lunes, 26 de agosto de 2013

LOS DE ARRIBA (MUJER DE PIE FRENTE A LA VENTANA)


–Está todo mal, todo se ha podrido– alcancé a decir en voz alta cuando los vi bajar como una avalancha de cerdos caníbales. Desde mi ventana parecían morderse brazos y piernas mientras se desperdigaban afanosamente por la falda del cerro. 
Corrían, corrían y corrían. Yo los miraba sosteniendo con furia mi pocillo y lo que veía no eran esos muchachos de cabello cortado como un cepillo, eran trozos de montaña que se desprendían y rodaban en dirección a mi casa, en la colina del frente.  A medida que bajaban, el tinto se revolvía como si un elefante saltara en al sala, pero pronto pude notar que era el temblor aterrado de mis manos lo que hacía que el líquido se sacudiera.  
Pensé en salir y traer a las dos gallinas, amarrar a Ignacio a una pata de la mesa, cerrar la puerta con llave y tranca de madera, ajustar la ventana y rezar pensando en Trina. Pensé en echarme las gallinas bajo el brazo, a Ignacio sobre los hombros y correr, correr como una endemoniada.  Mientras el pocillo tintineaba contra el anillo en mi dedo y yo permanecía apostada frente a la ventana viéndolos bajar, pensé en Trina, obsesivamente pensé en la atlética y atigrada Trina, la pobre andaría a sus anchas entre la hierva y seguro no alcanzaría a arrastrarla conmigo. 
Todo se había ido de forma irreversible al demonio, y yo, petrificada como una estatua de cera de las que el circo llevaba al pueblo, miraba esperando que la avalancha informe se llevará mi casa, mis animales, a mí.  Al tintineo entre mis dedos se sumaba lentamente un rumor lejano, trozos agudos de palabras, de gritos que el cerro arrojaba a mi ventana, un iiiiooooo largo y amargo, sssss, ooooonnnnn, sssss, rrooooo, sssss, sss, sssss.   SSSSeparé mis ojos del cerro, los clavé sobre el líquido renegrido y lo único que alcancé a distinguir entre los reflejos del bombillo que colgaba sobre mi cabeza era a Trina, Trina mirándome fijo, reprochándome por haberla abandonado imaginariamente a su suerte, por lo que venía bajando dando aullidos, por lo que estaba por pasarnos a todos. Y justo cuando levanté la cabeza para examinar el techo con la intención de verificar si Trina estaba allí o, si por el contrario había sido solo la culpa jugándome una mala pasada, sonaron los primeros estallidos: pumm, pumm, pumm.  Tragué un sorbo grueso de saliva y entonces los vi. Primero los de más arriba caían de cara al suelo, luego los de abajo que de repente corrían mucho más rápido, se deslizaban hasta que el pummm los alcanzaba y entonces resultaban tendidos de un salto seco contra la tierra.  Los demás seguían corriendo y corriendo. Iiiiiiiooooo, orrroooooo, ssss, onnnnn, ssss, rrooooonnnnn. Pum. Pum. Pum.  Un pecho convulsionado halaba el cuerpo hacía el frente, una cara arrastraba un arrume de tierra y se clavaba, una espalda dibujaba una curva pronunciada antes de quedar convertida en una inerte línea horizontal.  Cayó uno, cayeron cinco, diez, veinte. Pum, pum pum, pum. Treinta, cuarenta, pum pum, no se cuántos. Pum. Pum.
–Nos mataron– alcanzó a gritar uno que parecía mirarme y perversamente sonreír antes de que su cuerpo, largo y seco, también cayera de golpe al suelo, como si su pie se hubiera enredado con un fino pero durísimo hilo tendido a la altura de su tobillo.  Desde abajo, sus ojos aún me miraban y yo alcancé a pensar que plantada entre la tierra, su boca todavía conservaba la misma mueca.  –Nos mataron–  grité yo también hacia dentro cuando sentí el cuerpo aterciopelado de Trina rozando mi pierna derecha.


lunes, 19 de agosto de 2013

INQUINA


Estaba segura que la vieja le tenía ojeriza, siempre seguía todos sus movimientos con esos ojos emponzoñados y rodeados de profundas arrugas, esos ojos verdes que sólo cuando la miraban a ella se tornaba de un amarillo mórbido.  La acechaba mientras ella iba de aquí para allá moviendo sus grandes caderas al ritmo de cada trapeada, o cuando, con el delantal ciñendo su cintura, agitaba con cuidado el guiso en la enorme olla.
Ella sabía, la vieja le tenía inquina.  De poder hacerlo al amparo del día, le habría clavado palillos en los ojos y bajo las uñas de manos y pies pero, nunca llegó a imaginarse que el odio de una mujer pudiera llegar a convertirse en eso, en un sapo negro, gordo y baboso que aparecía entre sus piernas cada mañana después de haber recibido la vista del viejo.

miércoles, 14 de agosto de 2013

PRINCIPIANTE


Sólo pensaba en su mano, en tocarla, en sentirla caliente acariciando su cuerpo.  Ella hablaba sin parar sobre cualquier cosa.  No era ningún experto, pero había oído rumores, sabía cómo asentir de forma convincente, cómo hacer sutiles ruidos con la garganta que indicaran que estaba absolutamente concentrado en lo que ella decía, aunque, por supuesto, importara tan poco de lo que hablara. 
Pero algo debió presentir ella, algo debió habérsele escapado a él, porque antes de que se diera plena cuenta, ella lo sacó de la cajita de plástico, hizo un anillo con  el índice y el pulgar alrededor de su cuello y apretó a la vez dedos y dientes hasta que, finalmente, estuvo segura de que había muerto.  Después, mientras se alejaba, lo tiró por encima de su hombro a la calle justo antes de que pasara un taxi que no se detuvo ante el triste cadáver del hámster.

DE MAL AGÜERO


Hacía horas que ninguno hablaba. Ahora ni siquiera se miraban, ya no sentían ninguna curiosidad, ningún interés por ocupar los pensamientos en algo que no fuera eso, ahí, ellos.  El pudor también había terminado por esfumarse con el tiempo. Que los cuerpos se vieran de ese color enfermo, que hedieran así, tan diferente al olor de cualquier cosa realmente viva,  ya no le importaba a ninguno.
Cuando la sombra de las enormes alas dibujada en el suelo se fue haciendo más pequeña, hasta que quedó casi cubierta por el ave gigantesca, la mayoría ya había muerto.