Estaba
segura que la vieja le tenía ojeriza, siempre seguía todos sus movimientos con
esos ojos emponzoñados y rodeados de profundas arrugas, esos ojos verdes que
sólo cuando la miraban a ella se tornaba de un amarillo mórbido. La
acechaba mientras ella iba de aquí para allá moviendo sus grandes caderas al
ritmo de cada trapeada, o cuando, con el delantal ciñendo su cintura, agitaba
con cuidado el guiso en la enorme olla.
Ella sabía, la vieja le tenía inquina. De poder hacerlo al
amparo del día, le habría clavado palillos en los ojos y bajo las uñas de manos
y pies pero, nunca llegó a imaginarse que el odio de una mujer pudiera llegar a
convertirse en eso, en un sapo negro, gordo y baboso que aparecía entre sus
piernas cada mañana después de haber recibido la vista del viejo.
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