martes, 21 de octubre de 2014

LA DESDICHADA SUERTE DEL HUESITOS

           Aunque ha pasado mucho tiempo y mis ojos han visto ya tantas cosas en este lugar, cuando hago memoria llego a ese día sin ningún esfuerzo, al día en que desaparecí, el día ese en que me volví invisible.  
            Me veo claramente en mis recuerdos. Ahí estoy yo, me reconozco porque antes, cuando me veían, era flaco flaco, de hombros escurridos y espalda encorvada. Ese día, después de practicar secretamente, había conseguido caminar muy derecho, con el pecho ensanchado y con los codos lejos del cuerpo para ir abriéndome paso entre la gente. Ese día tenía algo enorme entre manos. 
             “Hay que andarse con mucho cuidado por el mercado”; “Hay cada malazo por ahí queriendo hacerle daño a los otros”, le había escuchado decir a mi mamá cientos de veces. Pero lo que ella no sabía entonces y seguramente no supo nunca, es que desde algún tiempo antes de ese día, mientras yo caminaba por las callecitas del mercado sosteniendo su mano, solo pensaba que quería ser uno de esos malazos de los que la gente se cuida. Quería ser el que todos temen. Quería ser el terror del mercado.  Lo malo es que eso que el yo de mi memoria pensaba con seguridad ya no va a pasar, ya no voy a ser nunca una cara en la memoria asustadiza de los parroquianos, para eso hace falta, por lo menos, tener una cara.
            El día elegido por fin había llegado y el plan era más o menos sencillo. Primero debía caminar hasta al fondo, donde estaba el puesto grande, el de la señora Mercedes a la que le decían “Mechas”. Al llegar ahí debía entrar como si nada, caminar hasta la mesa larga que estaba llena de cachivaches para la cocina y juguetes muy viejos y, ahí detrás, en el mostrador, sobre una cunita de terciopelo rojo estaría esperándome mi tesoro. Lo siguiente era la parte del plan más delicada, la que solo podía hacer el artista de la distracción.  Era necesario empujar con el pie la pata de la mesa, que era como una de esas casas en las faldas de la montaña, que se sostiene por puro milagro.  Con mi golpecito la mesa debía irse abajo: decenas de calderos apilados, cucharones, molinillos de palo, anillos de plástico, soldaditos de madera y ligas para el pelo; todo al suelo en un instante. En medio del alboroto de gente y trastos yo tenía que acercarme con cuidado a la vitrina, pasar mi mano por detrás, abrir silenciosamente la puerta de vidrio y, entonces era momento de agarrarlo, de llevarme el objeto más preciado, el caro, el orgullo de doña Mechas y de todo el mercado. Todos se darían cuenta de pronto, gritarían espantados al notar que faltaba y verían que en lugar del amado objeto habría una nota mía, como hacen los ladrones de las películas.
            Ese día caminaba zarandeando los hombros y repetía una y otra vez el plan en mi cabeza. Era cómo cuando iba por el mandado de mi mamá y temía que con cada paso fuera olvidándome uno a uno de los huevos, o el queso, o el pan.
            Primero pasé por el puesto de verduras lleno de pimentones. Pasé por el de las frutas con leche condensada en coquitas de cristal que parecían conchas. Por el de pescado, que olía tan mal. Pasé por los duraznos, las lechugas, los repollos, los pollitos pintados con anilina. Por tomates, zanahorias, papas, piñas, peras, uvas.  Por el de los canasticos tejidos, por el de los quesos de todas las formas y colores, y allá en el fondo, como fantasmas, vi pasar a Los de quinto. El grupito de Los de quinto eran cinco malacarudos que se la pasaban corriendo y tirándole a todo el mundo bolas de papel apelmazadas con babas. Ellos caminaban como si quién sabe quién los hubiera nombrado los reyes del mercado y mientras tanto yo, que no debía dejarme ver la cara por ellos, estaba escondido detrás de una señora tan redonda que parecía que se hubiera comido entero un ula ula: 
            —Una pesita de aquel, por favor. 
            La señora giró a la derecha, yo giré a la derecha; que era tan gorda que seguro Los de quinto no alcanzarían a verme. Giró a la izquierda, giré a la izquierda; Los de quinto odiaban a todos los que no eran ellos. Se agachó la señora, yo me agaché, y me encontré de frente con su cara redonda redonda y sus ojitos achinados mirándome raro, como se mira algo que definitivamente no se entiende. Yo me volteé y le di la espalda a la señora pero, otra vez, sin ser visto saqué un poquito la cabeza. Miré al rededor de la cadera redonda y los vi venir. Caminaban agigantados como animales enormes atrapados en esos cuerpos pequeños, no tan menudos como el mío, pero al fin cuerpos de niños. Miraron para todos lados como buscando algo y el Negro pasó sus ojos por la espalda de la señora gorda y yo, que fingía ser parte de ella, me sentí descubierto. Sin pensármelo mucho di dos pasos atrás y quedé del lado interior de la vitrina.
