domingo, 8 de junio de 2014

PAZ EN SU TUMBA

Él nunca fue a Francia, de hecho, nunca pisó un suelo que no fuera este, el de esta triste tierra malhadada.  Pero aún así, después de que el ultimo jirón de cordura se le escapó, lo único que hacía era cantar con furia y en un perfecto francés aquello de:
Aux armes citoyens¡
Formez vos bataillons¡
Marchons, marchons
Qu’un sang impur abreuve à nos sillons¡

Y después, por largo rato, hasta que conseguía dormirse, murmuraba entre sollozos:
Mugir ces féroces soldats?
Ils viennent jusque dans vos bras
Ecorger nos fils, et nos compagnes
Eso decía mamá, que él cantaba en francés como llamando a la guerra y luego sollozaba, así todos los días, hasta el último.  Yo no lo vi ni lo escuché, y su muerte realmente me importó muy poco.

Mi abuelo, siempre fue un tipo tosco, frío.  Era altísimo como pocos hombres he conocido hasta ahora, un enorme mestizo con mucho de negro que cuando yo era chico, entraba a nuestra casa dejando las puertas abiertas de par en par tras de si.  Usaba unas botas de montar, negras y brillantes, que resonaban con un taconeo seco y ruidoso sobre el suelo de madera.  Siempre le temí a mi abuelo. A estas alturas –para qué negarlo– he de confesar que desde mis nueve años lo odié profundamente.

Nunca antes de consumirse en esa vejez horrorosa y demente, escuché salir de su boca una sola palabra en francés.  De hecho nunca escuché demasiadas palabras suyas.  El viejo Manuel, Don Manuel, no hablaba mucho, y cuando lo hacía levantaba ampollas y hacía estremecer de miedo a su interlocutor, o eso pensaba yo, eso pensábamos todos nosotros, que el viejo Manuel era malísimo, el hombre más malo de todos.

En esa época, la de las aventuras en la finca del viejo Manuel, yo era solo un niño, de hecho era el más pequeño del grupo de primos que por un acuerdo absurdo de nuestros padres, pasábamos las vacaciones escolares en El Edén, la finca del Viejo donde había ganado, caballos y cultivos multicolores.   En realidad El Edén no era una enorme hacienda, el Viejo no era un potentado, era solo un campesino que como mamá decía, “había conseguido lo suyo con el sudor de su frente”.  Yo creo que además de su sudor, contribuyó su escopeta y uno que otro apretón de manos, sino con el diablo, al menos con alguno de sus embajadores en la tierra.  

El Viejo era malo, todos los sabíamos, pero era más malo con nosotros, con los “hombrecitos”.  A las niñas las halagaba con regalos, con puñados de monedas para comprar caramelos y gaseosas, los domingos las llevaba a pasear al pueblo durante buena parte del día.  A nosotros en cambio casi ni nos miraba, cosa que se agradecía, porque cuando se enfurecía por cualquier tontería, sus ojos originalmente marrones oscuros, se ponían de un amarrillo brillante que nos aterrorizaba e impedía que pudiéramos sostener su mirada.  Por entonces entrenábamos para un buen día ser capaces de mirarlo directamente a los ojos, esos ojos amarillos, hasta que fuera él quien desviara la vista.  Hacíamos torneos de miradas para ver quién conseguía soportar otros ojos por más tiempo, pero ningunos ojos eran tan feroces como los suyos, pude comprobarlo yo mismo por segunda vez hace algún tiempo, cuando yo era ya un hombre y él nada más que un anciano seco y deshecho. 
Un mal día fue aquel. Nos encontramos de manera accidental en casa de mamá, quien nos sentó a los dos frente a la mesita aquella que tiene en la cocina; yo leía el periódico sin ocuparme de nada hasta que él, displicente, tiró su taza de café para llamar mi atención y me inspeccionó con esos ojos endemoniados entre surcos y arrugas.  Su mirada me hizo sentir de nuevo como un impúber con las manos sudorosas en los bolsillos.  Yo, envalentonado, levanté la quijada y lo miré con lo que a mí me parecieron unos ojos retadores, adultos, unos ojos sin miedo.  Él continuó con su mirada amarrilla anclada a mis ojos, y mientras pasaban los segundos yo iba retrocediendo en el tiempo hasta que solo quedó el chiquillo asustado, el niño lleno de odio y miedo.  Me levanté de la mesa y me fui sin musitar palabra dejando la puerta abierta de par en par, cómo él solía hacer.  ¡Que suerte la mía, a mis treinta y tantos y, aún le temía al Viejo desgraciado!

