viernes, 28 de marzo de 2014

BALCONES ESTELADOS, UN PASEO POR BARCELONA



Sin duda aquí abajo, a ras del suelo, hay mucho que ver.  Allá al fondo un chica con ojos rasgados golpea suavemente la parte posterior de su cabeza contra la pared.  El hombre de aquella banca entre los ruidos de su radio se lamenta por haber comido temprano y no dejar nada a los perros que ahora han llegado a pasear a sus amos.   Frente al museo, como congelada en medio del camino, la adolescente árabe espera que su mirada se cruce con la del skater rubio.  Rumbo al mar, una horda de turistas americanos caminan por la rambla mirando a través de sus pequeñas cámaras.   Allá, al fondo, entre las callejuelas estrechas, se escucha acercándose el canto germano de un enorme grupo de hombres jóvenes.  Envueltas aún en sus bufandas, tres japonesas cavan pequeños agujeros en la arena, buscan con total concentración ve tu a saber qué.  Sin duda hay mucho que ver aquí abajo, gran parte de la vida sucede con los pies –o alguna parte del cuerpo- sobre la tierra, pero mientras camino por esta ciudad yo miro obsesivamente hacia arriba, hurgo en los balcones de los edificios bañados por esta poderosa luz del mediterráneo.  Ya no se si he encontrado la estelada por doquier, o si me he encargado de buscarla de forma enfermiza.


           En un balcón hay un limonero cargado de frutos que se sacuden con el ventarrón.  En aquel, un hombre fuma y finge leer mientras cada tanto discute con alguien que grita desde el interior.  Junto a ese otro se ven las insignias de lo que un día fue una prospera fábrica de paraguas.   En cada balcón hay un mundo de historias que trato de asir espiando silenciosamente desde aquí abajo, y en muchos de estos balcones ondea oronda la estelada, la bandera estrellada del anhelo de independencia Catalán.  En otros lo que ondea son pequeñas camisas de niño, ropa interior, insignias del Barcelona F.C, incluso en alguna se ve también la ikurriña, aquella bandera de fondo rojo sobre la que se superpone un aspa verde y luego una cruz blanca, símbolo de Euskal Herria, tierra del euskera, es decir, el pueblo culturalmente unido por la lengua euskera.   La senyera, bandera oficial catalana, son cuatro franjas rojas sobre un fondo dorado.  La estelada por su parte, es esta misma senyera con un triangulo estrellado que según dicen, es de inspiración Cubana, esa que también fue colonia Española  hasta lo que los colonos llamaron el desastre del ‘98.  El fondo de este triangulo blanco a menudo es azul –estelada blava-, verde unas veces –estelada verda- de fondo dorado con la estrella roja –estelada vermella- o de fondo rojo con la estrella dorada -estelada graga-, variaciones todas que indican la orientación política de la intención independista.




Las banderas ocupan un lugar preeminente entre todos los símbolos de un pueblo, pero no solo identifican naciones, son un punto de atención donde los miembros de una comunidad se reconocen como tales, moviliza sus emociones y acciones políticas.  Pero este texto no pretende hacer alusiones semióticas, ¡ni más faltaba!   Este texto es solo una mención a mis largas caminatas por Barcelona con la mirada perdida allá arriba.  

Todos los catalanes con lo que hablé sobre el tema en bares, en la calle, en la playa, todos  dicen que la fuerte presencia de la estelada indica que la gente quiere que se celebre la consulta de autodeterminación fechada para el 9 de Noviembre donde se preguntará al pueblo catalán, (y aquí hay que recordar la inmigración interna vivida desde tiempos de Franco e incluso antes) si quieren ser una nación independiente.  Rajoi, en varias ocasiones ha dicho que la consulta no se celebrará, que es inconstitucional, refiriéndose a aquello de  “la indisoluble unidad de España”.   El consejo Europeo, en claro tono amenazante, ha recordado que si una parte del estado se separara dejaría de pertenecer a la Unión Europea.  Algunos políticos hablan de suspender la autonomía catalana. Algunos otros, en las calles, quisieran que se celebre pero están seguros que no pasará.  Otros quieren que se lleve a cabo para que quede claro que en medio de las disputas políticas los objetivos se han disuelto.  Otros, que se sienten muy españoles, quieren que pase para que de una vez por todas se archive el asunto, que según algunos es solo producto del coletazo de la crisis.


