domingo, 23 de octubre de 2016

Noticias saharauis o el viaje con los hombres del desierto (un texto del 2014)


–No comas demasiado camello, ni tomes su leche; aquí no, mejor allá, donde el ganado ha comido buena hierba y no solo sobras. 
–Toma mucha agua, de la embotellada, tu cuerpo no está listo para el agua de los pozos. 
–No olvides recoger noticias de Agüenit.
–Ellos (los españoles) siempre se enferman nada más pisar los campamentos. Lo peor de enfermarse es que perderás mucho tiempo, tu no quieres enfermarte.
  
No, no quería enfermar, no quería perderme de nada.  Seguiría las recomendaciones de todos, incluso aquella sobre las noticias que no terminaba de entender. Ahora solo quedaba esperar, esperar al estilo saharaui sin saber cuándo, cómo, o ni siquiera si realmente sucedería aquella travesía legendaria rumbo al sur.  Muy al sur, hasta Agüenit, casi mil kilómetros atravesando El Desierto, así, en mayúscula, porque el Sahara lo es por antonomasia.  
 


Cuando lo vi por primera vez yo estaba entre unos cinco o seis hombres con sus cabezas envueltas en turbantes negros y celestes, yo los escuchaba hipnotizada mientras ellos conversaban en su musical hassanía (dialecto derivado del árabe) comentando la telenovela que aun cuando sonaba en árabe, era claramente mexicana.  Allí gran parte de la vida sucede a ras del suelo,  y desde abajo, sobre la alfombra donde yo estaba tendida, él se veía enorme, con un rostro endurecido y una mirada severa detrás de los lentes oscuros.  Mohamed, como tantos otros llamados así en honor al profeta, sería mi compañero en la travesía, algo como un guía, un cómplice.  No era posible saber a ciencia cierta cuándo saldríamos, yo ni siquiera tenía muy claro a dónde iba, quiénes iríamos, de qué se trataba el evento allá abajo, en el Sahara Occidental libre. 
Mientras tanto el tiempo en los campamentos de refugiados Saharauis pasaba lento, suspendido, como esa arena fina que en los buenos días el viento arrastra perezosamente de aquí para allá.

Tindouf, sur occidente de Argelia. Norte de África. Invierno. Los campamentos de refugiados saharauis están construidos heroicamente sobre la hammada argelina, el desierto del desierto, el infierno, según los árabes.   En este lugar pedregoso y estéril, donde no crece nada, donde no pasa nada, hace cuatro década lo único que distraía la mirada de la extensa ausencia de todo en el horizonte era una base militar Argelina.  Pero desde 1976, se levantan como pequeñas ciudades cinco wilayas, asentamientos humanos donde fue a parar una quinta parte de la población saharaui tras la Marcha Verde del entonces Rey de Marruecos.  Cada wilaya, a excepción de Rabuni, (deformación de la palabra Robinet, grifo en Francés) lleva el nombre de una ciudad de los territorios ocupados, –para no olvidar– ha dicho alguien. 
Berlín. Mesa de comensales europeos, por allá por 1885.  Las potencias de entonces tomaron África como si de un pastel se tratara y usando escuadra y cuchillo dividieron el botín. Trazaron líneas y fueron poniendo banderas, crearon colonias por todo el territorio sin considerar siquiera fronteras naturales. Sin darle importancia a la forma en que se desarrollaba la vida allí, separaron pueblos por una línea invisible y juntaron enemigos de antaño en una sola colonia.  En aquella salvaje repartición, un pueblo, el Bidán, los hablantes de Hassanía, fue separado de un tajo, convirtiéndose la mayoría del territorio en colonia francesa, y una porción en el Sahara Español, la que llegaría a ser la 53ª provincia de España.   En los agitados primeros años de los 60s del sigo XX se derrota al colono Francés y aparecen después de varios eventos la actual Mauritania, Mali y Argelia.  (La sociedad del Bidán estaba conformada por lo que hoy es el Sáhara Occidental, Mauritania, el norte de Mali y el suroeste de Argelia)
Por su parte el Sahara Occidental aún hoy sigue siendo una colonia Española, es decir continúa bajo su administración. Esta es, según listados oficiales de la ONU, la ultima colonia de África. Aunque Marruecos, ocupante ilegítimo del Sahara Occidental, originaria tierra de los saharauis, no lo cree así.  Para Marruecos la descolonización se completó en 1976, cuando lograron sacar a los Españoles por medio de la mal llamada Marcha Verde, donde en realidad quienes fueron expulsados con napalm y fósforo blanco, fueron los saharauis.  Para la corona Marroquí, las colonias de África siguen siendo Ceuta y Melilla, esos dos enclaves españoles que día a día aparecen en noticias de la península cuando se reporta la masa informe de africanos subsaharianos que, en una odisea por el continente, llegan hasta esas vallas para pisar suelo europeo.
Lo que condujo a este pueblo valiente y paciente, muy paciente, a la situación de incertidumbre de hoy fue otra repartición maliciosa de su tierra, como la de 1885.  Un buen día de 1975 los saharauis se acostaron a dormir siendo una colonia Española, con un colono amistoso y en apariencia dispuesto a liberar su tierra, y al día siguiente se levantaron en medio de la ocupación Marroquí y Mauritana.  España, con Franco agonizante, los abandonó a su suerte, entregó el territorio y se fue a su rinconcito del otro lado del Mediterráneo.
A partir de ese ya lejano día mucho ha pasado. Me lo cuenta Mohamed mientras hacemos agujeros en la arena fina de las dunas. Me lo cuentan los niños que tienen su historia reciente claramente aprendida, con fechas, nombres, lugares. Me lo cuentan los viejos, con sus caras apergaminadas. Sentados sobre la arena mientras juegan al sik, algo así como un parqués del desierto, familias enteras me relatan la vida de antes, nomadeando el Sahara, persiguiendo las nubes que les darán la lluvia para alimentar a los camellos, el sustento del frig (frig: campamento itinerante de varios grupos familiares).
Me cuentan de la huida salvaje, de la guerra donde las tribus se unieron para sacar a los invasores logrando quitar del medio a Mauritania. Me cuentan de cómo guerreando consiguieron el rescate de esa parte de su territorio, el desierto libre y poderoso que yo esperaba ver con mis propios ojos.  Me cuentan del muro que tendió Marruecos, ocho muros a lo largo del territorio que suman unos 2700 km de largo, muros minados, muros llenos de armamento y militares Marroquís, muros división de familias y pueblo, muros en pie todavía.

–A lo mejor salgamos mañana, se espera una comitiva más y a los periodistas Argelinos.
–Saldremos cuando salgamos –ha dicho algún Saharaui que como yo, también aguarda por el viaje.


La espera continuaba y yo, contagiada por el ritmo saharaui caminaba los campamentos, me perdía y erraba por el infierno donde unos 200.000 saharauis inventan un estado, la RASD (República Árabe Saharaui Democrática) constituida en 1976 en medio del fuego cruzado, un estado que pocos países reconocen como tal; por supuesto no lo hace la Unión Europea, la Liga Árabe o Estados Unidos. Me escabullía entre grandes salones de adobe y enormes haimas, esas tiendas de campaña que a diferencia de las de la vida nómada hechas de pelo de camello, son de un plástico verde manchado de arena.    Camino por las callejuelas comerciales, almacenes de adobe con puertas celestes donde se vende desde cds con cursos de español o cientos de los temas más sonados de regaeton, hasta telas de bellos estampados que cubrirán los cuerpos de la mujeres.  En un salón oscuro se vende la carne de camello; la brida, la joroba, una grasa fibrosa y llena de sabor es la parte más costosa. En el salón de al lado, se venden vegetales y algunas frutas que traen desde Tindouf. Durante la siesta los campamentos parecen repentinamente abandonados, silenciosos y tristes, a lo mejor así se verá la hammada cuando todo acabe, callado, fúnebre. El  suelo de  los campamentos por donde se le mire está sembrado de escombros de autos apilados y viejos contendores de agua. También sobre la arena y las piedras se ven placas solares de diferentes dimensiones, no pueden ponerse en el techo por  el siroco que se las llevaría de un tajo.  La sombra, le llama un poeta al siroco, esa tormenta de arena infinitesimal que se mete hasta el ultimo recoveco y que impide la visibilidad como si de un manto rojizo se tratara.          
A veces también recorría los campamentos instalada en el lugar del copiloto de la camioneta de Mohamed, una que como todas han sido traídas en una gran travesía desde cualquier lugar de España hasta un barco en Barcelona o Algeciras para después cruzar el Mediterráneo hasta Tanger, y ya allí conducir hacia el sur por Marruecos y cruzar a Argelia hasta los campamentos.  Esos 4X4 de segunda, los viejos Mercedes de poderoso motores y los míticos Land Rover que antaño redujeron la inmensidad del desierto, son los únicos medios de transporte que pueden con la hammada.    
      Con el Mitsubishi que siempre necesita partes de recambio y que casi nunca se apaga gracias al precio irrisorio de la gasolina, Mohamed y yo andamos los caminos anárquicos entre una wilaya y otra. Aunque hay carreteras asfaltados para tal fin, nosotros nos perdemos entre la nada, sin rumbo, sin prisa, viendo el desagüe más bello que pueda imaginar: desde Tindouf, la ciudad Argelina más cercana, las aguas negras vienen entre la arena hasta la hammada y al llegar allí han sido filtradas y purificadas naturalmente. Lo que veo es un riachuelo verde rodeado de aves migratorias con un rebaño de camellos negros, dorados y blancos que se acerca lento e imponente.  Mientras observo los camellos y la radio escupe la música catalana, la vasca, la malí, la saharaui, imagino a un joven Mohamed en los territorios ocupados por Marruecos, un chico alto y delgado caminando las calles de una vieja ciudad construida por los colonos españoles y hoy vigilada por el rostro del Rey impreso en carteles.  
Desde 1976, cuando Mohamed tenía unos 7 años, el 75% del territorio del Sáhara Occidental ha estado ocupado por Marruecos.  Las tropas del Rey entraron y fueron acorralando a los saharauis, negándoles la posibilidad de declararse como tales, como pertenecientes a una pueblo diferente que reclamaba desde antes de la entrada de Marruecos su derecho a la autodeterminación.   Los Marroquís fueron creciendo en número mientras Mohamed y los otros saharauis, nacían, crecían, se reproducían y morían de ese lado del muro.  Del otro aun habían -y hay- frigs nómadas pero, sobretodo, había hombres y mujeres armados primero precariamente por la Unión Soviética, por Cuba y gracias a los robos a los enemigos; hombres que se unieron para formar el Frente Polisario, el grupo independentista que hasta el 1991 sostuvo la lucha armada por la liberación del Sahara Occidental y, que cuando pensó que su guerra tendría que ser librada contra España, tuvo que hacerla contra Mauritania y Marruecos.  Lograron la rendición de Mauritania y la liberación de una parte del territorio que está dividido del otro, del ocupado, por el muro, muro de la vergüenza y del olvido.         Hoy el Frente Polisario acusado por algunos de draconiano y antidemocrático (tienen el mismo presidente desde la fundación de la RASD) continua representando al pueblo saharaui frente a la lucha por su autodeterminación



