domingo, 22 de junio de 2014

MATAR UN MUERTO

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Ya pasaron dos días de aquello, y parece que el Tieso sobrevolara el pueblo.  Por aquí todos se han puesto muy raros, hablan quedito y miran por las rendijas de las ventanas sin llegar siquiera a asomarse.
Lo de esa tarde fue allá arriba, en lo alto de La cabeza del perro, la loma que se parece a un pointer echado con las orejas largas colgándole de lado y lado, eso dice la gente, pero para mí siempre ha sido una loma sin más, hasta ese día pasadas las tres de la tarde. 
Estábamos sentados cerquita uno del otro, los tres nos reíamos como tontos al ver el humo denso de la hierba mezclándose con la neblina que viene de allá abajo, del río.  Era la primera vez. No porque antes no quisiéramos, es que en un pueblo como este conseguir marihuana para tres hijos de fulanos públicos, fulanos “respetables”, no resulta nada fácil.  Finalmente, la solución vino de afuera.  En el hotel de los papás de X que alguna vez sirvió como centro de retiro espiritual para curas y monjas, y que terminó por convertirse en  hospedaje barato para hippies y visitadores médicos, una parejita de peludos olvidó dos pares de medias bajo la cama.  Las cuatro medias eran negras y estaban llenas de motas blancas y azuladas, nosotros las vimos, porque X las puso frente a nuestros ojos mientras nos miraba maliciosamente como si fuera un yerbatero, un mago.  Después de advertirnos que lo que estaba por mostrarnos era el mejor regalo que indirectamente su mamá nos haría en la vida al obligarlo a él, su hijo menor, a trabajar como aseador del hotel, extendió la pequeña bolsa frente a nosotros.  Un héroe, X fue por unos minutos un héroe cargado de marihuana sin semillas, aunque fue Z quien con una habilidad adquirida con los ojos pegados a la pantalla del cine, consiguió armar el cigarrillo: un poco barrigón, un poco frágil, un poco feo. ¡Era perfecto! 
Con nuestro alboroto de los doce años, encendimos aquello y fuimos pasándolo de mano en mano, de boca en boca, hasta que se terminó entre risas alargadas y divagaciones sobre la niña bonita esa de sexto que desde tan temprano se ve como una mujer, con sus caderas anchas y las teticas como carpas.  
–Como las de su mamá: redondas y gordas pero al final puntuditas.   
En eso estábamos, en un Z risueño pero indignado abalanzándose sobre X, no sé si para hacerle cosquillas o para darle un golpazo en la boca por andar pensando en las tetas de su mamá, cuando de repente lo vi.  Mis ojos se paseaban por los alrededores de La cabeza del perro mirando cada tanto a X y Z cuando allá abajo, entre unos matorrales, lo alcancé a ver y quedé como una estatua.  No podía moverme, hablar o dejar de mirarlo.  Debí pasar mucho rato así, porque finalmente X y Z se acercaron intrigados por mi “ausencia”, como dicen que le pasa a la Inés, que de repente se queda como tonta, como ida, congelada mirando a la nada; pero el médico y el profesor nos explicaron:  dijeron que no se hacía la boba, era solo que estaba ausente, le daba un ataque y ella se iba dejando su cuerpo ahí tirado para volver al rato.  Así debía verme yo, como la tonta Inés, porque cuando me fui a dar cuenta, X y Z estaban sobre mí sacudiéndome y dándome golpes en la cabeza para que regresará.  Y regresé.  Hablando rapidito pero en baja voz les dije que nos estaban espiando, que alguien nos vigilaba escondido entre los matorrales, y eso en un lugar como este, aún produce terror.   Es cierto que hace ya mucho que no pasa nada, pero todos saben que antes, cuando ni habíamos nacido nosotros, este lugar fue escenario de cosas bien feas.
            X y Z se quedaron quietos, no paralizados como yo, solo quietos, alertas.  Sin mover la cabeza trataban de girar sus ojos hasta dar con los matorrales pero sin conseguirlo.  Yo en cambio era el único que estaba en posición de mirarlo de frente sin tener que hacer ningún movimiento.  Así estuvimos por una eternidad hasta que Z, el valiente Z, se levantó de repente y dirigiéndose a los matorrales empezó a gritar: 
