Smara, nos vemos; y con algunas de las chicas jóvenes, que se muestran muy silenciosas frente a hermanos o padres, intercambio miradas furtivas entre las mellas, hablamos muy calladas. 




Desde que llegué hasta hoy, he aprendido algunas palabras en hasanía y en árabe, a veces no sé si se trata de una u otra lengua.  Las escribo todas, en la mayoría de los casos fonéticamente para recordar y poder usarlas oralmente cuando las necesite.  No solo escribo las palabras que aprendo, lo escribo todo, los nombres, los lugares, lo que sucede día a día y las emociones que todo me suscita; mi memoria tiene la fragilidad de un futuro enfermo de alzheimer, por eso escribo, por eso tomo fotografías, porque temo olvidar algo, temo olvidarlo todo.

Algunas palabras las aprendí muy pronto y no las he olvidado, otras, aun cuando las escuche muchas veces, no consigo almacenarlas de forma duradera.  Se decir gracias (chukran) y de nada (afán), aunque aquí la manía por agradecer y pedir disculpas no es tan obsesiva como en Colombia.  Se decir gato (Much), hay muchos por aquí, a Mahoma le gustaban, me ha explicado alguien cuando comenté sobre ellos y la ausencia de perros.  Se decir yala (vamos) que los saharauis repiten muchas veces de repente, están tranquilos tomando el té, sin ninguna prisa y, de pronto: “yala yala”, es hora de irse, probablemente a hacer el té en otro lugar.   Conozco Inchallah (ojalá, si dios quiere) bard (Frio) y lma (agua).  Puedo decir “es igual” (kif kif) Se decir grande (kibire) y problema grande (muchkila kibire)   Se saludar: salam alekun.  Se decir pan, vaso y tetera (Jobs, kes, barrad)  Se decir fotos (sowar) que es la palabra que más escucho a mi alrededor cuando vago por ahí con el ojo en el visor y el dedo en el obturador de la cámara.  Se decir algunas cosas, entiendo unas pocas.  Un niño me enseñó a escribir mi nombre en árabe y resulta que me llamo Yo Karina, en árabe yo, suena y se escribe como Ana.  Nunca me queda muy lindo mi nombre pero he tratado de repasarlo con mi dedo en la arena cada vez que recuerdo cómo dibujarlo.

En El nido del Bubisher, la versión sedentaria del Bubisher (Bubisher es un ave de la badía que se asocia con las buenas nuevas), la biblioteca itinerante de los campamentos, después de ojear algunos poemas saharauis le di un mirada, que creí que sería rápida, al Diccionario básico español-árabe editado en Castilla – La Mancha para docentes que pudieran encontrar en sus aulas algún chico árabe.  Pasé largo rato ojeando los dibujos como para preescolares intentando pronunciar y memorizar los números, los días de la semana y los colores.  Decía que de acuerdo a la forma básica en que estaba construido el diccionario, debía pronunciarse la Z a la española, la X como una CH, la CH como una Y, y la H como una J.  Así que mi chukran, sería XUKRAN, el sol XÁMAS y el calor HARR.


En el exterior de este mismo lugar, del Nido del Bubisher, otro día cualquiera, una bella niña que hace poco reencontré y descubrí que se llamaba Fatimetu, trató por varios medios de conversar conmigo a pesar de mi "disfunción idiomática" e indicarme, según creo haber entendido por sus señas, dónde estaba su casa, que llevaba dinero para comprar en la tienda y que luego volvería con su mamá.  Fatimetu, tomaba mi cabeza entre sus pequeñas manos y me gritaba al oído con fuerza palabras en hasania intentando inútilmente que yo entendiera.  Ella se impacientaba y se reía de mi, o conmigo.  De repente miró hacía un lado y la luz de la tarde que cayó sobre su cara reveló una fina capa de arena en su piel y sus largas pestañas, se veía bellísima; recordé la palabra y la llame Zaina, que es algo así como guapo, bueno, bello.   Ella se río y me llamo zaina de vuelta, y de repente nuestra conversación, inicialmente desencontrada, se convirtió en una larga repetición de lado y lado de la palabra que ambas entendíamos y con la que nos halagábamos: zaina, zaina, zaina, zaina, zaina, nos decíamos entre risas mientras nos acariciábamos las mejillas.