domingo, 6 de diciembre de 2015

EL CLUB DE LOS RABIOSOS (XII) Manucha (Por: Lucho, el Negro, el Flaco y el Darko)

Lucho
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     La bala, 9,6 mm, calibre 38,  llegó como llegan todas las balas, de repente, con un sonido estruendoso y un impacto arrollador.  Desde ese día que la bala llegó a mis manos sudorosas, a mis bolsillos, le llamamos “Manucha” en honor a la mujer de carnes palpitantes que nos miraba desde el otro lado de la pantalla de Franco, el gordo aquel que acumulaba películas porno bajo la cama de su mamá, que no era más que un gusano mudo y quieto desde hacía más de diez años. La Señora Zanahoria, como la llamaba el Darko, sin saberlo pagaba con su pensión el envío de las películas de vaqueros, extraterrestres y mujeres redondas que gemían bajo hombres enormes y brillantes, películas que el gordo Franco nos dejaba ojear por un par de monedas durante 15 minutos exactos.
     Manucha era rubia, de labios carnosos y tetas grandes como la cabeza de un niño.  A mí me gustaban sus piernas largas y fibrosas, sus ojos cerrados y sus aullidos agudos, pero la odiaba por rubia, nunca me han gustado las mujeres con esos pelos amarillos paja.  Manucha, nuestra mujer de 15x15,  15 minutos cada 15 días, se convirtió un buen día en una bala de 9,6 mm en mi bolsillo.  
Manucha en el arma del enruanado, Manucha en mi mano temblorosa, Manucha en mi bolsillo durante una semana, Manucha finalmente incrustada en la pierna aquella.

El Negro
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     Yo lo había predicho, lo sabía.  Se sentía en el aire oloroso a fruta podrida y carne del mercado, se sentía en las cantinas y hasta en la iglesia.  Ahora sí iban a venir, se nos iban a meter al pueblo e iban a arrasar con todo.  Pero eso es la historia triste, la de un mal asalto hecho por asaltantes debiluchos que no pudieron contra un pueblo que no tenía mucho con qué resistirse.  La historia de verdad, la que todo el mundo debería recordar aunque nadie conoce, es la de la Manucha, la bala que nos hacía falta para fabricar nuestro trabuco.   
     Primero, ellos en la mañana hicieron saber a todo el mundo que iban a venir como visita indeseada, que se guardara todo el mundo desde las 6 de la tarde.   Luego avisaron los otros, los de abajo, los del puente sobre el río que queda a unos 15 minutos en carro de la entrada del pueblo.   Avisó el José,  el hijo de los pocos muertos que hubo ese día, el único huérfano, el único triste.  Llamó a la casa cural, que era el único teléfono que se sabía, aunque no había muchos que aprenderse.   La voz, que sonaba como una telaraña rota, decía que era cierto, que venían subiendo, que en su casa ya no quedaba nadie. La mamá, esa señora pequeñita y redonda que atendía la tienda del río, estaba tendida en el suelo cuando él llegó. El José dijo que no gritó al verla, pero que cuando vio también al viejo tendido al lado de ella sobre ese charco que volvía la sangre de los dos un solo masacote, ahí sí, dijo, grité y grité; pero seguro gritó como niña, como señora cuando ve una rata: agudo y largo.  Al rato llegaron, como había avisado el José, pero para ese momento, la noticia se había colado por las calles del pueblo y como una mano invisible había empujado a todos detrás de las puertas trancadas a cerrojo.  A todos, menos al Darko y a Lucho.