–¡Oe! ¡Oiga! Usted. ¿Qué quiere, qué se le perdió? 
Nosotros también nos levantamos y miramos con terror disfrazado de osadía hacía los matorrales donde, claramente, se veía a la altura de unos cincuenta centímetros del suelo un brazo que casi ocultaba una cara.  El tipo no contestaba, no movía un pelo.  Claro, así son los muertos, calladitos y quietos.
A los muertos no hay que tenerles miedo, a los que hay que temer es a los vivos –eso dice siempre mi abuela y las abuelas de muchos, o al menos las de nosotros tres, porque cuando empezamos a intuir que aquel no era un vivo, nos fuimos calmando, recuperando fuerza en las piernas, calor en las manos, humedad en la boca.  Y ya más curiosos que asustados, fuimos bajando por el filito de La cabeza del perro rumbo a los matorrales aquellos.  Rodeamos la zona que es pedregosa y llena de maleza alta y dimos con él.  Z le tocaba insistentemente el costado con una rama larga y fuerte que encontró ahí al lado, dos golpecitos entre las costillas, otros dos más abajo, uno fuerte casi en la axila y otra vez abajo.  La mandíbula había quedado sobre un montículo de tierra y el brazo derecho estaba estirado hacia el frente.  El otro brazo estaba casi oculto debajo del cuerpo.   El Tieso estaba vestido como cualquier campesino de la zona, pantalón de tela ruin y camiseta de equipo de fútbol de barrio. En medio del círculo del nueve dibujado en la espalda había un agujero pequeño y redondo, debajo un charco rojinegro espeso que yo imaginé caliente, hirviendo.
A unos cinco metros del Tieso, los tres nos sentamos a pensar en silencio mientras fumábamos esos cigarrillo sin filtro que a mí nunca me han gustado, pero que en ese momento me ayudaban a mantener la boca ocupada para no tener que hablar hasta que alguno de los otros lo hiciera primero. 
–Ya estaba así cuando llegamos. Eso es lo que hay que decir cuando pregunten… y, tiene que sonar a cierto. 
–¡Es cierto!
–Que sea cierto no quiere decir que “suene” a cierto.  Yo no me voy a meterme en líos por un tieso que no es mío. 
–¿Y es que tiene alguno propio?
Silencio.  Yo entonces miré a X como si mis ojos fueran dos lámparas que despiden una luz fortísima, brillante.
–Si…. No….. Más o menos.  Ustedes no entienden.
–¿Qué? ¿Mató  una vaca, una gallina?  –dijo Z irónico.
–No. Nunca he matado una vaca.   Pero una vez mi tío El Gato me enseñó a disparar… y, disparamos una noche… y, luego mi tío El Gato… él dijo que no fui yo…
Ninguno de los tres dijo nada por más de veinte minutos.  Fumamos sin parar, sin cruzar miradas.  No sé en qué estarían pensando ellos, no me importa, yo pensaba en La cabeza del perro, en que nunca hasta ahora he visto un pointer, un perro de caza dicen, aquí se caza sin perros; el olfato y el instinto los tiene el cazador solitario que con un machete o una escopeta sale a matar un bicho más grande que él mismo.
–¡Qué arma tiene su tío El Gato?
–Una 35 de cacha de madera con un águila labrada.
–¿35?
–Si. ¿38?  Lo que sea, pero tiene un águila con las alas abiertas, un águila imperial dijo mi tío.
Yo seguía callado.  Pensaba en el perro aquel siendo sobrevolado por el águila. El águila en un descenso rapidísimo. El perro confundido corriendo entre la maleza.  Las garras como cuchillos envenenados clavadas en la piel del perro.  El águila elevándose y llevando consigo al perro casi muerto. Un hilito de sangre cayendo del cielo. 
–¿Lo vio?
–¿El qué?
–El muerto.
–¿Este? –señalando al Tieso
–No hombre…  El otro.
–Ah, no. Era de noche. Oímos como un quejido largo y mi tío El Gato se fue a perseguir el sonido. Antes de irse me dijo que no había sido yo.
–¿Pero sí?
–¿Qué?
–¿Sí había muerto?
–No sé… él no me dijo nada más.
–¡Pura mierda! ¡eso es pura mierda!  –dije yo como si alguien hablara a través de mí. Estaba iracundo, me levanté y movía los brazos de arriba abajo –mierda, mierda, mierda, mierda.  Ellos me miraban sin mirarme, como viendo a través de mí.
