Él
nunca fue a Francia, de hecho, nunca pisó un suelo que no fuera este, el de
esta triste tierra malhadada. Pero aún así, después de que el ultimo
jirón de cordura se le escapó, lo único que hacía era cantar con furia y en un
perfecto francés aquello de:
Aux armes citoyens¡
Formez vos bataillons¡
Marchons, marchons
Qu’un sang impur abreuve à nos sillons¡
Y después, por largo rato, hasta que conseguía dormirse, murmuraba entre sollozos:
Mugir ces féroces soldats?
Ils viennent jusque dans vos bras
Ecorger nos fils, et nos compagnes
Eso decía mamá, que él cantaba en francés
como llamando a la guerra y luego sollozaba, así todos los días, hasta el
último. Yo no lo vi ni lo escuché, y su muerte realmente me importó muy
poco.
Mi abuelo, siempre fue un tipo tosco,
frío. Era altísimo como pocos hombres he conocido hasta ahora, un enorme
mestizo con mucho de negro que cuando yo era chico, entraba a nuestra casa
dejando las puertas abiertas de par en par tras de si. Usaba unas botas
de montar, negras y brillantes, que resonaban con un taconeo seco y ruidoso
sobre el suelo de madera. Siempre le temí a mi abuelo. A estas alturas
–para qué negarlo– he de confesar que desde mis nueve años lo odié
profundamente.
Nunca antes de consumirse en esa vejez
horrorosa y demente, escuché salir de su boca una sola palabra en
francés. De hecho nunca escuché demasiadas palabras suyas. El viejo
Manuel, Don Manuel, no hablaba mucho, y cuando lo hacía levantaba ampollas y
hacía estremecer de miedo a su interlocutor, o eso pensaba yo, eso pensábamos
todos nosotros, que el viejo Manuel era malísimo, el hombre más malo de todos.
En esa época, la de las aventuras en la
finca del viejo Manuel, yo era solo un niño, de hecho era el más pequeño del
grupo de primos que por un acuerdo absurdo de nuestros padres, pasábamos las
vacaciones escolares en El Edén, la finca del Viejo donde había ganado,
caballos y cultivos multicolores. En realidad El Edén no era una
enorme hacienda, el Viejo no era un potentado, era solo un campesino que como
mamá decía, “había conseguido lo suyo con el sudor de su frente”. Yo creo
que además de su sudor, contribuyó su escopeta y uno que otro apretón de manos,
sino con el diablo, al menos con alguno de sus embajadores en la
tierra.
El Viejo era malo, todos los sabíamos, pero
era más malo con nosotros, con los “hombrecitos”. A las niñas las
halagaba con regalos, con puñados de monedas para comprar caramelos y gaseosas,
los domingos las llevaba a pasear al pueblo durante buena parte del día.
A nosotros en cambio casi ni nos miraba, cosa que se agradecía, porque cuando
se enfurecía por cualquier tontería, sus ojos originalmente marrones oscuros,
se ponían de un amarrillo brillante que nos aterrorizaba e impedía que
pudiéramos sostener su mirada. Por entonces entrenábamos para un buen día
ser capaces de mirarlo directamente a los ojos, esos ojos amarillos, hasta que
fuera él quien desviara la vista. Hacíamos torneos de miradas para ver
quién conseguía soportar otros ojos por más tiempo, pero ningunos ojos eran tan
feroces como los suyos, pude comprobarlo yo mismo por segunda vez hace algún
tiempo, cuando yo era ya un hombre y él nada más que un anciano seco y
deshecho.
Un mal día fue aquel. Nos encontramos de
manera accidental en casa de mamá, quien nos sentó a los dos frente a la mesita
aquella que tiene en la cocina; yo leía el periódico sin ocuparme de nada hasta
que él, displicente, tiró su taza de café para llamar mi atención y me
inspeccionó con esos ojos endemoniados entre surcos y arrugas. Su mirada me
hizo sentir de nuevo como un impúber con las manos sudorosas en los
bolsillos. Yo, envalentonado, levanté la quijada y lo miré con lo que a
mí me parecieron unos ojos retadores, adultos, unos ojos sin miedo. Él
continuó con su mirada amarrilla anclada a mis ojos, y mientras pasaban los
segundos yo iba retrocediendo en el tiempo hasta que solo quedó el chiquillo
asustado, el niño lleno de odio y miedo. Me levanté de la mesa y me fui
sin musitar palabra dejando la puerta abierta de par en par, cómo él solía
hacer. ¡Que suerte la mía, a mis treinta y tantos y, aún le temía al
Viejo desgraciado!