            Me hice tan pequeño como pude, las rodillas pegadas a la cara y los brazos rodeando las piernas. Aunque según mi abuela yo parecía enfermo, ser tan flaquito tenía sus ventajas, me doblaba como un muñeco de los que hacen hablar sentados en las piernas de un señor. Apreté los ojos y casi casi los alcancé a escuchar entre el ruido desordenado del mercado: 
—A mil tres kilos 200 gramos El Huesitos por ahí debe estar una libra El Huesitos me las va a pagar setecientos cincuenta en la cara pa’que no se le olvide El Huesitos El Huesitos.  
            Y yo, El Huesitos, estaba a dos pasos de distancia con el piso mojado debajo de las nalgas y el miedo atragantado entre pecho y espalda.  Como para pensar en otra cosa, yo miraba las chanclas del de los quesos: cuich cuich de aquí allá, cuich cuich se movían de un lado a otro. Sus pies parecían animalitos peludos encima de la suela de plástico, cuich cuich cuiiiiichhh… y de pronto una mano de plástico húmedo me cogió por el cuello de la camisa y me levantó como si de verdad yo no pesara nada. Era la cara gigante del de los quesos a dos centímetros de la mía que me soltaba su aliento a leche rancia. Seguramente algo dijo, y seguramente yo no lo escupí asqueado, ni le pegué en la oreja una palmada de niñita y ya libre no salí corriendo. Pero sí, así fue. Corrí pensando solamente en el puesto de doña Mechas, en la nota doblada en mi bolsillo y en que nunca más iba a poder hacerle el mandado de los quesos a mi mamá. Corrí, corrí y corrí.  
            Allá, en mi glorioso destino de doña “Mechas” estaba el Negro amarrándose los zapatos, al lado suyo Bermúdez miraba para lado y lado mientras que, como un vaquero de las películas, sostenía un palito entre los dientes muy amarillos para ser solo un niño.  Entonces tuve la certeza de que era el final, que todo se iba al diablo, que Los de quinto me habían atrapado.  Pero aunque lo más posible era que me dejarán el ojo morado otra vez, no pensaba admitir haber sido yo.  Dos días antes Bermúdez había quedado como el tonto que en el fondo era cuando las niñas leyeron la carta esa que él escribió: dulce amor de mi vida, mi corazón se sale del pecho, el mundo se ilumina y tus ojos, tus labios, tú, solo tú. ¡Claro que fui yo! Cuando la vi en la cafetería accidentalmente descubierta entre sus cuadernos, fue una tentación a la que no pude resistirme.  Todavía me río. Ya no tanto pensando que mi suerte se deba a burlarme de la de otros, pero un poquito sí me río de pensar en el muy bravo, el muy malo de Bermúdez escribiendo bobadas del corazón. 
            Ahí estaba yo mirándolos a lo lejos, arrancándome pedazos de uña con los dientes y temiendo por mi suerte y la suerte de mi plan. Pensaba solo en salvar mi pellejo y tratando de encontrar alguna salida, me volteé y me encontré de frente con el puesto de “las vainas”, como mi mamá le decía. Todo lo que la naturaleza haya mandado en una vaina estaba ahí, y eso no tiene nada de raro, lo que sí era raro eran las dos mujeres que lo atendían diciendo solo lo estrictamente necesario: 
            —A la orden. Si. No. Un kilo. Doscientos. Gracias. 
            Me aterrorizaba “el puesto de las vainas”, pero la situación en la que estaba era aun más aterradora: estaba huyendo del de los quesos y temiendo ser visto por Los de quinto que no dudarían en partirme los dientes. Así que “el puesto de las vainas” se dibujaba como la única opción, como lo que parecía ser mi escapatoria, mi salvación.
