martes, 21 de enero de 2014

EL CLUB DE LOS RABIOSOS (V): Encaletado (Por: El Darko)

      Estar encaletado me da no sé qué, como un aburrimiento, unas ganas de no mover ni un dedo por mi propia cuenta.  Uno está ahí metido en una casa que no es suya, embutido entre tanta canasta de cerveza y oyendo a lo lejos los novelones de la mujer del viejo Cantor. Hay guitarras grandes y chiquitas, con muchas o pocas cuerdas colgando en todas las paredes.  Como un zumbido escucho que sale desde el primer piso esa música que oye el viejo cuando está solo, música que seguro hacen con las guitarras estas grandes y chiquitas. Se pasa el día mientras yo miro pa’l techo y veo fotos viejas de gente que no conozco, y hasta creo que el viejo ya ni se acordará de quiénes son todos estos: la señora del sombrerote, la niña morochita con esos labios rechonchos que piden besos, o el señor viejito, más viejo que el mismísimo viejo Cantor, que tiene un bebé feo como pocos en los brazos.
     Pero por fin la señora del viejo Cantor, -que cuando habla no lo mira a uno a los ojos, sino que mira como por encima, y uno con esa tentación de voltear pa’ atrás a ver qué es lo que mira la vieja- se me acercó y me dijo que fuera con ella.  Subimos por la escalera que da a una puertica metálica cerrada con un candado, y la única que tiene la llave es la vieja, y me abre, y con la boca señala una silla, y luego con la boca otra vez señala un tocadiscos de hace mil años.
– Pa’ que por lo menos oiga algo, mijo.
Y la vieja sonríe cariñosamente, pero no me sonríe a mi sino a la cosa esa que debe haber detrás mío y que yo no puedo ver.
     Aquí estoy, sentado en la sillita de mimbre sin teja sobre mi cabeza mirando los techos de las casas y oyendo un disco de los que me dejó la vieja. Suena bien, como ronco, pero bien. Me inclino un poco para ver qué pasa abajo, en la calle.  Ahí pasa la señora flaquita de la droguería con su culimbo al lado.  Allá lejos vienen los muchachos, los reconozco porque los tres caminan chistoso, como hombres grandes envueltos en esos cuerpos flacos y encorvados.  ¡El Quique! El Quique está entrando a la tienda.  No, no me levanté así de repente porque tenga miedo, qué miedo me va a dar el culicagadito ese de siete años, tampoco estoy mirando escondido detrás de la silla para ver si viene mi dizque papá, no, miro solo por mirar.
Suena la puerta metálica, y a lo lejos la vieja de Cantor:
– Mijo, lo buscan
Y entra el Quique caminando despacito, mirando pa’ todos lados
– Miguelito, que esta no es la casa suya.
– ¿Cuál Miguelito? Le dije que me llamo Darko.
Y el mocoso se hecha a reír, y toma tu palmada en esa frente grandota
– Bobo… que mi mamá que ahí le manda.
Y me extiende el portacomidas rojo que a veces le da a mi dizque papá cuando el trabajo está largo y sabe que no va a volver a la casa por muchas horas.  Yo me sonrió, pero digno, que yo no necesito esas cosas.  Lo pongo en el piso y miro fijo al Quique que se ríe y me tira un sobrecito. Yo lo recojo y lo vuelvo a mirar amenazante, advirtiéndole que es mejor que se vaya.  El Quique se ríe:
– Mi papá no sabe, solo sabe mi mamá, pero yo sí le puedo decir a mi papá pa’ que venga y lo saque de las orejas de aquí.

     Lo que dice mi dizque papá es cierto, nada bueno se puede esperar pa’l futuro de jóvenes como nosotros, y claro, que se va esperar de bueno si un culicagado de siete años lo amenaza a uno, a uno que es grande. Lo miro más feo que antes, y saco del portacomidas rojo un pedazo de carne que me encuentro rápido y lo extiendo hacia él, el Quique niega con la cabeza y señala mis bolsillos; ni modo, meto la mano y le alcanzo todas las martinicas.

EL CLUB DE LOS RABIOSOS (IV): De la monita y los miquitos (Por: Lucho)

     Ya estaba entrada la noche, de esas noches frías y sospechosas en que solían terminar esos días, y con la noche nosotros menos callados, cansados de tanto caminar, de tanto estar sentados en las bancas heladas del parque, fumando y fumando y hablando de tanta revista, de tanta historia que siempre se inventaba el Negro, aunque él como introducción siempre se echaba la cruz tirando al final un beso arriba y diciendo –se los juro por chuchito lindo que lo que les voy a decir paso tal cual. Y justo después empezaba un relato del encuentro furtivo con la rubia esa bonita que vivía por la cuadra de él, y que lo miró y le dijo no sé qué vulgaridad y le mordió la boca. O del camionero que transportaba madera y otras tantas cosas y que según el Negro le propuso que fuera su socio y que traficaran juntos miquitos y amapolas. 
Yo me reía calladito, y el Flaco le preguntaba detalles:
       –Pero, ¿qué ropa llevaba la monita?  ¿le agarro la cabeza y lo arrimo a ella, o se le boto así no más?
Y yo me reía, y el Negro enriquecía su historia con incontables detalles asombros:
– Se me fue arrimando despacito despacito, y se mordía el labio de abajo hasta que no se aguantó más y se me mandó directo a la boca.  Y ojo, que las manitas no las tenía tan quietas, eso era una manosiadera. 
Y yo me reía y prendía otro cigarrillo.

         Cuando el Negro ya no podía más con tanta historia, y ya los tres estábamos mirando al cielo con el cigarrillo en la boca, terminábamos por decir -hablando sin quitarnos el cigarrillo de la boca, porque ya lo habíamos aprendido a hacer-, que lo de la monita lo tenía que saber el Darko, y había que mirar lo de los micos y la amapola; entonces nos levantabamos como adormilados, y caminamos hasta la tienda a ver si el viejo Cantor ya estaba de buenas.

lunes, 6 de enero de 2014

EL CLUB DE LOS RABIOSOS (III): Maricadas (Por: El Darko)

     Nunca ha habido cosa que me llene tanto de rabia y de risa a la vez, como ver a mi dizque papá -que yo siempre creí que era mi tío, pero que más bien era un primo lejano del que sí fue mi papá, nada mío en últimas- entrando en la tienda del viejo Cantor así, agrandado, que parece que los hombros se le pegaran a las orejas; gritando y caminando duro, preguntando por su muchacho que otra vez se le perdió, que la mamá no hace más que llorar y el culimbo del Quique preguntar por su hermano mayor, por “el que tendrá que hacerse cargo de este rancho algún día, porque yo no soy eterno”, dice siempre mi dizque papá.  Pero para qué me busca, para qué se busca al que uno mismo ha echado.
      Y lo oigo gritar como por quinta vez su –¿Dónde putas lo tiene? y alcanzo a imaginarme a los muchachos con su risita pastosa de cerveza y al viejo Cantor a punto de darle un botellazo para que ya se calme. Y yo acá detrás de las escaleras sin ningún miedo, que yo no le temo a nada ni a nadie, y si no me agacho un poquito para alcanzar a ver por los barrotes del pasamanos de la escalera no es por miedo, es porque si lo veo, a lo mejor se me alcanza a despertar el monstruo y termino a los golpes con mi dizque papá.
     Ya se fue, parece que los muchachos también porque todos sabemos que cuando el viejo Cantor da cinco minutos para que nos vayamos, si va en tres, es mejor correr y volver al otro día, o más nochecita cuando ya los brandys lo hayan ablandado.  Yo por mi parte me voy parando derechito, porque se que ahorita viene para acá y si no me le porto como un varón no hay ni una hora más de caleta para mí.
 – Mire Miguel...
 – Uy don Cantor, pero no me diga así que yo ya le expliqué que ahora me llamo “Darko”
      El viejo Cantor echa una mirada de esas que saben a falta de brandy, y uno agacha la cabeza, pero no por gallina, si no por respeto con los años del viejo.
 – Mire, a mi la güevonada con el taita suyo ya me la tiene afuera; un día más y si usted no lo arregla, me importa un culo si lo regalan al ejército, al zoológico o cualquier mierda.
       Y yo derechito, asintiéndole con la cabeza, pero sin miedos ni nada, que si no a uno no lo respetan.
  –  Si señor, yo mañana hablo lo que toque que hablar, o me llevo mis corotos.

  – Déjese de maricadas Miguel.

domingo, 5 de enero de 2014

EL CLUB DE LOS RABIOSOS (II): Tienen cinco y voy en tres (Por: Lucho)

-     

-                      Mire “señor” lo único que le digo es que si mi muchacho está por ahí, yo lo voy a encontrar, y a usted le va a convenir más que lo haga con su ayuda…
     Después de un silencio con ojos iracundos, volvía a gritar las mismas palabras que llevaba gritando hacía ya días, cada vez que entraba a la tienda.
-                            – ¿Dónde putas lo tiene?
     Gritó y gritó por un rato largo, se paseó como un animal en celo mirando de reojo tras las torres de canastas de cervezas vacías.  A nosotros nos miraba con desprecio, a cada palabra que pronunciaba nos daba una de esas ojeadas que él siempre creyó intimidantes, aterradoras.
     Pero a nosotros la cerveza fría nos seguía corriendo garganta abajo, con cada sorbo nos mirábamos a hurtadillas sonriendo, mientras con un gesto conjunto de levantamiento de cejas y movimiento de labios pedíamos al otro, al que tenía, que nos pasara un cigarro más, que lanzara la cajita de fósforos, que la otra se había terminado hacia rato ya, que no más cerveza por ahora, que habrá que esperar a que este se vaya.
     Salió dándole un golpazo a la puerta y el viejo Cantor siguió mirando en la dirección en la que se había ido, como si él todavía estuviera ahí.  Miraba como advirtiéndole que ésta también iría a su cuenta, y ya habría un día, un día de esos donde el viejo Cantor no quiere ni su café ni a su mujer, y ese día, él pagaría caro por tanto disgusto, por tanto alboroto en su tienda.  Pero el viejo Cantor, siempre supo canalizar sus rabietas, así como dicen que hay que hacer. Acercaba su botellita de brandy, se servía en un pocillo sin oreja un trago grande y lo bebía de un solo sorbo, con fuerza soltaba el pocillo sobre la barra y se nos venía cojeando. Su cojera era más un arrastrar lastimero de la pierna derecha, como si no estuviera bien pegada a su cadera, como si un movimiento brusco pudiera desprenderla de pronto.
    - Tienen cinco, y voy en tres...
     Y ahí era dónde nosotros nos levantábamos sin dudarlo, nos colgábamos en el hombro los sacos de lana o lo que fuera que hubiéramos traído, y a correr.  A pesar de tener al viejo Cantor amenazándonos con su cuenta regresiva, el Flaco  -haciendo alardes de velocidad- siempre agarraba su botella y de un solo sorbo se bebía lo que quedaba, y si había un poco más de tiempo, es decir, de distancia entre el viejo Cantor y nosotros, él iba vaciando las otras botellas, cosa que se perdiera todo menos alcohol; pero hubo una vez, una sola vez, en que el Flaco prefirió correr en lugar de terminarse su botella, y esa vez, el Flaco corrió tanto que al parecer no volvió a encontrar el camino de regreso.