Ya estaba entrada la noche, de esas noches frías y
sospechosas en que solían terminar esos días, y con la noche nosotros menos
callados, cansados de tanto caminar, de tanto
estar sentados en las bancas heladas del parque, fumando y fumando y hablando
de tanta revista, de tanta historia que siempre se inventaba el Negro, aunque
él como introducción siempre se echaba la cruz tirando al final un beso arriba
y diciendo –se los juro por chuchito lindo que lo que les voy a decir paso tal
cual. Y justo después empezaba un relato del encuentro furtivo con la rubia esa
bonita que vivía por la cuadra de él, y que lo miró y le dijo no sé qué
vulgaridad y le mordió la boca. O del camionero que transportaba madera y otras
tantas cosas y que según el Negro le propuso que fuera su socio y que
traficaran juntos miquitos y amapolas.
Yo me reía calladito, y el Flaco le preguntaba detalles:
Yo me reía calladito, y el Flaco le preguntaba detalles:
–Pero, ¿qué ropa llevaba la monita? ¿le agarro la cabeza y lo arrimo a ella, o se
le boto así no más?
Y yo me reía, y el Negro enriquecía su historia con
incontables detalles asombros:
– Se me fue arrimando despacito despacito, y se mordía el
labio de abajo hasta que no se aguantó más y se me mandó directo a la boca. Y ojo, que las manitas no las tenía tan
quietas, eso era una manosiadera.
Y yo me reía y prendía otro cigarrillo.
Cuando el Negro ya no podía más con tanta historia, y ya los
tres estábamos mirando al cielo con el cigarrillo en la boca, terminábamos por
decir -hablando sin quitarnos el cigarrillo de la boca, porque ya lo habíamos
aprendido a hacer-, que lo de la monita lo tenía que saber el Darko, y había
que mirar lo de los micos y la amapola; entonces nos levantabamos como
adormilados, y caminamos hasta la tienda a ver si el viejo Cantor ya estaba de
buenas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario