Si pudiera, le
preguntaría al tigre, porque él, que conoce todos los secretos, también debe
tener su versión. Pero no puedo. Nunca
pude hablar con uno, aunque intenté. Ni
siquiera lo conseguí con mi abuelo, el que se convertía en ese tigre robusto para
salir de cacería al monte. No hablé con ninguno, ni con ese, ni con el otro
tigre, que cuando lo conocí, estaba a solo segundos de convertirse en difunto.
Aunque era el nieto de Pandehumo, un chamán grande como hubo
pocos, yo terminé de
criarme lejos de su maloca. A
la hacienda del patrón llegué siendo un niño no más, un niño que no conocía una
sola palabra del español. Ahí me crié y me civilizaron, como decían. Crecí cuidando el ganado, ordeñando,
cocinando, aprendí a hacer el arroz, la carne sudada, todo. Pero aunque me trataban como a un hijo
y me enseñaron a hablar así de bien como me oyen, ese lugar no me quería, y el
que me lo hacía saber era Centinela, que no me soportaba, me odiaba y se le
veía en los ojos que se volvían candela cuando yo pasaba por ahí cerquita. Uno de esos días, yo estaba con
la comida, llevaba horas cocinando y luego sirviendo para todos esos niños y
los señores, pero no estaba cansado, en esa época yo nunca me cansaba. Iba ahí caminando tan derechito como
podía llevando dos platos grandes de sopa cuando lo vi, lo miré y supe que estaba por
traicionarme. Centinela
corrió hacia mí y mientras tanto yo iba haciendo volar los platos por los
aires, me giré y el maldito perro me mordió una nalga, la sopa cayó como
cascada encima de la señora y sonaron los platos rompiéndose contra el
piso. Y no, aunque dijeran
otra cosa por ahí, a mí no me echaron, yo me fui de la hacienda porque sabía
que Centinela no iba a dejarme tranquilo y, en el fondo sabía también que al
final o él me mataba, o lo mataba yo a él, y eso de matar perros, todo el mundo
lo sabe, trae muy mala fortuna. Así
que me fui huyéndole a la mala suerte sin saber que ella ya tenía su mano
tendida sobre mí desde hacía mucho. Volví
a mi familia y a la maloca grande del abuelo Pandehumo.
Después de eso me puse a cazar, le dije a mi papá: consigamos la escopeta y vamos al
centro del monte. Las
escopetas entonces eran caras, todavía son, pero mi papá encontró la manera de
comprar una y nos íbamos juntos. Matábamos borugo, guara, venado, cerillo y
luego vendíamos en el pueblo y en Leticia. 20 centavos, 30 centavos por libra.
Yo todavía guardo centavos de esos, mi hijo un día quería tirarlos, pero no,
son los recuerdos de mi juventud, yo me los gané cuando más fuerte era y
merezco tenerlos conmigo.
Aunque quise mucho esa escopeta que terminó siendo mía y después
fue por un tiempo de mi hijo el que quedó vivo, no el bobo, sino el otro, yo
aprendí a cazar con otras armas mucho antes, con mi abuelo. Pandehumo era un hombre pequeñito,
cuando me acuerdo de él se me cruza por la cabeza la figura del marcianito ese
de una película que miré un día: pequeñito, regordete y con los brazos
extrañamente largos. Pandehumo parecía inofensivo, pero era un chamán de temer
por aquí. Él lo sabía
todo sobre el monte, cuando joven se había internado mucho tiempo allí para que
la selva le hablará y le enseñara sus secretos. El abuelo aprendió y conoció a los
dueños de todo, porque todos los animales, los árboles y los salados en la
selva tienen su dueño, y a ellos hay que saber pedirles permiso para llevarse
sus cosas.
Antes
de que me mandaran a la hacienda, Pandehumo ya me había enseñado a usar la
flecha y el arco, me obligaba a pasar dos días a su lado viendo cómo se
cocinaba el curaré y luego salíamos con las flechas que tenían la punta pintada
con ese veneno y las escupíamos con la cerbatana larga que casi no podía yo
sostener: puf puf, y caían uno, dos churucos y los otros de la manada ni cuenta
se daban.