Lucho
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     –Y eso cómo pa’ dónde va el señor, me dijo arrastrando cada palabra un viejo de ruana. 
Aunque estaba recostado contra la pared, ahí cerquita del poste de la luz, la cara la tenía hecha una sola sombra por el ala del sombrero.  
–Estas no son horas de andar por la calle, mijo.   
–Estoy yendo pa’ la casa.  
–No se vaya a embromar por el camino. 
Y yo, como por instinto, traté de mirarle la cara, de descifrar sus formas a ver quién era, a ver si era de alguna vereda, pero no, el enruanado no era de aquí.  Pasé saliva y eché a andar apretando la cajetilla de cigarrillos en mi bolsillo.
     Que parecía un papel, eso dijo el Darko cuando llegué a la cancha, a penas un par de cuadras más allá de la esquina del enruanado.   Blanco como un papel.  
–Nos toca irnos.  
Y él ahí echado que parecía modelo posando para un almanaque de los que ponen en el taller.  
–Irnos, pa’ dónde?  
–Pa’ la casa, pa’ donde el viejo Cantor, pa’ donde sea.  Aquí se va armar el mierdero de verdad.  
Y el Darko, parsimonioso, tranquilo como un puto santo, se enderezó un poquito, me sacó los cigarrillos del bolsillo y me miró despacito, sin decir nada.  
–Hay un viejo allí en la esquina de los Rosas, es uno de esos, se lo juro Darko.  
Me miró otra vez largo y resopló el humo por la nariz.  
–¿Estaba armado?  
–Yo que voy a saber Darko, tenía ruana.  Si, seguro que sí. No se.

El Negro
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     En ese momento, si mal no estoy, estaban los barbudos llegando al puente sobre el río.  En la tienda estaban los viejos solos.  Ella, estaba subida en una canasta de cerveza acomodando que se yo en la vitrina.  Dicen que llegaron unas camionetas y se parquearon más adentalico de la tienda, se bajaron unos y se fueron directo al boquete en la pared que hacia de mostrador.   La vieja se tuvo que haber muerto de miedo, aunque ahí en esa hondonada sobre el río, entre tanta montaña, ese par de viejos habían vista ya muchas cosas.
     El caso es que mientras en el río caían los viejos al suelo y José, en la parcela de más arriba echaba a correr monte abajo para ver a sus papás muertos, el Darko y Lucho se estaban recostando junto al enruanado bajo la farola de la esquina de los Rosas.  Los dos, valientes como pocos, se le pusieron en frente y le preguntaron si estaba armado.

Lucho
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     Él empezó a andar y yo, como hipnotizado, caminaba detrás. No había un alma en la calle, nada, ni un gato pasaba por ese pueblo fantasma.  Al doblar en la esquina a la derecha, en lugar de hacerlo a la izquierda, me puse frío pero, no dije nada, ni me detuve, seguí como un zombi.  Ahí en la misma posición estaba el enruanado, se fue enderezando de a pocos a medida que nosotros nos íbamos acercando. 
–Y a usted no lo mandé pa la casa, mijo?   
Los zombis no hablamos, solo sabemos andar y emitir un sonido que parece el bramido triste de una vaca grande.   El Darko sí sabía hablar, lo saludó de buena manera, como pocas veces lo he visto hacer, y se le fue recostando al lado. Le habló del clima y la hora, y el viejo lo oyó con desaliento mientras parecía mirarme a mí, zombi de zombies.  Al fin lo interrumpió sin despegarme la vista. 
–Ya le dije a su amigo que es mejor que se vayan pa’ la casa, rapidito.  
Y el Darko, como si su lengua pensara por si misma, empezó a hablar de su casa, de la hora, del ejercito al que lo quería mandar su papá.  Y ahí si, el viejo giró su cara hacía él.  El Darko despotricó de los soldados de la patria y dijo alguna tontería sobre la fuerza y el poder, lo de siempre, pero a mí, al menos esta vez su discurso me sonó a serio.    El tipo sacó de debajo de la ruana un reloj de plástico sin las correas que lo atarían a la muñeca, tenía una cuerdita amarrada, lo miró, miró al fondo de la calle que va a dar al parque principal y volvió a mirarlo a él.  Y ahí fue cuando el Darko se le acercó un poco más y se lo pidió, mirando lo que debía ser su cinto bajo la ruana le pidió que “por favor” le dejara sostenerla, quería ver su arma, al menos eso, verla.  El tipo de repente levantó un poco el mentón y la cara, esa mancha negra se le llenó de arrugas profundas alrededor de unos ojos negrísimos.  Por favor, decía el Darko, como el niño que le pide un tractor de plástico a la mamá.  El enrulando, de pronto pareció más aterrorizado que yo mismo, miró otra vez al fondo de la calle, y pareció rebuscar bajo su ruana.  Su reloj empezó a dar unos pitidos agudos y el tipo, más tenso, volvió a mirar al fondo de la calle.  
Por favor.  
El enruanado separó por fin su espalda de la pared, sin dejar de mirar al fondo de la calle dio un paso alejándose del Darko que lo miraba suplicante, dio otro más, y de repente se devolvió y giró bruscamente hacia el Darko, habló susurrando y no alcancé a escuchar, pero vi que le agarró la mano fuerte, puso algo ahí y se la apretó mirándolo fijo.  El zombi se había vuelto invisible. Soltó la mano del Darko y echó a andar a zancadas rumbo al parque.  Sonaron tres disparos a la distancia, yo los sentí rozándome la oreja. De repente, giró el enruanado que había recuperado la sombra de su cara, pareció mirarnos sin mirarnos y escupió lo ultimo que le oímos 
–Se van pa’ la casa, ya.

El Flaco
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     Esa noche sí hubo más muertos, así haya quien no quiera admitirlo sí hubo otros además de los papás del José. 
     Yo vivo abajo, por la 3ª, que es la calle que al final se convierte en la carretera que sale del pueblo. Donde queda mi casa todavía se llama calle, todavía es el pueblo.  Yo, pegado a la ventana entrecerrada lo oí todo, y no solo yo, estaban los pelaitos, mi mamá y hasta el viejo estaba esa noche haciendo caso del toque de queda.  Nadie decía nada, ni los pelaitos movían un dedo, lo único que alcanzaba a escucharse era la respiración del viejo que suena como un silbido quedito y el murmullo de mi mamá que pasaba una bola del rosario después de la otra.  A esa hora ya sabíamos que los de la tienda del río estaban todos muertos, nos lo dijo la vecina, que le dijo la tía, que le dijo su prima, que le dijo el cura.  A esas horas nosotros pasábamos saliva a la espera de lo que iba a pasar.  Ahí al frente de nuestra casa pasaron 4 de los 7, sonaban las botas y yo me los imaginaba cagados del miedo pero con el dedo firme sobre el gatillo.  Los otros 3 se quedaron arriba, vigilando la estación, la alcaldía, la iglesia.   Los que bajaron corriendo iban comandados por Godzilla, el comandante ese negro, enorme, que ese día vino a convertirse en un héroe, el único héroe del pueblo, aunque ese título al final no le duró pa’ toda la vida, después de que hizo lo que hizo por esa mujer, Dolores, pero eso es otra historia, la historia de Dolores y Godzilla.  A los poquísimos minutos de haber oído las botas de Godzilla y los suyos, oímos a lo lejos la camioneta y el cruce de tiros.  11, fueron 11 tiros. Según todos, 9 los hicieron los policías, solo 2 los barbudos.  Godzilla desde ese día, y hasta Dolores, fue el legendario negro que impidió que se tomaran el pueblo.
    Antes de las 4 de la mañana, por fin logré escapármele a mi mamá y bajé por la calle hasta que se volvió carretera, vi la camioneta volcada y los tres barbudos todavía en el piso, como nadando en ese charco oscuro, porque sepan que la sangre de muerto no es roja como uno se la imagina, la sangre de muerto es negra y espesa, horrible.  Mi mamá dijo que no, que así solo es la sangre de malandro, la de la gente buena es distinta, tiene que ser distinta.  Desde ese día he tratado por todos los medios de hacer que el José me conteste de qué color era el charco en el que nadaban sus papás esa noche, él me mira rayadito y no dice nada, yo por mi parte, he venido haciendo mis suposiciones después de preguntarle a la gente por la bondad de esos viejos.

El Darko
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     –Agradezca que no la tiene en la nuca sino en la mano.  Hasta la victoria siempre– murmuró el tipo mirándome con esos ojos de indio.
Ni siquiera la miré, no tenía que mirarla pa’ saber lo que era.  Era mi premio, mi medalla.  La apreté duro entre los dedos y de una zancada me puse al lado de Lucho y la eché en su bolsillo, en el que habían estado los cigarrillos.

–Se llama Manucha, oyó,  como la monita rica que también me merezco.