Mientas
las niñas iban con el Viejo a alguna feria ambulante en el pueblo, nosotros nos
quedábamos llevando a cabo las más variadas tareas. Lavábamos el carro, los
caballos, las vacas y limpiábamos el chiquero de los cerdos. Una vez,
solo una vez, lo recuerdo bien, yo tuve suerte, o eso pareció en
principio. En la ultima semana de escuela, mientras hacía una increíble
pirueta como portero de mi equipo de fútbol, me lesioné y resulté con un yeso
en mi tobillo derecho durante todas las vacaciones. Aunque mi mamá
estaba de acuerdo con que el trabajo en el campo formaba buenos hombres, de
forma excepcional le pidió al Viejo que mis tareas fueran más ligeras a causa
de mi lesión, lo que me dio la oportunidad de entrar a lugares de El Edén
vedados hasta ese momento, pero también me puso demasiado cerca del Viejo, tan
cerca que pude olerlo, mirar directamente esos ojos que siempre había evitado;
pude odiarlo con todas mis fuerzas después de qué él también descubrió la
cercanía.
Desde que llegué a esas vacaciones, mis
ultimas vacaciones en El Edén, el Viejo me miraba de reojo con más rencor que
antes, debía representar una molestia adicional tener que planificar otras
tareas para “El dañado” como empezó a llamarme, así, en tercera persona aun
cuando yo estuviera en el mismo lugar que él. El Dañado ordeñaba,
organizaba semillas, alimentaba al ganado y a las aves de corral. El
Dañado tenía tareas menos pesadas y sucias que sus primos, pero no se detenía
nunca. Desde las tres y treinta de la madrugada estaba en pie y casi
nunca veía a los demás, salvo a la hora de la cena y en los cuartos, donde no
resistía despierto para conversar con los otros. Me sentaba en la orilla de la
delgada cama y caía como muerto, ni sus risas o golpes lograban despertarme, dormía
hasta que el mismísimo Viejo derramaba un vaso de agua fría en mi cara cuando
aún no había salido el sol y afuera las heladas cubrían el pasto con una fina
capa blanca.
Al cabo de un par de semanas, yo con mis
tiernos nueve años, me veía como un zombi que colgado de sus muletas arrastraba
pesarosamente su yeso por El Edén. Mis primos, antes cómplices, empezaron a
hacer mofa de mí, también ellos me llamaban El Dañado y cada vez que pasaban a
mi lado me daban un fuerte golpe con la palma extendida en la frente que
pretendía despertarme, pero que solo lograba llenarme de furia sin sacarme del
estupor.
Una de aquellas madrugadas desperté con una
fiebre altísima y el Viejo no tuvo más remedio que dejarme en cama, pero la
gloria solo duro un par de horas, tras las cuales el viejo me enfundó en un
pantalón y me hizo seguirlo por los pasillos de la casona. Entramos
en una habitación enorme, algo así como una biblioteca o un estudio.
Parecía el decorado de una película, libros del suelo al techo, un escritorio
robusto de madera que parecía anclado al suelo, y en el centro de la única
pared sin libros un cuadro descomunal de un hombre muy blanco, muy digno.
Claramente el Viejo no había leído ninguno de esos libros, nada de eso era
legítimamente suyo, de serlo, sería su pintura, la de su rostro de mestizo la
que estaría sobre el escritorio y no la de ese tipo con cara de
esclavista.