  Siendo un estudiante de bachillerato, mientras el número de desaparecidos y presos políticos saharauis aumentaba, Mohamed encontró lo que él llama la conciencia política, la necesidad de hacer parte activa de la lucha por la causa de su pueblo, su pequeño pueblo de algo menos de un millón de integrantes.  Su nuevo y poderoso móvil lo arrojó a la intifada, el levantamiento civil, la resistencia.  Mohamed empezó en las células clandestinas casi al mismo tiempo que se enamoraba de una marroquí, el amor-odio que no podía más que ser un acto político para él en ese momento adolescente.   La intifada aún hoy sigue con sus luchas ahogadas por marruecos en busca de reivindicaciones políticas, sociales, económicas.  No es solo por los dividendos de la pesca y el fosfato que los saharauis nunca han visto, no es solo por la autodeterminación, es por el derecho al trabajo, al trato digno, al reconocimiento de su identidad.  Como era de esperarse a finales de los ochenta las acciones de la intifada aumentan y la represión recrudece.  Todos terminarían en una mazmorra torturados en la Cárcel Negra del Aaiún pronto,  pero el joven Mohamed consigue escapar a tiempo.  Desde entonces ha estado separado de su familia, ellos continúan en el territorio ocupado y el es un traidor del Rey que a lo mejor, si llegará a poner sus pies en territorio Marroquí, terminaría en la celda que lo esperaba hace 20 años.
Finalmente, tras casi una semana de espera en los campamentos de refugiados, salíamos de travesía al territorio liberado.  En la caravana iban antropólogos y geólogos Vascos, periodistas Argelinos, un médico saharaui formado en Polonia e Italia, Mohamed, yo y la guardia militar saharaui.  Primero tuvimos que superar cuatro puestos de control Argelinos hasta que, por fin, los Saharauis estaban en su territorio, en el Sahara Occidental, lejos de la tierra prestada, de la tierra del exilio, de la hammada argelina.    A partir de entonces sí que se trataba del desierto del Sahara, tierra lejana de algunas ideas occidentales asociadas a esta geografía. ¡Está viva! pensé al ver por aquí y por allá taljas, (acacias del desierto) de formas caprichosas acompañadas de arbustos rastreros.  –Es tan fértil esta tierra que solo se necesitan unas cuantas gotas de agua para crezca la vida, las plantas –decía Mohamed cada tanto.  
A bordo de las camionetas llegábamos a correr a 120 Km por hora a través de la tierra amarrilla, rojiza o renegrida de piedras pequeñas y pulidas, donde en el horizonte, de repente, se dibujaba la silueta de un rebaño de camellos. A veces atravesamos bastos messereb (llanura de piedras sueltas) que se me antojan compactas autopistas naturales, luego lo que parece un bosquecillo de taljas, pero que es en realidad un wed, un río, en medio del desierto, un río seco.  Cuando llueve estos surcos se llenan de agua, a lo mejor ahora que no ha llovido en tres años, el agua está también allí, solo que no la veo, quizá aquí en la badía solo la ven los beduinos (Badía designa algo como nuestro campo. Beduino, campesino, poblador de esos espacios extensos y poderosos).  He visto dbaba (plural de dab, lagarto del desierto) que son pequeños dragones de unos cuarenta centímetros, negros y brillantes que emiten un sonido seco con sus resoplidos y que salen de sus madrigueras cuando el calor más azota.  He visto serpientes doradas agazapadas entre las rocas; bubisher, el ave de las buenas nuevas y cuervos posados elegantemente entre las espinas de las taljas.  He visto vida, un poco de la vida del desierto.
Mientras miraba a través de la ventana en medio de la nube de polvo y arena que levantábamos a nuestro paso, iba pensando en militares con manos como rocas talladas por el viento sosteniendo una kalashnikov; en la muerte de un beduino; en haimas que como barcos navegan el desierto; en la sed, en la sed corriente, en la intensa, en la excesiva que conduce a beber orina, sangre, gasolina.  Pensaba en un frig viviendo durante tres meses sin agua, solo con la leche de camella, hombres de hierro con dieta láctea; pensaba en manos pintadas con henna lavando los cacharros con fina arena sin necesidad de agua; en hombres orando cinco veces al día en dirección a la meca. Pensaba en los profetas buscando la iluminación en el poderoso desierto.