–Es cierto. Lo juro por Chuchito lindo que es cierto.
Z deslizó con destreza un cigarrillo entre sus dedos como hace con las monedas el tipo de aquella película.  Y yo: mierda, mierda, mierda.  X: lo juro, lo juro, lo juro.
–¿Y el Gato la carga encima?
–¿Qué?
–El Águila.
–No. La tiene en su cuarto, entre los calzones de la finada María.
–¿Sabe qué? Yo tampoco le creo.
Y yo, que seguía con mi mierda mierda mierda como si de una letanía se tratara, quedé en silencio de pronto.
–¿Ah no? En media hora voy y vuelvo, pero me llevo su cicla que corre más.
X lo dijo mientras se ajustaba los pantalones grandes a su cintura estrecha. 
–Allá abajo lo esperamos los tres –y con habilidad de tipo grande lanzó el cigarrillo, estiró un poco el labio inferior y lo atrapó, le quedó colgando casi en la comisura, se veía viejo y oscuro. Z parecía un villano.
Nosotros dos, flacos, largos y angulosos debíamos resultar penosísimos arrastrando al Tieso loma abajo.  No olía a nada, pero se sentía frío y duro, como si hubiera dejado de ser gente, gente viva, hace ya mucho rato.  Así lo bajamos, Z adelante cargando las piernas y yo arriba con los brazos.  La cabeza colgaba como si pendiera de una hebra, se balanceaba de lado a lado y yo temía que en alguna sacudida quedara sobre la espalda con los ojos mirándome, acusándome no se de qué.  Yo no quería verla, por eso insistí en que lo lleváramos así, boca a bajo, cosa de no tener un rostro que recordar.  Es como con los bocachicos que mi mamá prepara los domingos, a mí denme solo la cola.  Si llego a mirar esos ojos, si los pillo mirándome, escrutándome desde su nubosidad de muerte, se que no voy a poder, me sentiré un desalmado, y aunque el pez –o los ojos del pez– no tienen derecho a hacerme eso, yo sé que si nuestras miradas se cruzan voy a sentir que me como un vivo, y eso por encima de cualquier otro, debe ser el peor de los pecados.
Bajamos unos metros hasta un valle amplio y entre jadeos y sudores tendimos al Tieso bajo la sombra de una gorda acacia negra.  Z lo miró –la espalda del Tieso con el pequeño agujerito, las piernas flacas, los brazos largos, un pie desnudo, no sé si perdimos su zapato loma abajo o, si ya le faltaba– y con un gesto de su boca me indicó que volviera a agarrarlo.  Yo, como un robot obediente, lo hice y tras una lucha con su cabeza y hombros conseguimos sentarlo contra el tronco, los brazos pesados extendidos, la muñeca derecha doblada extrañamente contra el suelo, la cabeza desgonzada sobre el pecho.  No los veía, aún no veía sus ojos porque una mata de pelo liso, castaño oscuro y grasoso, pelo de indio, alcanzaba a cubrirlos; sólo se asomaba la punta roma de la nariz y se esbozaba una mandíbula filosa encajada entre los huesitos de la clavícula.  Es joven, pensé. El Tieso es joven, no tanto como nosotros, pero seguro que no tiene mujer, ni hijos.  El Tieso no es un señor, el Tieso es un muchacho.  Y al pensar en eso, temí reconocerlo, darme cuenta de pronto que esas uñas llenas de tierra eran las del hijo de cualquier Don Pacho, el novio de cualquier Lucero, el primo de cualquier Juan.  Pero no, esa gente no es del pueblo, es de allá arriba, de allá lejos, de los campos de papa que floridos se ven tan bonitos.    Dibujando flores moradas en mi cabeza vi alejarse a Z,  antes de irse le dio una ojeada al Tieso,  lo miró con desdén, sin curiosidad, era como ver a mi mamá de pie en medio de la ferretería, lo que había allí no era de su interés, no era nada que mereciera ser examinado.
Aún no regresaba X y yo había terminado por ponerme nervioso.  No era normal, no puede ser normal que Z incluso consiguiera pegar el ojo acodado sobre el césped con su cabeza reposando en el mismo árbol, el mismo donde descansaba el Tieso. Así tendidos, los dos se veían mansitos.  Yo los miraba y, si lo hacía rápido, si me imaginaba a mí mismo solo pasando por ahí, seguro que llegaría a pensar que eran dos amigos durmiendo la siesta. A lo mejor si yo no fuera yo sino otro, el que resultaría extraño en ese cuadro sería el muchacho rubio acurrucado a unos diez metros mirando aterrorizado a los durmientes mientras no dejaba de roer sus uñas como un hambriento. 