  

Aún con mi obsesión por la estelada y con todos los datos anecdóticos e históricos sobre Guifredo el Velloso y su propia  sangre que extendió con los cuatro dedos dando paso a la senyera; sobre la corona de Aragón; las expansiones catalanas; los enfrentamientos contra los reinos árabes; la guerra civil y la victoria franquista que entre otras cosas implicó la proscripción de los signos de identidad catalana, yo me quedo con otra cosa.

–¡A ninguno! nosotros solo tenemos fracasos.  Me contestó alguien cuando pregunte por la gloria militar a la que hace honor el Arco del Triunfo en Barcelona.  Y es que como muchos monumentos y parte de la rehabilitación de la ciudad, el Arco del triunfo se construyó para la Exposición Universal de 1888, es decir, para el turista.  Aunque hoy, con toda nuestra tecnología, el universo a veces se nos antoja muy pequeño, al parecer por entonces el universo era diminuto, a la Expo del ’88 asistieron 22 países, ninguno fuera de la Vía Láctea, ni siquiera de otro planeta cercano.

A pesar de la belleza de los edificios y del derroche modernista, yo me quedo con otra cosa. Yo me quedo con las “bombas cojonudas” de aquel bar; con el olor, los sabores y la conversación nerviosa en aquel otro, ese bar rustiquísimo comandado por una familia en pleno.  Me quedo con los disgustos de mi amigo frente al televisor porque según él, según muchos, la televisión española los usa a ellos y los Vascos como cortina de humo. 

–Disculpe, pero tengo que preguntarle por qué le da la espalda.  Me dijo un viejo catalán mientras yo sostenía la cámara contra el ojo y la espalda contra un árbol. Efectivamente le daba la espalda, ahí estaba la Sagrada Familia de Gaudí, una enorme basílica católica que no ha dejado de estar en construcción desde 1882, y yo parecía no percatarme.  Pero sí que la había visto, su ambicioso diseño, las caras angulosas de los personajes que pueblan las bóvedas, sus formas helicoidales y la presencia de los dinosaurios de metal con que trabajan en ella, pero preferí espiar al par de viejos sentados en la banca del fondo.

Yo me quedo con el trabajo en la huerta de mis amigos con nombres muy catalanes.  Me quedo con la discusión sobre el malamor de los dos jovencitos en la playa.  Me quedo con la africana que sentada en lo alto de las escaleras permanece inalterable junto a su equipaje.  Durante largas horas espera, espera y se rasca la panza, espera y seca el sudor en su frente, espera mirando fijamente a ninguna parte. 



                     
                     
                       



Me quedo con la invitación del chico de Costa de Marfil:  –ves, el negro también sabe ligar, le dijo al catalán de las postales después de que yo finalmente recibiera el papelito con su número telefónico.  Me quedo con el pa amb tomaquet (pan con tomate maduro frotado y aceite de oliva)  Me quedo con el hombre que sacaba brillo a sus zapatos en una banca del parque. Me quedo con la anciana vestida de poderoso rojo que,  muy firme, sostuvo mi mirada por un largo rato. ¡Yo me quedo con Barcelona¡




domingo, 23 de marzo de 2014

ESE MITO LLAMADO PARÍS

Hace unos años, ya lejos de mi “levítica villa” y del desgarbo adolescente, habría imaginado que París para mí sería el rodeo nostálgico por los pasos de los bohemios latinoamericanos exiliados allí; la persecución de Cortázar; el mapa de los pasos de Oliveira en sus encuentros y desencuentros con la Maga, con Pola, con ese “centro” que solo intuye o sospecha, como aquellos escritores que también sospechaban la existencia de algo etéreo.  Creyeron que al poner de por medio al Atlántico entre ellos y sus (nuestros) convulsionados países encontrarían “lo latinoamericano”, si es que algo como eso existe o, a lo mejor resultó siendo solo una ficción compuesta por esos escritores del “boom”, como algunos llegan a creer.

A pesar de ese magnetismo que para mi ejerce el viaje de “los expulsados”, la maratónica visita a París no fue el Boom latinoamericano, no fue la literatura.   París provoca esa sensación extraña de haber arribado tarde, de llegar a una casa donde ya todo el mundo hizo sus maletas y se fue dejándolo todo limpio, ordenado, terriblemente intacto.  Algunas de sus calles se antojan museos o cementerios, muy bellos por cierto, que alojan los cuerpos, sino inertes, al menos dormidos de algo que alguna vez estuvo vivo y vibrante, y lo digo con la fascinación que los cementerios me despiertan.  En estas palabras no hay ningún remedo de decepción romántica, no es necesario un diagnóstico suspicaz que me asocie con el síndrome aquel que ataca a los pobres japoneses: japonés cuello entumido en dirección Notre Dame, obtura.  Japonés candado en Pont des Arts, obtura.  Japonés sonrisa indiscutiblemente nipona delante de Torre Eifell, obtura. Japonés búsqueda infructuosa de Amelie, obtura.  Japonés taticardia.  Japonés ansiedad.  Japonés repatriado.