Al anochecer llegamos a Tifariti, una base militar que está muy lejos de la imagen que esta expresión haría en un colombiano promedio.  Es una bella casa de adobe con habitaciones alfombradas y cojines disponibles para los visitantes. Tifariti, poderoso símbolo de la resistencia saharaui, alguna vez fue un pueblo construido por los españoles, fue bombardeado y tomado por Marruecos y finalmente liberado por el Polisario.  En este mismo lugar Mohamed vivió su vida militar hace ya tiempo, por allá por el 92, un año después de que se detuvo la guerra.  En 1991 el Frente Polisario reconocido como el único representante del pueblo Saharaui, firmó el alto al fuego con Marruecos bajo la supervisión de la ONU.  Se creía que, ahora sí se llevaría a cabo el referéndum de autodeterminación exigido por los saharauis y la ONU desde 1975.  Pero Marruecos continúo aplazándolo, inyectando más población marroquí al territorio y deslegitimizando al Polisario y a la RASD frente a la opinión internacional.

La luz del atardecer dibujaba de amarillo el borde las siluetas de los soldados mientras se lavaban la cara y se cambiaban de ropa para descansar y mientras yo los miraba, Mohamed me hablaba de su vida allí, nueve años fue militar, como estos que nos acompañan ahora llevó el uniforme y empuño el arma, pero en un momento en que todo parecía más posible, en que el futuro de la causa parecía estar más cerca.  En ese entonces su trabajo y el de su pelotón era velar por el sostenimiento del alto al fuego, monitorear el muro, detectar focos de espionaje en los alrededores, ya que desde el principio todo el mundo árabe, a excepción de Argelia, es pro- Marruecos, cualquiera podía ser un infiltrado.

Aún estamos lejos de Agüenit y de camino nos detenemos a comer algo rápido, un sándwich de sardinas, pero aún cuando no se cocina para no gastar demasiado tiempo, siempre se enciende un fuego a la sombra de una intrincada talja, los soldados saharauis prenden sus ramas y separan unos carbones ardientes para hacer el té lentamente.  Se hidratan las hojas y se ponen al fuego. Antes de extender los vasos se derrama un poco de agua para que no se pegue la arena, y empieza a verterse lentamente de vaso en vaso para que el té haga espuma.  Este es el té de la fortaleza, del descanso y de la conversación que recuerda el mate rioplatense y la sagrada hoja de coca de los pueblos andinos.

Cada vez que la caravana se detiene, se ve a los soldados y conductores caminar lentamente con el torso inclinado hacia delante y las manos rozando el lecho de pequeñas piedras sobre la arena.  Con sus dedos revuelven las piedras buscando alguna más renegrida, van juntándolas y luego con la ayuda de un imán verifican si se trata de una simple roca o si es el fragmento de un meteorito, que por el clima del Sahara se mantienen intactos durante décadas.  Desde los noventas el mercado de meteoritos del desierto es amplio para coleccionistas privados, museos y geólogos.  Estos saharauis no desaprovechan la oportunidad de dar con uno que puedan vender en los mercados de los campamentos donde se anuncian junto a otro producto de lujo: Meteoritos y Trufas, estas ultimas consideradas el diamante negro del Sahara, la carne de la tierra como le llaman los beduinos.

Seguimos navegando el desierto y al fondo, como un gigantesco dragón que deja al descubierto su lomo, se alcanza a ver el Rich (La pluma), una cadena montañosa que indica, según los entendidos, que estamos entrado a Tiris, Tiris fecundo, la tierra del mejor pasto, de la libertad beduina, la de los poetas nómadas que desde antaño, desde que eran la sociedad del Bidán, recorrían el desierto persiguiendo las nubes y contando las gestas, recitando las novedades, la guerra, la paz, la vida, los nombres de dios.   Esta es una tierra fuerte que respira vida, tierra legendaria que los suyos han nombrado recordando el cuerpo humano: las enormes montañas de piedra pulida por la erosión y el tiempo se llama Galb, corazón en español, muchos corazones forman Galaba, cadenas de montañas negras e imponentes como el Rich, Galaba Rich.  También hay colinas con formas diversas: dala (costado), sen (diente) hayeb (ceja) esbee (dedo)  hanfra (nariz) sag (piernas). Fuentes de agua, ain (ojo,  auin: ojos) y largas dunas, erg (vena).  
  