Por fin llegó X y se dejó caer en el suelo para recuperar algo de aire, Z, que de pronto estaba completamente despierto,  lo inspeccionó con curiosidad.
            –Largos sus veinte minutos.
X no podía articular palabra, se levantó la camisa y dejó ver entre el cinto y la barriga un arma con cacha de madera tallada.  Z se abalanzó sobre X y le quitó El Águila, la miró con curiosidad, la empuñó como un profesional y entrecerrando el ojo derecho fue girando sobre sí mismo poniendo todo en su mira. Cuando pasó frente a mí, se detuvo unos segundos, abrió el ojo derecho, sonrió mostrándome su colmillo izquierdo y siguió de largo.
–A ver si es cierto que tiene el estómago pa’…
–¿Pa´qué? Ya la traje, esa es la prueba.
–De que su tío El Gato tiene un pistola bonita, de nada más…
Z caminó hasta quedar frente al Tieso, tocó con sus pies los de él; le dio la espalda y echó a caminar alejándose a zancadas.
–…7, 8, 9 y 10.
Nos miró y extendió El Águila hacía X.  La cara de X no fingía, realmente no parecía entender.  Miró a Z, miró al Tieso y me miró a mí que por inercia movía de lado a lado la cabeza.  Se veía como un idiota.  Yo tampoco entendía bien, pero intuía.
–¿Si ve?  Usted no pudo ser capaz.
Tac.  Sonó el estruendo del disparo y Z se quedó todavía un rato largo con el brazo que sostenía El Águila extendido.  Respiraba como si hubiera corrido una maratón y sonreía de lado. Z parecía un villano.  X miraba en dirección al árbol y yo seguía mirando a Z hasta que recordé al Tieso.
–No le dio….
X y Z estaban sobre el Tieso y yo acababa de entrar en mi fase La tonta Inés.  Ellos seguían discutiendo: que sí le dio… que no, que solo tiene el hueco que ya traía, que al menos yo sí puedo, que yo también, deme El Águila, que no, que sí, que es mía.
Tac, ese que sonó después fue de X.  La tonta Inés no sabe disparar, nunca ha disparado. 
–A ver, hágale usted.
–¡Oiga!
–Está muerto, ese muchacho está muerto –decía yo como un niño.
–Pero el Tieso ya estaba así, nosotros no fuimos.
–Está muerto. Está muerto. 
Y la cacha con el águila resultó de pronto a unos centímetros de mi nariz. Está muerto, está muerto, está muerto. El Tieso está muerto.
–¡Maricón! Tan grande y tan cobarde.
Tac, otro disparo de Z.  ¿Sangrarán los muertos?  No, la sangre debe ser privilegio de vivos.  Por esos huequitos de águila solo debía escapar aire frío, olor a flores podridas y humo negro, humo espeso.  Es cierto, el Tieso ya estaba así, nosotros no fuimos. Matar un muerto no cuenta, es como besar a una niña dormida.   Matar un muerto, matar al Tieso.
Con mi mano derecha le di un fuerte empujón en el hombro a Z,  que es el que tenía El Águila en sus manos y en un movimiento rápido que no parecía mío se la quité, puse el índice en el gatillo y por fin mire de frente al Tieso. No, desde ahí parecía que no sangraba.  Algo decían X y Z, yo no los oía.  Tac, me acerqué dos pasos. Tac tac, me acerqué tres pasos. Tac, tac, cuatro pasos.  Tac. Desde ahí veía su coronilla, parecía tan pequeñito.  Tac. No, El Tieso no sangra. Tac, tac, tac, tac.   Soy un villano.
La mano de Z en mi hombro me trajo de vuelta.   Al parecer en mi fase de La tonta Inés soy un asesino de muertos.  X también estaba parado al lado mío, me quitó El Águila con cuidado, como en las películas cuando tratan de que el muchacho trastornado no salte del puente. Z se inclinó sobre el Tieso, acercó su cara casi como si quisiera olerlo y le picó con los dedos los ojos abiertos. El Tieso estaba dos veces muerto.
Lo dejamos ahí contra la acacia negra y cada cual se subió a su bicicleta. X llevaba El Águila otra vez entre el cinto y la barriga.  Z cogió velocidad rápido y se alejó sin mirar atrás.  Yo iba lento, lento y pesado.