Pandehumo
era bueno conmigo, me enseñaba los arboles donde vivían los espíritus y me
susurraba en la nuca palabras que yo no conocía envueltas en humo. Una vez, a escondidas de mi mamá, me
robó en medio de la noche y me llevó rumbo a la selva, dijo que me convertiría
en chamán. No conseguimos ir muy lejos antes de que mi mamá enfurecida llegara
a nuestro encuentro. Sin mirarlo directamente, porque eso habría sido un
desafío, le dijo que no, que yo no sería como él. Después de eso, tras unos meses, vino
mi historia con la hacienda y con Centinela.
Hay sueño que es bueno soñar y sueño malo, sueño muy malo, decía Pandehumo en un español muy
rústico que le enseñaron los curas. Con
el tiempo uno va aprendiendo a distinguirlos. Soñar con muchos soldados, por ejemplo
un batallón entero, es bueno, al día siguiente se mete uno en el monte y ve el
caminito de la guara, y ahí seguro la mata. Soñar mujer, es a veces bueno y a
veces malo. Pero esos
sueños se repiten y entonces uno va conociendo a esa mujer, va sabiendo si
tiene o no buen espíritu: si después de soñarla el cazador va al monte y no
trae nada, era mal espíritu, ya la próxima vez que aparezca en sueños, así este
toda untada de barro que lo hace pensar a uno en un puerco de monte, no, el
cazador no sale, ya sabe que es mal sueño. Pero si sueña un motelo o una culebra,
sabe siempre que es malo, sabe que si va al monte caminará horas, días,
bebiendo el agua de la quebradas y siguiendo un rastro engañoso, con hambre y
sin cazar ningún animal.
De
ese asunto de los sueños hablaba mucho Pandehumo, pero ya no conmigo, porque
nunca volvió a hablarme directamente desde ese día que mi mamá impidió que él
me robará para hacerme chamán. Decía
que los sueños saben cosas y solo el necio es capaz de ignorarlos. Eso decía. Yo, acurrucado, escuchaba mientras él
conversaba con otros viejos, y a veces me escondía para vigilar su sueño, lo
miraba tendido en la hamaca: un pie conectando con el suelo y otro arriba, los
brazos cruzados sobre la barriga. Lo
vigilaba porque había escuchado cosas, decían que Pandehumo cuando dormía se
convertía en boa, en oso hormiguero, en árbol. Aun cuando lo miré mucho tiempo con
disciplina, por esos días nunca lo vi ser mas que ese abuelo casi enano y
barrigón. Pero fue
después, cuando estaba yo distraído que lo vi, vi que mi abuelo era un tigre.
Fue
en mitad de la tarde, en la maloca no había nadie más que él tendido en su
hamaca, yo venía de la chagra y me senté en una piedra fuera de la maloca,
traía unas yucas que tiré al suelo y me quedé mirando los dibujos que el sudor
que se escurría de mi cara hacía en la tierra. Un ruido espantoso, como un bramido
atronador, llamó mi atención y miré hacia la hamaca, alcanzaba a ver el pie
conectado con la tierra de Pandehumo. La hamaca se mecía suavemente de lado a
lado y, de repente, el pie en tierra hizo un movimiento fuerte y la hamaca dio
un giro completo sobre sí misma, como un trompo, y mientras todavía se movía vi
salir de entre las fibras una garra robusta y pesada y a continuación el cuerpo
pardo pintado de un tigre mariposo que, sin prisa, fue alejándose a zancadas de
la maloca, hasta que se perdió entre el monte. Yo permanecí sentado como
una estatua mirando en la dirección en que Pandehumo se había alejado. Al fin recordé la hamaca, seguía
moviéndose perezosamente pero ya no se veía el pie en tierra. Seguí mirando durante casi tres horas,
sentía que las rodillas me aguijoneaban pero no pensaba bajar la guardia, hasta
que una vez más el rugido se escuchó y la hamaca volvió a girar con fuerza y,
frente a mí, el pie conectado a la tierra volvió a posarse como si solo hubiera
estado recogido sobre la barriga. Corrí
hasta allí y vi a Pandehumo hundido en la hamaca desperezándose, le hablé pero,
igual que siempre, hizo como si voz no existiera. Sin mirarme gritó el
nombre de alguno de sus hijos y le indicó un punto específico en la selva, dijo
que fuera a recoger la caza que él había dejado. Yo seguí allí, frente a Pandehumo,
hasta que los hombres volvieron con las borugas y el churuco que el tigre había
dejado justo donde el abuelo acababa de indicar.