A partir de ese momento pasaría el resto de
mis vacaciones en ese estudio, el Viejo me dio una lista de tareas, me miró de
arriba abajo y se largó murmurando sobre El Dañado, maldiciendo su suerte y a
su hija, o algo así creí escuchar. Ese día me dediqué a organizar una
descomunal colección de estampillas europeas, ilustraciones de puentes, barcos,
globos aerostáticos a dos y tres tintas, las veía embelesado y solo odiaba la
idea de que fueran suyas, para qué un tipo como él quería todo esto, de dónde
lo había sacado. Podía merecer las vacas y los caballos, pero todos esos
tesoros en el estudio no debían estar en manos de un ser vil como él. De
allí en adelante ideé tres sistemas de organización de los libros que me
resultaban complejísimos y divertidos, aunque el que más me gustaba era una
clasificación de acuerdo a un escalafón de colores empezando por el rojo y
terminando con el negro; el rojo era mi color favorito, al negro lo asociaba
con el Viejo.
Mientras pasé mi maravilloso tiempo en el
estudio, el Viejo me desterró un par de veces para tener extrañas reuniones con
gente aún más extraña. Se encerró por horas a hablar una vez con unos
tipos muy estirados que no terminaban de mirarlo con agrado y la siguiente vez
con unos que parecían más peligrosos que él mismo. En ambas ocasiones el
Viejo salía de esas reuniones como flotando por encima del suelo, parecía aún
más enorme y olía a un perfume muy fuerte que aún puedo evocar con desagrado en
mi cabeza. Mientras él sostenía esas conversaciones yo aprovechaba
para escapar por ahí, buscar a los chicos y tratar de recuperar la normalidad.
La primera vez no conseguí dar con mis primos rápidamente, los busqué por todos
lados pero no los encontré, hasta que Felipe, mayor que yo unos seis meses,
apareció corriendo por la cocina rumbo a los establos. Lo intercepté y le
pregunté dónde estaban todos, él rió maliciosamente y me dijo que estaban en el
torneo. –¿De miradas? –No, ya no hacemos eso, ahora es el torneo
de la mano peluda.
Y lo ultimo lo dijo susurrando y
ligeramente ruborizado. Después de eso, salió corriendo y casi en simultánea
yo escuché al Viejo llamando a El Dañado, dónde
está El Dañado, qué pasa que se me perdió El Dañado.
Ese día, envuelto en el perfume del Viejo y
con una caja llena de fotos viejísimas en blanco y negro – incluso
recuerdo alguna misteriosa imagen de un hombre grabada en un espejo– no pude
más que pensar y pensar en lo que había dicho Felipe. No terminaba de
entender y me sentía molesto por estar ahí, en ese espacio que me había
hechizado durante la ultima semana, en lugar de estar allá afuera con
ellos. Ya no era el tipo con suerte que creía ser.
Después de la cena, como todas las noches,
nos fuimos a la habitación, pero esta vez ellos, como desentendiéndose de mí,
susurraban y reían. Yo estaba seguro que tenía que ver con eso del torneo
que hacían. La luz se apagó y a la media hora todo estaba en silencio,
así que yo, como un felino, me deslicé a la cama de Felipe.
–Cuéntamelo, qué es eso de la “mano peluda”,
cuéntamelo por favor.
Felipe, como si fuera cinco años mayor que
yo, se rió bajito y me acarició la cabeza como a un niño. Yo ya no me
pude contener y le puse una mano en la boca y con la otra retorcí su oreja
izquierda con tal fuerza que pensé que podría habérsela arrancado. Como
en las películas puse mi cara casi contra la suya y le susurré: –si no me dices,
te la arranco, soy capaz. Finalmente Felipe, que parecía ahogarse bajo mi
mano, me dijo de qué se trataba. Al parecer todos se paraban en hilera
allá atrás del establo, frente al estanque de mojarras, se bajaban los
pantalones y a la cuenta de tres empezaban a pajearse; Felipe no, no lo
dejaban, era muy chico, pero él era el juez y dictaminaba quién era el
ganador. Yo lo escuché, solté su oreja y me fui tan silenciosamente como había
llegado.