Eso de La cabeza del perro fue hace ya dos días, pero desde entonces en el pueblo todos parecen caminar en puntitas de pies. Mi mamá y las otras viejas susurran en la iglesia. Todos susurran. Los señores en el billar también hablan bajito y se van a la casa con sus esposas y sus niños antes de que atardezca.  El partido de hoy lo cancelaron, dicen que es orden del Alcalde, igual yo fui el único que consiguió salir para llegar a la cancha.
Volvieron –dijo mi papá entre dientes hoy en la mesa– Esos hijueputas salvajes volvieron para jodernos la vida otra vez. 


domingo, 8 de junio de 2014

PAZ EN SU TUMBA

Él nunca fue a Francia, de hecho, nunca pisó un suelo que no fuera este, el de esta triste tierra malhadada.  Pero aún así, después de que el ultimo jirón de cordura se le escapó, lo único que hacía era cantar con furia y en un perfecto francés aquello de:
Aux armes citoyens¡
Formez vos bataillons¡
Marchons, marchons
Qu’un sang impur abreuve à nos sillons¡

Y después, por largo rato, hasta que conseguía dormirse, murmuraba entre sollozos:
Mugir ces féroces soldats?
Ils viennent jusque dans vos bras
Ecorger nos fils, et nos compagnes
Eso decía mamá, que él cantaba en francés como llamando a la guerra y luego sollozaba, así todos los días, hasta el último.  Yo no lo vi ni lo escuché, y su muerte realmente me importó muy poco.

Mi abuelo, siempre fue un tipo tosco, frío.  Era altísimo como pocos hombres he conocido hasta ahora, un enorme mestizo con mucho de negro que cuando yo era chico, entraba a nuestra casa dejando las puertas abiertas de par en par tras de si.  Usaba unas botas de montar, negras y brillantes, que resonaban con un taconeo seco y ruidoso sobre el suelo de madera.  Siempre le temí a mi abuelo. A estas alturas –para qué negarlo– he de confesar que desde mis nueve años lo odié profundamente.

Nunca antes de consumirse en esa vejez horrorosa y demente, escuché salir de su boca una sola palabra en francés.  De hecho nunca escuché demasiadas palabras suyas.  El viejo Manuel, Don Manuel, no hablaba mucho, y cuando lo hacía levantaba ampollas y hacía estremecer de miedo a su interlocutor, o eso pensaba yo, eso pensábamos todos nosotros, que el viejo Manuel era malísimo, el hombre más malo de todos.

En esa época, la de las aventuras en la finca del viejo Manuel, yo era solo un niño, de hecho era el más pequeño del grupo de primos que por un acuerdo absurdo de nuestros padres, pasábamos las vacaciones escolares en El Edén, la finca del Viejo donde había ganado, caballos y cultivos multicolores.   En realidad El Edén no era una enorme hacienda, el Viejo no era un potentado, era solo un campesino que como mamá decía, “había conseguido lo suyo con el sudor de su frente”.  Yo creo que además de su sudor, contribuyó su escopeta y uno que otro apretón de manos, sino con el diablo, al menos con alguno de sus embajadores en la tierra.  