París, como todos los lugares, está en la memoria etiquetada con muchos nombres propios que como post its abultan diminutos puntos en los mapas ajados de tanto doblarse, desdoblarse y arrugarse en el bolsillo entre otros tantos papelitos con anotaciones importantísimas.  Servilleta con nombres de calles garabateados. Diminuto papel rasgado con algún número telefónico de sujeto prometedor.  Tiquete de metro que recuerda que no hubo alternativa frete a la euro-multa. Palabra en idioma desconocido. Frase espiada que merece ser recordada pero que por la premura se convertirá en un mensaje críptico imposible de descifrar.  Palabras, palabras, números, nombres, nombres, palabras.  Entre todos los nombres propios dibujados en mi mapa de París,  el que más se repite es el de mi peludo hermano.  París está almacenado en mi memoria con la inicial del nombre con el que lo llamo. París es el reconocimiento de que nuestras vidas no van a andar en paralelo la mayoría de las veces, pero que al menos propiciaremos unas tantas intersecciones. París son largas caminatas imaginando lugares desconocidos y misteriosos donde nos daremos cita.  París es también otros nombres poderosos, como el de aquella leyenda de la fotografía cuyas imágenes miré como hechizada, es el nombre de aquella amiga con la que desvariamos sobre la memoria, sobre los amores (así, en fabuloso plural) sobre lo que se desvanece con ese acento tan suyo que a veces en claro español ya se le escapa.  Pero sobretodo, París es una fotografía en un blanco y negro muy sucio, donde se ve un vampiro que mientras rodea con una capa negra a su víctima, se acerca, no ya para morderla, sino para besarla.  (Al final puede ser cierto, París y la cercanía con la primavera ponen romántica a la gente.)





Un poco más de París:  https://www.flickr.com/photos/karinadelgado/sets/72157642783270365/

En mi web: http://www.anakarinadelgado.com/#!por-las-ciudades/c1cev



lunes, 17 de marzo de 2014

EL CLUB DE LOS RABIOSOS (VII): Por Chuchito lindo (Por: El Negro)

    Yo no se, pero pa’ mi que el viejo Cantor tiene su guardado. Yo no termino de creer todo lo que dice de su mujer cuando está así, pasadito de brandys: que yo tanto que la quiero; que desde que la vi sentadita en la cerca esa de piedra que había por su rancho, mirando pa’ fuera, pa’lejos, se me hizo chiquito el corazón, me dije: Eusebio Cantor, hijo de Eusebio Cantor padre, esa mujer es la que mi diosito le mandó, agarre y cójala.  Eso dice él, y entre trago y trago empieza a echar todo ese cuento de cómo empezó a pasar sagradamente todos los días a dejarle frutas a la tía de ella, que era la que cuidaba a la vieja Cantor, cuando no era ni vieja ni mucho menos “de Cantor”, y la cuidaba porque la mamá se murió dándole un hermanito a la vieja, y el papá, según dice el viejo, se murió de pena, de pura tristeza sin su mujer. Y así, entre fruta y fruta fue ablandando a la tía de la vieja, hasta que un día la señora le dijo a su sobrina –vístase mija que usted se va con ese señor.  Y él se la llevó, la sacó del rancho con cerca de piedra y se la llevó pal' pueblo. Y dice el viejo Cantor que desde ese día la vieja ha sido la mujer más contenta, y él, el hombre más de buenas porque le tocó una mujer de su casa, juiciosa y buena, aunque su barriga nunca le pudo dar ni un solo hijo; que eso, según el viejo, es como brujería, como una maldición que su mamá le pasó al morirse, la maldición de no quedar nunca preñada. Él dice que es mejor, porque a lo mejor la vieja se habría muerto, como su mamá, pariendo un niño para el viejo Cantor.
     Con todo y eso, yo si soy de los que cree que al viejo Cantor la que le pone chiquito el corazón es la señora Socorro.  Sino a cuenta de qué el viejo Cantor le cuida tanto a su hijo el Darko.  Porque a mi también me ha tocado salir pitado de la casa cuando a mi papá se le alborota el animal por el aguardiente, y mi mamá nos abre la puerta a escondidas pa’ que salgamos y el “señor” no nos pegue más.  Pero a mí nunca, por más que le he pedido, el viejo Cantor me ha guardado en su casa. 