Muchos años después, se dio mi segundo encuentro con el
tigre. Justo antes de verlo, tuve uno de aquellos sueños. Soñé que por el monte tupido caminaba
un cura con su sotana larga y negrísima, andaba entre las matas y el fango,
porque ahí cerquita había una quebrada. Él andaba casi volando por encima
de todo, se veía como un santito. Era
de madrugada cuando me desperté bañado en sudor y dije en voz alta, me acuerdo:
dios mío, ¿ese qué animal es? Me
puse las botas, cogí la escopeta y mi único cartucho, y salí rumbo al
monte.
Caminé
muchas horas hasta que llegué ahí a donde yo sabía que tenía que llegar, me eché en el suelo contra un
árbol grande y clavé mis ojos en el mismo lugar que veía mi escopeta. De repente, allá en el fondo,
casi al frente de un arrollo, vi algo, era como una mariposa grande y pesada
que se elevaba un poco y caía al suelo, se levantaba y bajaba: fuu, pum, fuu,
pum. Yo estaba embelesado
mirando cuando descubrí que más atrás se levantaba la cadera imponente de un
animal. Junto al arrollo
había un lomita pequeña, ahí estaba él echado con la cabeza frente al agua y la
cola hacia mí. Me acomodé para mirar mejor y vi que la mariposa no era más que
la punta negra del rabo del tigre que se elevaba mientras él dormitaba. Me quedé quietecito, pensé en ir hacia
él, en retroceder y huir pero, antes de que yo terminara de decidir, la cabeza
enorme se giró de golpe hacia mí y pude ver los huecos negros de su hocico
ensanchándose, me había olido. Y
ahí estaba yo parado con mi escopeta, mirando esos ojos que me devolvían la
mirada. El animal saltó en
dirección a mí y yo pensé: echo
plomo o me muero. ¡Pum! Le di entre dos costillas. Cayó y reculando se quedó detrás de un
palo grande. Yo seguía ahí
quieto, pensando que si se movía otra vez ganaba él, porque yo no tenía más
cartuchos. Era
gigantesco, como un ternero grande y pesado, todo musculo era ese tigre
mariposo. Yo seguí
mirándolo y pude ver cuando cerró los ojos y se quedó así, casi como yo lo
había encontrado, tendido junto al arrollo. Hasta ahí llegó la vida del tigre,
hasta que se topó conmigo. Lo
dejé y eché a andar de regreso a casa. Ese
cura que volaba había sido un muy mal sueño, después de matar a ese tigre solo
podían venir días de mala suerte para un cazador como yo.
Y lo
que llegó con el tiempo fue hambre y pobreza. No cazaba nada, no conseguía pescar.
La escopeta se cayó al lago, las flechas se doblaban como si fueran
ramitas. Mi mujer se fue y
me dejó solo. Yo, buscando
otro camino, sembré en la chagra, compré pollos y ovejos, pero en una sola
noche un monstruo amarillo,
como dijo la muchacha que cuidaba la chagra, se comió todo y destruyó el sembrado
de plátano y de yuca. No
quedó nada. Después de eso,
por líos de tierras un hijo mío, ambicioso como pocos, terminó matando al otro,
al que había nacido bobo pero con buen corazón. Y así me quedé sin nada: sin
chagra, sin caza, sin mujer, sin hijos, porque el que quedó vivo ya no es
hijo mío, ojalá esté muerto o
pudriéndose en un pantano brasilero.
Ahora, puesto a pensar en medio de mi
soledad, creo que todo fue culpa de ese tigre, o mas bien culpa mía por matar a
ese tigre que solo estaba esperando por mí. Si hubiera podido hablar con él, hace
años, le habría preguntado si era el mismísimo Pandehumo, si una vez más
trataba de invitarme a conocer los misterios de la selva y los espíritus. Siendo ya este hombre viejo y
cansado, no necesito preguntar nada, estoy seguro que sin saberlo, maté a
Pandehumo tigre, y luego él desde el lado oculto vino a acabar conmigo por
haber despreciado dos veces la oportunidad de ser como él: el hombre árbol, el
hombre boa, el hombre oso, el hombre tigre.
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