El Viejo era malo, todos los sabíamos, pero era más malo con nosotros, con los “hombrecitos”.  A las niñas las halagaba con regalos, con puñados de monedas para comprar caramelos y gaseosas, los domingos las llevaba a pasear al pueblo durante buena parte del día.  A nosotros en cambio casi ni nos miraba, cosa que se agradecía, porque cuando se enfurecía por cualquier tontería, sus ojos originalmente marrones oscuros, se ponían de un amarrillo brillante que nos aterrorizaba e impedía que pudiéramos sostener su mirada.  Por entonces entrenábamos para un buen día ser capaces de mirarlo directamente a los ojos, esos ojos amarillos, hasta que fuera él quien desviara la vista.  Hacíamos torneos de miradas para ver quién conseguía soportar otros ojos por más tiempo, pero ningunos ojos eran tan feroces como los suyos, pude comprobarlo yo mismo por segunda vez hace algún tiempo, cuando yo era ya un hombre y él nada más que un anciano seco y deshecho. 
Un mal día fue aquel. Nos encontramos de manera accidental en casa de mamá, quien nos sentó a los dos frente a la mesita aquella que tiene en la cocina; yo leía el periódico sin ocuparme de nada hasta que él, displicente, tiró su taza de café para llamar mi atención y me inspeccionó con esos ojos endemoniados entre surcos y arrugas.  Su mirada me hizo sentir de nuevo como un impúber con las manos sudorosas en los bolsillos.  Yo, envalentonado, levanté la quijada y lo miré con lo que a mí me parecieron unos ojos retadores, adultos, unos ojos sin miedo.  Él continuó con su mirada amarrilla anclada a mis ojos, y mientras pasaban los segundos yo iba retrocediendo en el tiempo hasta que solo quedó el chiquillo asustado, el niño lleno de odio y miedo.  Me levanté de la mesa y me fui sin musitar palabra dejando la puerta abierta de par en par, cómo él solía hacer.  ¡Que suerte la mía, a mis treinta y tantos y, aún le temía al Viejo desgraciado!

Mientas las niñas iban con el Viejo a alguna feria ambulante en el pueblo, nosotros nos quedábamos llevando a cabo las más variadas tareas. Lavábamos el carro, los caballos, las vacas y limpiábamos el chiquero de los cerdos.  Una vez, solo una vez, lo recuerdo bien, yo tuve suerte, o eso pareció en principio.  En la ultima semana de escuela, mientras hacía una increíble pirueta como portero de mi equipo de fútbol, me lesioné y resulté con un yeso en mi tobillo derecho durante todas las vacaciones.   Aunque mi mamá estaba de acuerdo con que el trabajo en el campo formaba buenos hombres, de forma excepcional le pidió al Viejo que mis tareas fueran más ligeras a causa de mi lesión, lo que me dio la oportunidad de entrar a lugares de El Edén vedados hasta ese momento, pero también me puso demasiado cerca del Viejo, tan cerca que pude olerlo, mirar directamente esos ojos que siempre había evitado; pude odiarlo con todas mis fuerzas después de qué él también descubrió la cercanía.
Desde que llegué a esas vacaciones, mis ultimas vacaciones en El Edén, el Viejo me miraba de reojo con más rencor que antes, debía representar una molestia adicional tener que planificar otras tareas para “El dañado” como empezó a llamarme, así, en tercera persona aun cuando yo estuviera en el mismo lugar que él.  El Dañado ordeñaba, organizaba semillas, alimentaba al ganado y a las aves de corral.  El Dañado tenía tareas menos pesadas y sucias que sus primos, pero no se detenía nunca.  Desde las tres y treinta de la madrugada estaba en pie y casi nunca veía a los demás, salvo a la hora de la cena y en los cuartos, donde no resistía despierto para conversar con los otros. Me sentaba en la orilla de la delgada cama y caía como muerto, ni sus risas o golpes lograban despertarme, dormía hasta que el mismísimo Viejo derramaba un vaso de agua fría en mi cara cuando aún no había salido el sol y afuera las heladas cubrían el pasto con una fina capa blanca.
Al cabo de un par de semanas, yo con mis tiernos nueve años, me veía como un zombi que colgado de sus muletas arrastraba pesarosamente su yeso por El Edén. Mis primos, antes cómplices, empezaron a hacer mofa de mí, también ellos me llamaban El Dañado y cada vez que pasaban a mi lado me daban un fuerte golpe con la palma extendida en la frente que pretendía despertarme, pero que solo lograba llenarme de furia sin sacarme del estupor.  
Una de aquellas madrugadas desperté con una fiebre altísima y el Viejo no tuvo más remedio que dejarme en cama, pero la gloria solo duro un par de horas, tras las cuales el viejo me enfundó en un pantalón y me hizo seguirlo por los pasillos de la casona.   Entramos en una habitación enorme, algo así como una biblioteca o un estudio.  Parecía el decorado de una película, libros del suelo al techo, un escritorio robusto de madera que parecía anclado al suelo, y en el centro de la única pared sin libros un cuadro descomunal de un hombre muy blanco, muy digno.  Claramente el Viejo no había leído ninguno de esos libros, nada de eso era legítimamente suyo, de serlo, sería su pintura, la de su rostro de mestizo la que estaría sobre el escritorio y no la de ese tipo con cara de esclavista. 
A partir de ese momento pasaría el resto de mis vacaciones en ese estudio, el Viejo me dio una lista de tareas, me miró de arriba abajo y se largó murmurando sobre El Dañado, maldiciendo su suerte y a su hija, o algo así creí escuchar.  Ese día me dediqué a organizar una descomunal colección de estampillas europeas, ilustraciones de puentes, barcos, globos aerostáticos a dos y tres tintas, las veía embelesado y solo odiaba la idea de que fueran suyas, para qué un tipo como él quería todo esto, de dónde lo había sacado.  Podía merecer las vacas y los caballos, pero todos esos tesoros en el estudio no debían estar en manos de un ser vil como él.  De allí en adelante ideé tres sistemas de organización de los libros que me resultaban complejísimos y divertidos, aunque el que más me gustaba era una clasificación de acuerdo a un escalafón de colores empezando por el rojo y terminando con el negro; el rojo era mi color favorito, al negro lo asociaba con el Viejo.