     Yo creo, como creen varias señoras que yo he oído, que el viejo Cantor lo que está es enamorado de la doña Socorro, y por eso tanta cosa con el Darko, tanto cuidado tan raro.   Y es que yo lo he visto, por Chuchito lindo que lo he visto cuando ella entra a la tienda a pedirle la harina de arepas o el arroz, y él, ahí hecho una baba, blandito blandito, que casi ni es capaz de mirarla de frente.  Y cuando ella sale,  él rapidito se toma un pocillado lleno de brandy y pone música duro, tan duro que desde adentro la vieja de Cantor pega un grito, y yo creo que no es por la música sino de puros celos; porque ella también debe saber, como también sabe el papá del Darko, que cuando camina por esta calle, nunca lo hace por el andén de la tienda del viejo a menos que venga a buscar al Darko, y ahí si entra lleno de coraje. Y yo creo que su rabia cuando entra no es por el Darko, porque se haya ido volado cuando oyó hablar del ejército, sino por su señora Socorro, porque siempre le han querido quitar lo que es suyo.  Aunque eso de que ella sea de él también tiene su engaño, ahí también hay otra historia, y a mi me podrán decir “ve este Negro tan mentiroso”, pero uno ha escuchado cosas, cosas que suenan a cierto.

EL CLUB DE LOS RABIOSOS (VI) (Por: Lucho)

     Cuando no teníamos mucho sobre que hablar, que no pasaba muy seguido, caminábamos desperdigados por la calle, cada uno contando a baja voz los pasos, para que al final, cuando llegábamos a donde íbamos, cada uno dijera cuántos pasos había dado desde que la charla se acabó.  Yo siempre dejaba que ellos dijeran su número de pasos primero, para luego yo decir un número cercano al suyo.  Yo nunca contaba mis pasos, yo iba cabezón, dándole vueltas a alguna tontería, casi siempre a lo mismo: a la morenita que me dejaba quieto y sudoroso cuando pasaba al lado mío sin mirarme, al asunto ese del Darko y la pandilla, y claro, a los aviones, a esas ganas locas de estar dentro de uno alguna vez; y de nuevo la morena, de nuevo la pandilla.
–Setenta y cinco y ni uno más.
¡Ciento ocho!
–Que pelado tan paticortico–  dice el Negro y se echa a reír.
–¿Y usted?
–Ochenta y dos
El negro le da un codazo al Flaco luciendo su sonrisita lateral.
–¿Cómo hará este para quedar siempre en el medio? ¿ah?
Del otro lado de la barra de madera, como siempre, estaba el viejo Cantor. Siempre fue muy gracioso que el viejo jamás cantara, ni borracho, ni triste, y según decían ni dándose un baño el viejo Cantor se permitía cantar.
Ese día el Flaco entró mirando para todos lados y el Negro se sentó frente al viejo Cantor en una de esas sillas altas y poco seguras:
–¿Se va invitar un brandisito Don Cantor?
–No chino, yo no le invito a un pobre diablo que en su puta vida va a tener con qué devolverme el favor.
Y soltó su risa ronca que olía ya a muchos brandys.
En la tienda, que se me parece tanto a los bares esos de las películas gringas de vaqueros después de que el malo ha pasado arrasando con todo, no había un alma además de la del  viejo Cantor.  Mientras esperábamos en la puerta, solo entró una mujer bajita y regordeta pidiendo una libra de sal fiada, el viejo se la dio de mala gana y casi con rabia anotó en un cuaderno desgastado y amarillento el valor que ella le quedaba debiendo.
–¿Están buscando al perdido? ¿Qué tendrá ese pelado que lo visitan tanto?
Yo, él menos malo, el más decente, al que el viejo le tenía algo de cariño, aunque hablar de cariño puede ser demasiado,  era el encargado de buscar el acceso al encaletado.
–¿Y se le puede hacer otra visitica don Cantor?
El viejo me miró por encima de sus gafas gruesas de carey e hizo un gesto casi imperceptible que uno sabe que en el fondo es aprobación, y el Flaco, con ese descaro suyo, se le acercó con varias botellas abrazadas contra el pecho.
–Nos anota estas y una cajetilla don Cantor.

–Esas son las últimas, mocosos de mierda. Si no me pagan la semana entrante vamos a tener un problema ni el berraco.