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- - Mire “señor” lo único que le
digo es que si mi muchacho está por ahí, yo lo voy a encontrar, y a usted le va
a convenir más que lo haga con su ayuda…
Después de un silencio con ojos iracundos,
volvía a gritar las mismas palabras que llevaba gritando hacía ya días, cada
vez que entraba a la tienda.
- – ¿Dónde putas lo tiene?
Gritó y gritó por un rato largo, se paseó como un animal en celo mirando de reojo tras las torres de canastas de
cervezas vacías. A nosotros nos miraba
con desprecio, a cada palabra que pronunciaba nos daba una de esas ojeadas que
él siempre creyó intimidantes, aterradoras.
Pero a nosotros la cerveza fría nos seguía
corriendo garganta abajo, con cada sorbo nos mirábamos a hurtadillas sonriendo,
mientras con un gesto conjunto de levantamiento de cejas y movimiento de labios
pedíamos al otro, al que tenía, que nos pasara un cigarro más, que lanzara la
cajita de fósforos, que la otra se había terminado hacia rato ya, que no más
cerveza por ahora, que habrá que esperar a que este se vaya.
Salió dándole un golpazo a la puerta y el
viejo Cantor siguió mirando en la dirección en la que se había ido, como si él
todavía estuviera ahí. Miraba como
advirtiéndole que ésta también iría a su cuenta, y ya habría un día, un día de
esos donde el viejo Cantor no quiere ni su café ni a su mujer, y ese día, él
pagaría caro por tanto disgusto, por tanto alboroto en su tienda. Pero el viejo Cantor, siempre supo canalizar
sus rabietas, así como dicen que hay que hacer. Acercaba su botellita de
brandy, se servía en un pocillo sin oreja un trago grande y lo bebía de un solo
sorbo, con fuerza soltaba el pocillo sobre la barra y se nos venía cojeando. Su
cojera era más un arrastrar lastimero de la pierna derecha, como si no
estuviera bien pegada a su cadera, como si un movimiento brusco pudiera
desprenderla de pronto.
- Tienen
cinco, y voy en tres...
Y ahí era dónde nosotros nos levantábamos
sin dudarlo, nos colgábamos en el hombro los sacos de lana o lo que fuera que
hubiéramos traído, y a correr. A pesar
de tener al viejo Cantor amenazándonos con su cuenta regresiva, el Flaco -haciendo alardes de velocidad- siempre
agarraba su botella y de un solo sorbo se bebía lo que quedaba, y si había un
poco más de tiempo, es decir, de distancia entre el viejo Cantor y nosotros, él
iba vaciando las otras botellas, cosa que se perdiera todo menos alcohol; pero
hubo una vez, una sola vez, en que el
Flaco prefirió correr en lugar de terminarse su botella, y esa vez, el Flaco
corrió tanto que al parecer no volvió a encontrar el camino de regreso.
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