Mientras pasé mi maravilloso tiempo en el estudio, el Viejo me desterró un par de veces para tener extrañas reuniones con gente aún más extraña.  Se encerró por horas a hablar una vez con unos tipos muy estirados que no terminaban de mirarlo con agrado y la siguiente vez con unos que parecían más peligrosos que él mismo.  En ambas ocasiones el Viejo salía de esas reuniones como flotando por encima del suelo, parecía aún más enorme y olía a un perfume muy fuerte que aún puedo evocar con desagrado en mi cabeza.   Mientras él sostenía esas conversaciones yo aprovechaba para escapar por ahí, buscar a los chicos y tratar de recuperar la normalidad.  La primera vez no conseguí dar con mis primos rápidamente, los busqué por todos lados pero no los encontré, hasta que Felipe, mayor que yo unos seis meses, apareció corriendo por la cocina rumbo a los establos. Lo intercepté y le pregunté dónde estaban todos, él rió maliciosamente y me dijo que estaban en el torneo.  –¿De miradas?  ­–No, ya no hacemos eso, ahora es el torneo de la mano peluda.
Y lo ultimo lo dijo susurrando y ligeramente ruborizado.  Después de eso, salió corriendo y casi en simultánea yo escuché al Viejo llamando a El Dañado, dónde está El Dañado, qué pasa que se me perdió El Dañado.
Ese día, envuelto en el perfume del Viejo y con una caja llena de fotos viejísimas en blanco y negro  – incluso recuerdo alguna misteriosa imagen de un hombre grabada en un espejo– no pude más que pensar y pensar en lo que había dicho Felipe.  No terminaba de entender y me sentía molesto por estar ahí, en ese espacio que me había hechizado durante la ultima semana, en lugar de estar allá afuera con ellos.  Ya no era el tipo con suerte que creía ser.
Después de la cena, como todas las noches, nos fuimos a la habitación, pero esta vez ellos, como desentendiéndose de mí, susurraban y reían.  Yo estaba seguro que tenía que ver con eso del torneo que hacían.  La luz se apagó y a la media hora todo estaba en silencio, así que yo, como un felino, me deslicé a la cama de Felipe.
 –Cuéntamelo, qué es eso de la “mano peluda”, cuéntamelo por favor.  
Felipe, como si fuera cinco años mayor que yo, se rió bajito y me acarició la cabeza como a un niño.  Yo ya no me pude contener y le puse una mano en la boca y con la otra retorcí su oreja izquierda con tal fuerza que pensé que podría habérsela arrancado.  Como en las películas puse mi cara casi contra la suya y le susurré: –si no me dices, te la arranco, soy capaz.  Finalmente Felipe, que parecía ahogarse bajo mi mano, me dijo de qué se trataba.  Al parecer todos se paraban en hilera allá atrás del establo, frente al estanque de mojarras, se bajaban los pantalones y a la cuenta de tres empezaban a pajearse; Felipe no, no lo dejaban, era muy chico,  pero él era el juez y dictaminaba quién era el ganador. Yo lo escuché, solté su oreja y me fui tan silenciosamente como había llegado.