Ya de noche tuvimos un par de averías y aunque nuestro conductor, la cabeza de la caravana,  seguía esa estrella que también yo miraba, parecíamos estar perdidos o, lo que era peor, demasiado próximos a una base militar Mauritana en la frontera.  El coche saltaba furioso dunas y resbaladizos wed y yo sentía que iba mar adentro y que no quería detenerme, quería seguir y seguir viendo a través del vidrio las estrellas, sospechando que más allá del cono de luz que producía el auto sobre la arena, no había nada o estaba todo oculto, agazapado en silencio para no ser detectado.   Lo que vino un par de horas después fue la desesperación argelina y el estrés de los saharauis más occidentalizados, como Mohamed que en medio de la oscuridad perdía su interés por traducirme la discusión. Al parecer continuábamos perdidos, pero ahora no valían de nada los GPS que iluminaban las caras argelinas.  Buscábamos una puerta por la que teníamos que entrar al territorio de Agüenit. Sí, una puerta perdida en medio de la oscuridad del desierto.  Rodamos y rodamos por la arena durante un tiempo que parecieron cinco horas pero que no se bien cuánto fue, hasta que por fin la encontramos. Más que una puerta, en realidad era dos columnas adornadas con banderas de la RASD que indicaban que en este lugar estaban asentados soldados saharauis que de lejos vigilaban una sección del muro Marroquí. Ahora si pudimos decir que estábamos en Agüenit.

Lo que nos llevó hasta allí fue un encuentro con al diáspora del sur, los exiliados en Mauritania, poetas y activistas. También asistieron saharauis que viven en los territorios ocupados, son la intifada, la resistencia.  Con Mohamed vamos con calma de habitación en habitación tomando el té con unos y otros, escuchando al poeta que revuelve un manojo de papeles amarillos mientras habla de baraka -el don- dice que el poeta nace siendo tal, que está en la sangre y la tierra la poesía.  Otro, envuelto en su bella darráa (túnica tradicional saharui y mauritana azul o blanca) dice que quien ha resistido estas ancestrales condiciones extremas de la naturaleza, puede resistirlo todo, puede consagrarse a su causa, una que empezó de la nada, con dispersos grupos que robaban armas a los españoles arrastrados por la sed de independencia.


Luego vamos a buscar a nuestros amigos soldados siempre al amparo de una talja haciendo el té y contando historias por turnos, porque como me dijo algún saharaui, los libros son frágiles, se extravían, se rompen, habrá algunos que solo llegan a ser leídos por su autor o un solo lector; mientras que la voz es imperecedera, lo que se conversa es escuchado por todos, se eterniza pasando de boca en boca. Por eso aquí los viejos, e incluso los no tan viejos, son bibliotecas vivas y la conversación entorno al té es mágica y esencial.

Para Mohamed, allá afuera, del otro lado del Mediterráneo, abandonar la conversación, el té, el silbido del viento en las dunas es el precio que hay que pagar cada tanto para hacerse de algo de dinero que le permita a la familia suplir lo que la ayuda humanitaria no cubre. Ese es también el precio que muchos de su edad, los que siguen siendo la generación joven según el Polisario  -aunque están tan cerca de los cincuenta- deben pagar por cumplir su misión por la causa, diplomacia, embajadas, encuentros, conversatorios, todo un arsenal de estrategias que buscan despertar el interés de la comunidad internacional por el destino de su pequeño pueblo.  Mohamed, como tantos otros, desde que nació en los hoy territorios ocupados es un hombre divido, entre su causa y su vida -soy propiedad privada del Polisario, eso primero –dice él mientras mira desde una pequeña colina los campamentos.  Entre los campamentos y Europa.  Entre el pasado y el futuro incierto.

 En el evento ha habido carreras de atletismo corridas a pie descalzos, fútbol y voleibol en medio del desierto, y una exposición de pinturas y de fotos de algunos mártires de la zona.  Ha habido también una maniobra militar.  En una infinita llanura se ha dispuesto un ficticio enclave marroquí, y los militares saharauis lo atacaron varias veces.  La gente, civiles y militares, se esparcieron sobre un escarpado galb donde muchos se mimetizaban entre las rocas y desde allí los hombres vitoreaban las hazañas y a cada estallido que dibujaba una cortina de humo negro en el horizonte las mujeres daban emotivos etzegarit (grito festivo femenino que se emite moviendo la lengua de lado a lado).  Se combatió con infantería, con armas de largo alcance, con tanques. Viendo el espectáculo creía escuchar a los Saharauis gritar ¡estamos listos, más que antes, más que nunca, estamos listos para la guerra! Muchos consideran ya caduco el camino diplomático, como el veterano aquél en los campamentos de refugiados que me dijo que Marruecos no entregará nada voluntariamente, habrá que arrebatárselo dando la batalla como antaño –dijo él- cuando mujeres y niños también salieron a enfrentar dos ejércitos más fuertes y numerosos.  Mirando fijamente a mi cámara, el anciano dijo que los Saharauis son buenos por las buenas, y malos, muy malos por las malas. 

En las noches, en un escenario en medio del desierto protegido del viento por un enorme círculo de tráileres, sucede el evento cultural, música saharaui cantada por mujeres con melfas tradicionales (melfa: velo saharaui que cubre la cabeza y todo el cuerpo), poetas que recitan temas humorísticos alguno, pero la mayoría aborda asuntos políticos asociados a la causa.  Aquí hasta los soldados son poetas, con su uniforme bien puesto se levantan orgullosos a recitar; uno sobretodo, muy joven y con semblante severo, ha tenido gran éxito entre el público, me dicen que su poesía recitada en hassanía increpaba a los políticos, exigía abandonar el camino diplomático, el de la espera pacífica, para, una vez más, tomar las armas y recuperar lo que les pertenece.


Al día siguiente emprendimos el camino de regreso, una vez más a recorrer los casi mil kilómetros ahora hacia el norte, alejándonos de este lugar, uno de los territorios más escasamente poblados del mundo y posiblemente el de menor densidad de población, este donde el bien más preciado, el verdadero oro del desierto, son las noticias.  Los saharauis aquí, en la diáspora, en los campamentos, en todos lados son reconocidos por su hospitalidad, y lo que parece estar justo en su origen, es el valor de la noticia.  En la vida nómada, la cuna de lo saharauis, el visitante es la conexión con el mundo, es el vehículo de información, el vínculo entre un frig y otro.  Por medio del visitante se sabe de los nacimientos, los decesos, la ubicación de los buenos pastos, la lluvia, la paz y la guerra. 
Así, entre nube y nube –porque el móvil de la vida nómada es ese, perseguir la lluvia para alimentar el ganado que da comida, bebida, techo y vestido–, cada tanto llega un visitante. Mil preguntas, mil respuestas, colonia para el invitado, leche fermentada, té, incienso, todo para halagarlo y agradecerle las noticias que sin duda trae.   Como la historia de aquel hombre que me contó sobre su padre, que una vez, hacía ya mucho, había cambiado un valioso camello de su rebaño, que hoy por hoy puede costar unos 1000 euros, por una radio, una radio que como una buena visita le contara del mundo, de sus gentes.
Aun hoy, allá arriba en las haimas de los campamentos de refugiados se enciende el incienso, se pone la tetera sobre la pequeña estufa de carbón, se ofrece jugo y leche de caja, galletas, dátiles, lo que haya a mano será suficiente para decirle al invitado que siempre será bien recibido, que su noticia era esperada, necesaria; como esta que traigo yo, la noticia sobre Mohamed y aquella, su gente, que desde hace cuarenta años esperan en el infierno el momento de volver a casa.
  

domingo, 16 de octubre de 2016

MI ABUELO TIGRE


Si pudiera, le preguntaría al tigre, porque él, que conoce todos los secretos, también debe tener su versión.  Pero no puedo.  Nunca pude hablar con uno, aunque intenté.  Ni siquiera lo conseguí con mi abuelo, el que se convertía en ese tigre robusto para salir de cacería al monte. No hablé con ninguno, ni con ese, ni con el otro tigre, que cuando lo conocí, estaba a solo segundos de convertirse en difunto. 

Aunque era el nieto de Pandehumo, un chamán grande como hubo pocos,  yo terminé de criarme lejos de su maloca.  A la hacienda del patrón llegué siendo un niño no más, un niño que no conocía una sola palabra del español. Ahí me crié y me civilizaron, como decían.  Crecí cuidando el ganado, ordeñando, cocinando, aprendí a hacer el arroz, la carne sudada, todo.  Pero aunque me trataban como a un hijo y me enseñaron a hablar así de bien como me oyen, ese lugar no me quería, y el que me lo hacía saber era Centinela, que no me soportaba, me odiaba y se le veía en los ojos que se volvían candela cuando yo pasaba por ahí cerquita.  Uno de esos días, yo estaba con la comida, llevaba horas cocinando y luego sirviendo para todos esos niños y los señores, pero no estaba cansado, en esa época yo nunca me cansaba.  Iba ahí caminando tan derechito como podía llevando dos platos grandes de sopa cuando lo vi,  lo miré y supe que estaba por traicionarme.   Centinela corrió hacia mí y mientras tanto yo iba haciendo volar los platos por los aires, me giré y el maldito perro me mordió una nalga, la sopa cayó como cascada encima de la señora y sonaron los platos rompiéndose contra el piso.  Y no, aunque dijeran otra cosa por ahí, a mí no me echaron, yo me fui de la hacienda porque sabía que Centinela no iba a dejarme tranquilo y, en el fondo sabía también que al final o él me mataba, o lo mataba yo a él, y eso de matar perros, todo el mundo lo sabe, trae muy mala fortuna.  Así que me fui huyéndole a la mala suerte sin saber que ella ya tenía su mano tendida sobre mí desde hacía mucho.  Volví a mi familia y a la maloca grande del abuelo Pandehumo.

Después de eso me puse a cazar, le dije a mi papá: consigamos la escopeta y vamos al centro del monte.   Las escopetas entonces eran caras, todavía son, pero mi papá encontró la manera de comprar una y nos íbamos juntos. Matábamos borugo, guara, venado, cerillo y luego vendíamos en el pueblo y en Leticia. 20 centavos, 30 centavos por libra. Yo todavía guardo centavos de esos, mi hijo un día quería tirarlos, pero no, son los recuerdos de mi juventud, yo me los gané cuando más fuerte era y merezco tenerlos conmigo.

Aunque quise mucho esa escopeta que terminó siendo mía y después fue por un tiempo de mi hijo el que quedó vivo, no el bobo, sino el otro, yo aprendí a cazar con otras armas mucho antes, con mi abuelo.  Pandehumo era un hombre pequeñito, cuando me acuerdo de él se me cruza por la cabeza la figura del marcianito ese de una película que miré un día: pequeñito, regordete y con los brazos extrañamente largos. Pandehumo parecía inofensivo, pero era un chamán de temer por aquí.   Él lo sabía todo sobre el monte, cuando joven se había internado mucho tiempo allí para que la selva le hablará y le enseñara sus secretos.    El abuelo aprendió y conoció a los dueños de todo, porque todos los animales, los árboles y los salados en la selva tienen su dueño, y a ellos hay que saber pedirles permiso para llevarse sus cosas.
Antes de que me mandaran a la hacienda, Pandehumo ya me había enseñado a usar la flecha y el arco, me obligaba a pasar dos días a su lado viendo cómo se cocinaba el curaré y luego salíamos con las flechas que tenían la punta pintada con ese veneno y las escupíamos con la cerbatana larga que casi no podía yo sostener: puf puf, y caían uno, dos churucos y los otros de la manada ni cuenta se daban.  
Pandehumo era bueno conmigo, me enseñaba los arboles donde vivían los espíritus y me susurraba en la nuca palabras que yo no conocía envueltas en humo.  Una vez, a escondidas de mi mamá, me robó en medio de la noche y me llevó rumbo a la selva, dijo que me convertiría en chamán. No conseguimos ir muy lejos antes de que mi mamá enfurecida llegara a nuestro encuentro. Sin mirarlo directamente, porque eso habría sido un desafío, le dijo que no, que yo no sería como él.  Después de eso, tras unos meses, vino mi historia con la hacienda y con Centinela.