Los días pasaron y yo en la biblioteca no
dejaba de pensar en lo dicho por Felipe. Fotos, libros, estampillas, una
caja llena de laminitas con la foto de jugadores de béisbol e incluso un baúl
con discos de acetato, todos marcados con palabras escritas en inglés y
francés. Yo era un excluido, un paria. En mi soledad en la biblioteca
puse al azar uno de los acetatos en el tocadiscos, era la Marsellesa, pronto lo
sabría:
Aux armes citoyens¡
Formez vos bataillons¡
Marchons, marchons
Qu’un sang impur abreuve à nos sillons¡
La escuché una y otra vez tratando de
aprender las palabras, a lo mejor lo mismo hizo el Viejo antes o después que
yo. Lo hice buscando pensar en otra cosa, alejar de mi cabeza la hilera
de primos, los pantalones abajo. Finalmente lo detuve, a la fuerza detuve
el disco y me largué del estudio dejando por primera vez la puerta abierta de
par en par. En un tiempo record llegué al estanque, allí estaban
todos, tumbados en el prado conversando como al descuido, todos tenían sus
pantalones bien puestos. Sin tomar aire después de la carrera, casi
ahogado lo dije –también yo quiero competir. Beto, el mayor, me
miró seriamente por unos minutos, los otros lo miraban a él y luego a mi.
De pronto el muy infeliz se echó a reír como un endemoniado. Todos reían,
incluso Felipe algo confundido reía. –Pero si es solo un niño, el niñito
del abuelo. Y las risas se volvieron carcajadas, las carcajadas los
hicieron revolcarse en el suelo y yo, con algo de dignidad, permanecí ahí
viéndolos reírse por unos minutos larguísimos. Las risas parecían
dilatarse hasta oírse como extraños gemidos de animales salvajes, animales que
se reían del pobrecito Dañado.
Volví al estudio –a dónde más podía ir–
y una vez más hice sonar la Marsellesa, una y otra vez la escuché
sabiendo que tenía los ojos aguados, aguados de rabia e impotencia, y antes de
darme plena cuenta estaba de pie frente al tocadiscos con los pantalones
abajo.
Lo siguiente es vergüenza, La
vergüenza. Estoy seguro que si ese día él hubiera usado perfume, nada
habría sucedido, yo lo habría olido a metros de distancia aún con la puerta
cerrada como estaba, habría subido mis pantalones y limpiado las lagrimas de mi
cara. Pero no, el Viejo no olía a nada ese día. Sin que me percatara
abrió la puerta, me miró durante un par de segundos y detuvo la Marsellesa de
golpe, como yo había hecho hacía solo un rato. El silencio me trajo de
vuelta y abrí los ojos y me encontré con los de él a solo unos centímetros de
los míos. No eran solo amarillos, eran trozos de ámbar,
traslucidos, con vetas naranjas. Eran unos ojos endemoniados que me
miraban fijamente y yo casi podía ver a través de ellos y lo que veía era un
desfiladero enorme, oscuro y amenazante. Estaba petrificado y no
conseguía pensar con claridad. Súbete los
pantalones –decía una voz apagada en mi cabeza. Sube tus pantalones. Súbelos ya. Ya. ¡Ya! Pero yo seguía
inmóvil. Él seguía inmóvil. Sus ojos me agujereaban dolorosamente y yo como el
niño que era, empecé a pensar en mamá, en papá, en los primos. Súbelos,
súbelos, súbelos ya. Sin dejar de mirarme, con la punta de su bota el Viejo
desplazó un poco la base de mi muleta derecha y yo, en un santiamén, fui a dar
aparatosamente al suelo enredado entre mis propios pantalones.
–Nunca frente a la Marsellesa.
Quitó el acetato del tocadiscos y se fue
del estudio sin cerrar las puertas. Yo
permanecí un largo rato tendido en el suelo, inoculando un odio que aún hoy,
con el viejo ya con varios días muerto, es tibio y enfermizo.
Después de la lacrimosa llamada de mamá
anunciando su muerte, permanecí como ese día, inmóvil y con la vista fija en la
pared. Lo único que realmente lamenté después de colgar sin decir mucho,
fue nunca haber tenido el valor de volver a bajar mis pantalones mientras suena
la Marsellesa.
Escribe muy bien.... logra mantener el interés todo el tiempo..... me gustaaa
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