Mientas las niñas iban con el Viejo a alguna feria ambulante en el pueblo, nosotros nos quedábamos llevando a cabo las más variadas tareas. Lavábamos el carro, los caballos, las vacas y limpiábamos el chiquero de los cerdos.  Una vez, solo una vez, lo recuerdo bien, yo tuve suerte, o eso pareció en principio.  En la ultima semana de escuela, mientras hacía una increíble pirueta como portero de mi equipo de fútbol, me lesioné y resulté con un yeso en mi tobillo derecho durante todas las vacaciones.   Aunque mi mamá estaba de acuerdo con que el trabajo en el campo formaba buenos hombres, de forma excepcional le pidió al Viejo que mis tareas fueran más ligeras a causa de mi lesión, lo que me dio la oportunidad de entrar a lugares de El Edén vedados hasta ese momento, pero también me puso demasiado cerca del Viejo, tan cerca que pude olerlo, mirar directamente esos ojos que siempre había evitado; pude odiarlo con todas mis fuerzas después de qué él también descubrió la cercanía.
Desde que llegué a esas vacaciones, mis ultimas vacaciones en El Edén, el Viejo me miraba de reojo con más rencor que antes, debía representar una molestia adicional tener que planificar otras tareas para “El dañado” como empezó a llamarme, así, en tercera persona aun cuando yo estuviera en el mismo lugar que él.  El Dañado ordeñaba, organizaba semillas, alimentaba al ganado y a las aves de corral.  El Dañado tenía tareas menos pesadas y sucias que sus primos, pero no se detenía nunca.  Desde las tres y treinta de la madrugada estaba en pie y casi nunca veía a los demás, salvo a la hora de la cena y en los cuartos, donde no resistía despierto para conversar con los otros. Me sentaba en la orilla de la delgada cama y caía como muerto, ni sus risas o golpes lograban despertarme, dormía hasta que el mismísimo Viejo derramaba un vaso de agua fría en mi cara cuando aún no había salido el sol y afuera las heladas cubrían el pasto con una fina capa blanca.
Al cabo de un par de semanas, yo con mis tiernos nueve años, me veía como un zombi que colgado de sus muletas arrastraba pesarosamente su yeso por El Edén. Mis primos, antes cómplices, empezaron a hacer mofa de mí, también ellos me llamaban El Dañado y cada vez que pasaban a mi lado me daban un fuerte golpe con la palma extendida en la frente que pretendía despertarme, pero que solo lograba llenarme de furia sin sacarme del estupor.  
Una de aquellas madrugadas desperté con una fiebre altísima y el Viejo no tuvo más remedio que dejarme en cama, pero la gloria solo duro un par de horas, tras las cuales el viejo me enfundó en un pantalón y me hizo seguirlo por los pasillos de la casona.   Entramos en una habitación enorme, algo así como una biblioteca o un estudio.  Parecía el decorado de una película, libros del suelo al techo, un escritorio robusto de madera que parecía anclado al suelo, y en el centro de la única pared sin libros un cuadro descomunal de un hombre muy blanco, muy digno.  Claramente el Viejo no había leído ninguno de esos libros, nada de eso era legítimamente suyo, de serlo, sería su pintura, la de su rostro de mestizo la que estaría sobre el escritorio y no la de ese tipo con cara de esclavista. 
A partir de ese momento pasaría el resto de mis vacaciones en ese estudio, el Viejo me dio una lista de tareas, me miró de arriba abajo y se largó murmurando sobre El Dañado, maldiciendo su suerte y a su hija, o algo así creí escuchar.  Ese día me dediqué a organizar una descomunal colección de estampillas europeas, ilustraciones de puentes, barcos, globos aerostáticos a dos y tres tintas, las veía embelesado y solo odiaba la idea de que fueran suyas, para qué un tipo como él quería todo esto, de dónde lo había sacado.  Podía merecer las vacas y los caballos, pero todos esos tesoros en el estudio no debían estar en manos de un ser vil como él.  De allí en adelante ideé tres sistemas de organización de los libros que me resultaban complejísimos y divertidos, aunque el que más me gustaba era una clasificación de acuerdo a un escalafón de colores empezando por el rojo y terminando con el negro; el rojo era mi color favorito, al negro lo asociaba con el Viejo.

Mientras pasé mi maravilloso tiempo en el estudio, el Viejo me desterró un par de veces para tener extrañas reuniones con gente aún más extraña.  Se encerró por horas a hablar una vez con unos tipos muy estirados que no terminaban de mirarlo con agrado y la siguiente vez con unos que parecían más peligrosos que él mismo.  En ambas ocasiones el Viejo salía de esas reuniones como flotando por encima del suelo, parecía aún más enorme y olía a un perfume muy fuerte que aún puedo evocar con desagrado en mi cabeza.   Mientras él sostenía esas conversaciones yo aprovechaba para escapar por ahí, buscar a los chicos y tratar de recuperar la normalidad.  La primera vez no conseguí dar con mis primos rápidamente, los busqué por todos lados pero no los encontré, hasta que Felipe, mayor que yo unos seis meses, apareció corriendo por la cocina rumbo a los establos. Lo intercepté y le pregunté dónde estaban todos, él rió maliciosamente y me dijo que estaban en el torneo.  –¿De miradas?  ­–No, ya no hacemos eso, ahora es el torneo de la mano peluda.
Y lo ultimo lo dijo susurrando y ligeramente ruborizado.  Después de eso, salió corriendo y casi en simultánea yo escuché al Viejo llamando a El Dañado, dónde está El Dañado, qué pasa que se me perdió El Dañado.
Ese día, envuelto en el perfume del Viejo y con una caja llena de fotos viejísimas en blanco y negro  – incluso recuerdo alguna misteriosa imagen de un hombre grabada en un espejo– no pude más que pensar y pensar en lo que había dicho Felipe.  No terminaba de entender y me sentía molesto por estar ahí, en ese espacio que me había hechizado durante la ultima semana, en lugar de estar allá afuera con ellos.  Ya no era el tipo con suerte que creía ser.
Después de la cena, como todas las noches, nos fuimos a la habitación, pero esta vez ellos, como desentendiéndose de mí, susurraban y reían.  Yo estaba seguro que tenía que ver con eso del torneo que hacían.  La luz se apagó y a la media hora todo estaba en silencio, así que yo, como un felino, me deslicé a la cama de Felipe.
 –Cuéntamelo, qué es eso de la “mano peluda”, cuéntamelo por favor.  
Felipe, como si fuera cinco años mayor que yo, se rió bajito y me acarició la cabeza como a un niño.  Yo ya no me pude contener y le puse una mano en la boca y con la otra retorcí su oreja izquierda con tal fuerza que pensé que podría habérsela arrancado.  Como en las películas puse mi cara casi contra la suya y le susurré: –si no me dices, te la arranco, soy capaz.  Finalmente Felipe, que parecía ahogarse bajo mi mano, me dijo de qué se trataba.  Al parecer todos se paraban en hilera allá atrás del establo, frente al estanque de mojarras, se bajaban los pantalones y a la cuenta de tres empezaban a pajearse; Felipe no, no lo dejaban, era muy chico,  pero él era el juez y dictaminaba quién era el ganador. Yo lo escuché, solté su oreja y me fui tan silenciosamente como había llegado.

Los días pasaron y yo en la biblioteca no dejaba de pensar en lo dicho por Felipe.  Fotos, libros, estampillas, una caja llena de laminitas con la foto de jugadores de béisbol e incluso un baúl con discos de acetato, todos marcados con palabras escritas en inglés y francés. Yo era un excluido, un paria.  En mi soledad en la biblioteca puse al azar uno de los acetatos en el tocadiscos, era la Marsellesa, pronto lo sabría:
Aux armes citoyens¡
Formez vos bataillons¡
Marchons, marchons
Qu’un sang impur abreuve à nos sillons¡
La escuché una y otra vez tratando de aprender las palabras, a lo mejor lo mismo hizo el Viejo antes o después que yo.  Lo hice buscando pensar en otra cosa, alejar de mi cabeza la hilera de primos, los pantalones abajo.  Finalmente lo detuve, a la fuerza detuve el disco y me largué del estudio dejando por primera vez la puerta abierta de par en par.   En un tiempo record llegué al estanque, allí estaban todos, tumbados en el prado conversando como al descuido, todos tenían sus pantalones bien puestos.  Sin tomar aire después de la carrera, casi ahogado lo dije –también yo quiero competir.   Beto, el mayor, me miró seriamente por unos minutos, los otros lo miraban a él y luego a mi.  De pronto el muy infeliz se echó a reír como un endemoniado.  Todos reían, incluso Felipe algo confundido reía.  –Pero si es solo un niño, el niñito del abuelo.  Y las risas se volvieron carcajadas, las carcajadas los hicieron revolcarse en el suelo y yo, con algo de dignidad, permanecí ahí viéndolos reírse por unos minutos larguísimos.  Las risas parecían dilatarse hasta oírse como extraños gemidos de animales salvajes, animales que se reían del pobrecito Dañado.
Volví al estudio –a dónde más podía ir–  y una vez más hice sonar la Marsellesa, una y otra vez la escuché sabiendo que tenía los ojos aguados, aguados de rabia e impotencia, y antes de darme plena cuenta estaba de pie frente al tocadiscos con los pantalones abajo. 
Lo siguiente es vergüenza, La vergüenza.  Estoy seguro que si ese día él hubiera usado perfume, nada habría sucedido, yo lo habría olido a metros de distancia aún con la puerta cerrada como estaba, habría subido mis pantalones y limpiado las lagrimas de mi cara.  Pero no, el Viejo no olía a nada ese día. Sin que me percatara abrió la puerta, me miró durante un par de segundos y detuvo la Marsellesa de golpe, como yo había hecho hacía solo un rato.  El silencio me trajo de vuelta y abrí los ojos y me encontré con los de él a solo unos centímetros de los míos.   No eran solo amarillos, eran trozos de ámbar, traslucidos, con vetas naranjas.  Eran unos ojos endemoniados que me miraban fijamente y yo casi podía ver a través de ellos y lo que veía era un desfiladero enorme, oscuro y amenazante.  Estaba petrificado y no conseguía pensar con claridad. Súbete los pantalones –decía una voz apagada en mi cabeza. Sube tus pantalones. Súbelos ya. Ya. ¡Ya!  Pero yo seguía inmóvil. Él seguía inmóvil. Sus ojos me agujereaban dolorosamente y yo como el niño que era, empecé a pensar en mamá, en papá, en los primos.  Súbelos, súbelos, súbelos ya. Sin dejar de mirarme, con la punta de su bota el Viejo desplazó un poco la base de mi muleta derecha y yo, en un santiamén, fui a dar aparatosamente al suelo enredado entre mis propios pantalones. 
–Nunca frente a la Marsellesa.
Quitó el acetato del tocadiscos y se fue del estudio sin cerrar las puertas.  Yo permanecí un largo rato tendido en el suelo, inoculando un odio que aún hoy, con el viejo ya con varios días muerto, es tibio y enfermizo. 

Después de la lacrimosa llamada de mamá anunciando su muerte, permanecí como ese día, inmóvil y con la vista fija en la pared.  Lo único que realmente lamenté después de colgar sin decir mucho, fue nunca haber tenido el valor de volver a bajar mis pantalones mientras suena la Marsellesa.



1 comentario:

  1. Escribe muy bien.... logra mantener el interés todo el tiempo..... me gustaaa

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