Hay sueño que es bueno soñar y sueño malo, sueño muy malo, decía Pandehumo en un español muy rústico que le enseñaron los curas.  Con el tiempo uno va aprendiendo a distinguirlos.  Soñar con muchos soldados, por ejemplo un batallón entero, es bueno, al día siguiente se mete uno en el monte y ve el caminito de la guara, y ahí seguro la mata.  Soñar mujer, es a veces bueno y a veces malo.  Pero esos sueños se repiten y entonces uno va conociendo a esa mujer, va sabiendo si tiene o no buen espíritu: si después de soñarla el cazador va al monte y no trae nada, era mal espíritu, ya la próxima vez que aparezca en sueños, así este toda untada de barro que lo hace pensar a uno en un puerco de monte, no, el cazador no sale, ya sabe que es mal sueño.  Pero si sueña un motelo o una culebra, sabe siempre que es malo, sabe que si va al monte caminará horas, días, bebiendo el agua de la quebradas y siguiendo un rastro engañoso, con hambre y sin cazar ningún animal.
De ese asunto de los sueños hablaba mucho Pandehumo, pero ya no conmigo, porque nunca volvió a hablarme directamente desde ese día que mi mamá impidió que él me robará para hacerme chamán.  Decía que los sueños saben cosas y solo el necio es capaz de ignorarlos.   Eso decía.  Yo, acurrucado, escuchaba mientras él conversaba con otros viejos, y a veces me escondía para vigilar su sueño, lo miraba tendido en la hamaca: un pie conectando con el suelo y otro arriba, los brazos cruzados sobre la barriga.  Lo vigilaba porque había escuchado cosas, decían que Pandehumo cuando dormía se convertía en boa, en oso hormiguero, en árbol.   Aun cuando lo miré mucho tiempo con disciplina, por esos días nunca lo vi ser mas que ese abuelo casi enano y barrigón.   Pero fue después, cuando estaba yo distraído que lo vi, vi que mi abuelo era un tigre.
Fue en mitad de la tarde, en la maloca no había nadie más que él tendido en su hamaca, yo venía de la chagra y me senté en una piedra fuera de la maloca, traía unas yucas que tiré al suelo y me quedé mirando los dibujos que el sudor que se escurría de mi cara hacía en la tierra.   Un ruido espantoso, como un bramido atronador, llamó mi atención y miré hacia la hamaca, alcanzaba a ver el pie conectado con la tierra de Pandehumo. La hamaca se mecía suavemente de lado a lado y, de repente, el pie en tierra hizo un movimiento fuerte y la hamaca dio un giro completo sobre sí misma, como un trompo, y mientras todavía se movía vi salir de entre las fibras una garra robusta y pesada y a continuación el cuerpo pardo pintado de un tigre mariposo que, sin prisa, fue alejándose a zancadas de la maloca, hasta que se perdió entre el monte.   Yo permanecí sentado como una estatua mirando en la dirección en que Pandehumo se había alejado.  Al fin recordé la hamaca, seguía moviéndose perezosamente pero ya no se veía el pie en tierra.  Seguí mirando durante casi tres horas, sentía que las rodillas me aguijoneaban pero no pensaba bajar la guardia, hasta que una vez más el rugido se escuchó y la hamaca volvió a girar con fuerza y, frente a mí, el pie conectado a la tierra volvió a posarse como si solo hubiera estado recogido sobre la barriga.  Corrí hasta allí y vi a Pandehumo hundido en la hamaca desperezándose, le hablé pero, igual que siempre, hizo como si voz no existiera.  Sin mirarme gritó el nombre de alguno de sus hijos y le indicó un punto específico en la selva, dijo que fuera a recoger la caza que él había dejado.  Yo seguí allí, frente a Pandehumo, hasta que los hombres volvieron con las borugas y el churuco que el tigre había dejado justo donde el abuelo acababa de indicar.
Muchos años después, se dio mi segundo encuentro con el tigre.  Justo antes de verlo, tuve uno de aquellos sueños.  Soñé que por el monte tupido caminaba un cura con su sotana larga y negrísima, andaba entre las matas y el fango, porque ahí cerquita había una quebrada.  Él andaba casi volando por encima de todo, se veía como un santito.  Era de madrugada cuando me desperté bañado en sudor y dije en voz alta, me acuerdo: dios mío, ¿ese qué animal es?  Me puse las botas, cogí la escopeta y mi único cartucho, y salí rumbo al monte.  
Caminé muchas horas hasta que llegué ahí a donde yo sabía que tenía que llegar,  me eché en el suelo contra un árbol grande y clavé mis ojos en el mismo lugar que veía mi escopeta.   De repente, allá en el fondo, casi al frente de un arrollo, vi algo, era como una mariposa grande y pesada que se elevaba un poco y caía al suelo, se levantaba y bajaba: fuu, pum, fuu, pum.  Yo estaba embelesado mirando cuando descubrí que más atrás se levantaba la cadera imponente de un animal.  Junto al arrollo había un lomita pequeña, ahí estaba él echado con la cabeza frente al agua y la cola hacia mí. Me acomodé para mirar mejor y vi que la mariposa no era más que la punta negra del rabo del tigre que se elevaba mientras él dormitaba.  Me quedé quietecito, pensé en ir hacia él, en retroceder y huir pero, antes de que yo terminara de decidir, la cabeza enorme se giró de golpe hacia mí y pude ver los huecos negros de su hocico ensanchándose, me había olido.  Y ahí estaba yo parado con mi escopeta, mirando esos ojos que me devolvían la mirada.  El animal saltó en dirección a mí y yo pensé: echo plomo o me muero.  ¡Pum!  Le di entre dos costillas.  Cayó y reculando se quedó detrás de un palo grande.  Yo seguía ahí quieto, pensando que si se movía otra vez ganaba él, porque yo no tenía más cartuchos.   Era gigantesco, como un ternero grande y pesado, todo musculo era ese tigre mariposo.  Yo seguí mirándolo y pude ver cuando cerró los ojos y se quedó así, casi como yo lo había encontrado, tendido junto al arrollo.  Hasta ahí llegó la vida del tigre, hasta que se topó conmigo.   Lo dejé y eché a andar de regreso a casa.  Ese cura que volaba había sido un muy mal sueño, después de matar a ese tigre solo podían venir días de mala suerte para un cazador como yo.
Y lo que llegó con el tiempo fue hambre y pobreza.  No cazaba nada, no conseguía pescar. La escopeta se cayó al lago, las flechas se doblaban como si fueran ramitas.  Mi mujer se fue y me dejó solo.  Yo, buscando otro camino, sembré en la chagra, compré pollos y ovejos, pero en una sola noche un monstruo amarillo, como dijo la muchacha que cuidaba la chagra,  se comió todo y destruyó el sembrado de plátano y de yuca.  No quedó nada.  Después de eso, por líos de tierras un hijo mío, ambicioso como pocos, terminó matando al otro, al que había nacido bobo pero con buen corazón. Y así me quedé sin nada: sin chagra, sin caza, sin mujer, sin hijos, porque el que quedó vivo ya no es  hijo mío, ojalá esté muerto o pudriéndose en un pantano brasilero.

Ahora,  puesto a pensar en medio de mi soledad, creo que todo fue culpa de ese tigre, o mas bien culpa mía por matar a ese tigre que solo estaba esperando por mí.  Si hubiera podido hablar con él, hace años, le habría preguntado si era el mismísimo Pandehumo, si una vez más trataba de invitarme a conocer los misterios de la selva y los espíritus.  Siendo ya este hombre viejo y cansado, no necesito preguntar nada, estoy seguro que sin saberlo, maté a Pandehumo tigre, y luego él desde el lado oculto vino a acabar conmigo por haber despreciado dos veces la oportunidad de ser como él: el hombre árbol, el hombre boa, el hombre oso, el hombre tigre.