Los días pasaron y yo en la biblioteca no dejaba de pensar en lo dicho por Felipe.  Fotos, libros, estampillas, una caja llena de laminitas con la foto de jugadores de béisbol e incluso un baúl con discos de acetato, todos marcados con palabras escritas en inglés y francés. Yo era un excluido, un paria.  En mi soledad en la biblioteca puse al azar uno de los acetatos en el tocadiscos, era la Marsellesa, pronto lo sabría:
Aux armes citoyens¡
Formez vos bataillons¡
Marchons, marchons
Qu’un sang impur abreuve à nos sillons¡
La escuché una y otra vez tratando de aprender las palabras, a lo mejor lo mismo hizo el Viejo antes o después que yo.  Lo hice buscando pensar en otra cosa, alejar de mi cabeza la hilera de primos, los pantalones abajo.  Finalmente lo detuve, a la fuerza detuve el disco y me largué del estudio dejando por primera vez la puerta abierta de par en par.   En un tiempo record llegué al estanque, allí estaban todos, tumbados en el prado conversando como al descuido, todos tenían sus pantalones bien puestos.  Sin tomar aire después de la carrera, casi ahogado lo dije –también yo quiero competir.   Beto, el mayor, me miró seriamente por unos minutos, los otros lo miraban a él y luego a mi.  De pronto el muy infeliz se echó a reír como un endemoniado.  Todos reían, incluso Felipe algo confundido reía.  –Pero si es solo un niño, el niñito del abuelo.  Y las risas se volvieron carcajadas, las carcajadas los hicieron revolcarse en el suelo y yo, con algo de dignidad, permanecí ahí viéndolos reírse por unos minutos larguísimos.  Las risas parecían dilatarse hasta oírse como extraños gemidos de animales salvajes, animales que se reían del pobrecito Dañado.
Volví al estudio –a dónde más podía ir–  y una vez más hice sonar la Marsellesa, una y otra vez la escuché sabiendo que tenía los ojos aguados, aguados de rabia e impotencia, y antes de darme plena cuenta estaba de pie frente al tocadiscos con los pantalones abajo. 
Lo siguiente es vergüenza, La vergüenza.  Estoy seguro que si ese día él hubiera usado perfume, nada habría sucedido, yo lo habría olido a metros de distancia aún con la puerta cerrada como estaba, habría subido mis pantalones y limpiado las lagrimas de mi cara.  Pero no, el Viejo no olía a nada ese día. Sin que me percatara abrió la puerta, me miró durante un par de segundos y detuvo la Marsellesa de golpe, como yo había hecho hacía solo un rato.  El silencio me trajo de vuelta y abrí los ojos y me encontré con los de él a solo unos centímetros de los míos.   No eran solo amarillos, eran trozos de ámbar, traslucidos, con vetas naranjas.  Eran unos ojos endemoniados que me miraban fijamente y yo casi podía ver a través de ellos y lo que veía era un desfiladero enorme, oscuro y amenazante.  Estaba petrificado y no conseguía pensar con claridad. Súbete los pantalones –decía una voz apagada en mi cabeza. Sube tus pantalones. Súbelos ya. Ya. ¡Ya!  Pero yo seguía inmóvil. Él seguía inmóvil. Sus ojos me agujereaban dolorosamente y yo como el niño que era, empecé a pensar en mamá, en papá, en los primos.  Súbelos, súbelos, súbelos ya. Sin dejar de mirarme, con la punta de su bota el Viejo desplazó un poco la base de mi muleta derecha y yo, en un santiamén, fui a dar aparatosamente al suelo enredado entre mis propios pantalones. 
–Nunca frente a la Marsellesa.
Quitó el acetato del tocadiscos y se fue del estudio sin cerrar las puertas.  Yo permanecí un largo rato tendido en el suelo, inoculando un odio que aún hoy, con el viejo ya con varios días muerto, es tibio y enfermizo. 

Después de la lacrimosa llamada de mamá anunciando su muerte, permanecí como ese día, inmóvil y con la vista fija en la pared.  Lo único que realmente lamenté después de colgar sin decir mucho, fue nunca haber tenido el valor de volver a bajar mis pantalones mientras suena la Marsellesa.