            Mi mamá decía que aunque se hicieran los locos, todos sabían que las dos viejas del puesto eran brujas. Una vez, hace muchísimo tiempo, cuando no había pensando ni remotamente en volverme ladrón, mi mamá me dijo que esas señoras eran realmente peligrosas. No eran de las que ganaban dinero por sus maleficios, eran brujas de verdad. Hacían lo que hacían porque eran los instrumentos del destino de los desdichados, de los que iban a tener desgraciadas sus vidas. Mi mamá decía que los que tenían la desgracia marcada en su destino, cuando cruzaban su camino con el de las viejas del puesto de las vainas finalmente recibían lo que les tocaba, lo que los estaba esperando desde que nacieron.  Ahora cuando pienso en eso, me lleno de tanta rabia que no puedo recordar nada, y recordar lo que pasó y mirar a los que no me ven es lo único que puedo hacer día tras día.  Me llena de ira saber que nací desgraciado, que estaba en mi destino ser esto y que a lo mejor lo único que hubiera podido hacer era retrasar mi encuentro con las viejas del “puesto de las vainas”, dejar plantada un rato a mi desventura.
            Una de las brujas era una mujer viejísima como yo no he visto otra, tenía la cara cruzada por una cantidad infinita de arrugas profundas y se la pasaba durmiendo entre los costales. Uno habría pensado que estaba muerta, si no fuera porque cada tanto levantaba su brazo arrugado y tembloroso para rascarse la cabeza y, sin abrir los ojos, volvía a bajar el brazo lentamente, como si soltarlo de golpe significara desprenderlo.  La otra se veía más joven, pero igual tenía muchas arrugas y pasaba todo el santísimo día desenvainando granos: grano aquí, vaina allá, grano aquí, vaina allá. Pero esa, la despierta, no veía. Tenía los ojos grises casi blancos y todo el tiempo los tenía abiertos de par en par.  Mi mamá decía que tenerlos así de abiertos y sostener la cabeza con el mentón tan arriba moviéndola como una gallina, eran mañas de bruja. Que lo que realmente hacía, era usar su cabeza como un radar para saber todo lo que pasaba al lado suyo sin necesidad de mirarlo.  Yo, muy torpe entonces, no le creía mucho a mi mamá. Todo eso me parecían cuentos de vieja, historias para espantar niñitas.
            Con mucho cuidado me senté entre un costal y otro. A tres pasos delante de mí la ciega desenvainaba alverjas, a dos o tres pasos a la derecha, la vieja vieja dormía haciendo mover la piel sobre los huecos de la nariz. Yo, quietecito para parecer un bulto más del puesto de las vainas, por puro aburrimiento empecé a mirar con atención: un grano cae, un grano cae, un grano cae, ungra nocae. Los párpados iban tirando para abajo un grano cae, un grano cae. La cabeza me pesaba como ocho kilos de arroz un grano cae, un grano cae. En la frente se reunía todo el arroz un grano cae, un grano cae. La frente como que quería dar contra las rodillas, un grano cae, un grano cae. A lo mejor eran las rodillas las que venían hacia la frente, un grano cae, un grano cae, un gran... un...cae. 
            Hasta el sol de hoy no he visto la nieve, pero lo que vi era como tiene que ser una avalancha de nieve. Una cosa enorme, verde, brillante y redonda redonda, venía de muy arriba. Giraba y giraba. Por todos lados la enorme bola se veía igualita. Al mirarla fijo, era como si de verdad no se moviera, aunque yo sabía que se iba a estrellar de golpe contra mi cabeza que estaba puesta con el mentón contra el pecho, como esperando la bola. Detrás de la bola venía otra bola y detrás de la otra bola una bola más, y otra bola más, muchas bolas más. Todas eran enormes, verdes, brillantes y redondas redondas. Nunca he visto la nieve, pero eso era como tiene que ser una avalancha de nieve. Sentía el pecho mojado de tanto respirarme encima y esperaba que la cabeza me doliera. Como si también tuviera ojos encima de la cabeza, veía que venían las muchas bolas, que se acercaban girando.  Yo esperaba y no pasaba nada. Sudaba, respiraba con dificultad como un viejito y apretaba los dientes tanto, que me dolía la mandíbula y solo podía pensar en dientes y mandíbulas, muelas y mandíbulas, colmillos y mandíbulas. Man-dí-bu-la: una bisagra gigante. Con los mismos ojos de encima de la cabeza vi algo como una rama larga, temblorosa y arrugada que venía bajando como tratando de no bajar, pero bajaba directamente hacia mi cabeza. Mientras la rama bajaba, yo seguía viendo venir las bolas, pero la de adelante ahora parecía una uva pasa, una bola pasa. Seguía siendo redonda pero estaba arrugada por todos lados y, de pronto, la bola ya no era la bola sino la cara de la vieja vieja, que de un momento a otro abrió sus ojos y con un gesto de pocos amigos dijo: 
            —¡Ya vienen!  
Plafff. La rama-brazo cayó sobre mi cabeza.
            Desperté de golpe, asustado y adolorido. Ahí cerca estaba la vieja vieja, la vi fijo durante un rato para tratar de agarrarla mirándome. Miré su brazo arrugado y todavía sentía el golpazo vibrándome en la cabeza, y si lo sentía era que de verdad me había pegado.  Ahí adelante todavía estaba la otra vieja en su infinito: grano aquí, vaina allá, y cuando otra vez empezaba a mirar de más la caída hipnótica de los granos, vi que Los de quinto venían directamente hacia mí. Serían solo cincuenta pasos lo que había entre ellos y yo. Ahí supe que nadie nunca iba a leer: “usted ha sido robado por: ” y al lado el dibujo de una calavera con dos huesos cruzados atrás.  Un par de días antes, cuando dibujé la calavera, me emocioné creyendo que la gente iba a pensar que era un mensaje de la muerte, que la muerte con sus brazos infernales les había quitado sus pequeñas cosas.  Cuarenta pasos. Igual planeaba enterrar el reloj, ese grande y dorado con números romanos y cadenita también dorada, el reloj-orgullo de doña Mechas y de todo el mercado. El reloj-botín de mi primera hazaña pensaba enterrarlo en el patio de la casa, no fuera que mi mamá lo encontrara entre mis cosas.  Pensé por un segundo que a mi mamá tampoco le habría hecho gracia lo del brazo de la muerte y el dibujo de la calaca. Temí meterme en un lío, temí ser descubierto, así que con la mano sudada saque la nota del bolsillo.  Treinta pasos.  La mire largo y pensé qué podría hacer con ella. Veinte pasos.
            —¡Échatela a la tripa! 
Aunque nunca la había escuchado -ningún vivo debía haberla escuchado- yo supe que esa voz era la de la vieja vieja.
            —¡Échatela a la tripa!
            La voz retumbó dentro de mi cabeza mientras mi mano húmeda de sudor sostenía la nota.
            —¡Échatela a la tripa! 
            Sin pensármelo más, la arrugué y me la metí en la boca. Le di el primer mordisco a mi nota de ladrón legendario.  Nueve pasos. Ocho pasos. Siete, seis, cinco, cuatro. No lograba imaginarme qué lado de la cara me iba a romper Bermúdez. Tres. Ya era solo una masa pastosa. Dos. Tragué. Ahora tenía la boca vacía. ¡Uno! 
            Primero pasó el Negro y sentí como si me soplaran una enorme bocanada de aire caliente a la cara, quemaba. Luego vino Bermúdez. Así debía sentirse dentro de la caja la asistente del  mago cuando metían uno a uno los cuchillos. Luego pasó Carlos, el Enano y Oscar al final. Aún caminaban agrandados pero siguieron de largo, como si yo no existiera. 
            Sin tener que mirar, por alguna razón yo supe que en ese mismo instante la vieja vieja tenía el brazo levantado por encima de su cabeza. La ciega estaba inmóvil con su mentón muy arriba y los ojos casi blancos tan abiertos que debía parecer que se saldrían de sus orbitas.  Había una alverja verde y brillante detenida en el aire, a medio camino entre la mano de la ciega y el tazón de plástico.  La nota me bajaba despacio por el gaznate como si no me hubiera comido una bola de papel sino una babosa, una babosa grande y gorda que se deslizaba a disgusto por las paredes de mi garganta. 
            Los de quinto caminaban sin mirar atrás y a lo lejos alcancé a escuchar: 
            —¿Se desapareció? 
            —Pero si ahí estaba, ahí delante.
            —Tiene que andar todavía por ahí. 
  Y el Negro, con algo parecido al miedo en la voz, dijo:
            —A ese como que lo cuidan las brujas.
            Pero no, a mí ni las brujas me cuidan ya. He intentado hablarles, tocarlas, pero parece que su trabajo conmigo ya se acabó. Los primeros meses los pasé gritando y gritando, pero nadie me escucha desde ese día.  Con el tiempo me he ido acostumbrando a que la gente camine atravesándome, ya casi no se siente como el filo de los cuchillos del mago. Pero hay algo que todavía duele. Algo que quema aun más que haber visto a mi mamá vagando enloquecida por el mercado, preguntando día a día durante años si habían visto a su chinito, el flaquito, ese que le decían Huesitos.  Más que eso, lo que me llena de algo entre furia y melancolía es verlo ahí, en su cunita de terciopelo rojo. De tanto asumir que está ahí y que siempre va a estar, ya nadie más que yo mira el reloj dorado de doña Mechas. Me paso los días mirándolo, viendo a la gente pasar y recordando detalle a detalle ese día en que, en “el puesto de las vainas” y con una bola de papel bajándome al estomago, me volví invisible.