–No me vas a hacer daño con eso, ¿cierto? –Me
preguntó él con su barbilla proyectada hacia delante y los hombros caídos, como
profundamente agotado.
–No,
¿cómo podría hacerte daño con una foto?
Y
ahora sé que era mi pregunta la muy irracional. Lo dije titubeando y lo
repetí una vez más, como para que yo misma lo entendiera.
–¿Cómo
podría hacerte daño con una foto?
Lo
decía con mi mano aferrada a la cámara, preparándome a resistir. Los dos se
habían aproximado a mí después de descubrirme a unos cuantos metros agazapada
en la banca desde donde veía la fachada de la peluquería y a ellos de espalda a
mí, conversando. A veces estaba únicamente él allí sentado, y cuando
estaba así, solo, parecía a punto de quebrarse, de romperse en pedazos.
Al notarme por fin, algo se dijeron, me señalaron con sus índices y empezaron a
caminar a zancadas hacia mí, como si pensaran que podía darme a la fuga en
cualquier momento. No tenía ninguna intención de irme, al menos no
entonces.
Desde
mi lugar en la banca se veían enormes. Durante un par de segundos fueron para
mí dos grandes negros irritados y amenazantes.
–¿Por
qué nos tomas fotos?
–Tiene
que pagar. Mis fotos tiene que pagar.
Por
un momento alcancé a preguntármelo, ¿qué hacia en el barrio de inmigrantes a
media cuadra de la manzana de las putas? Mientras ellos repetían una y otra vez
las mismas preguntas, tuve tiempo de contestarme: es medio día y este lugar no
se ve ni la mitad de peligroso que su equivalente en casa, en mi ciudad. Y
por qué no, de cualquier forma no planeaba quedarme allá abajo en la calle
larga y angosta atestada de gente que, cigarrillo electrónico en mano,
deambulan por los almacenes que venden casi todo, casi nada.
–Paga.
Tiene que pagar –Le dijo 2Pac, el más grueso y de mirada intimidante al otro,
al delgado, al callado, a El Ojo.
Yo,
que seguramente me veía disminuida, los miraba intimidada en contrapicado hasta
que 2Pac con un golpe amigable en la espalda de El Ojo, soltó una carcajada y
dijo algo en un idioma ininteligible para mi.
–No
me vas a hacer daño con eso, ¿cierto?– dijo dulcemente El Ojo mirando primero
la cámara en mi mano y luego directamente mis ojos.
Luego
se sentaron, o yo me levanté. Luego caminamos hacía la peluquería porque
yo quería fotografiarla o porque ellos querían que la conociera. Yo miré
unas dos o tres veces el reloj en mi muñeca derecha. El Ojo también
miraba mi reloj, quería que yo lo olvidara.
2Pac,
felicidad ruidosa, se pavoneaba por ahí. Entraba y salía de la peluquería, iba calle
arriba, calle abajo; saludaba a uno, conversaba con otro en una esquina.
Mientras tanto yo accedía a una cerveza en el bar de al lado. Dos Estrellas y cinco olivas.Allí,
sentados en el bar oscuro, viejísimo y bello, hablamos sin prisa, como desde la
distancia.
–No, casada no.
–Yo
tampoco. Todavía espero a la mujer, una buena, la más buena.
Una Estrella más, bebo rápido.
–Colombia.
–Ah,
Latinoamérica. La he visto por televisión.
–Me
imagino lo que habrás visto.
–Es bonito. Se ve bonito, como
Mali.
Otras
cinco olivas gordas y brillantes.
–¿De
Mali?
–No. Si. No, de Nigeria. También
de Mali, pero mejor de Nigeria.
Dos Estrellas más y el barman nos advierte que
pronto cerrará, es la hora de la siesta.
–¿Musulmán?
–No,
católico. ¿Tu?
–No,
yo nada. No me gusta lo que las religiones representan.
–Dios
no deja de existir solo porque tu no creas.
–¿No?
La siguiente Estrella la tomamos en la peluquería. Su
fachada de piedra era compartida por tres edificios altos y angostos con
entradas grandes, oscuras, como bocas desdentadas. En los balcones había
tendida ropa de colores, banderas de lugares que desconozco, antenas
parabólicas. Allá una mujer de generoso busto miraba aburrida la calle.
Dos ventanas más arriba un niño lloraba enganchado a los barrotes junto a
la estatua de la virgen desgastada y triste que descansaba entre dos edificios,
a la altura del tercer piso.
El
interior de la peluquería era de un feo verde manzana. En las paredes se veían
afiches que mostraban los cientos de peinados tal vez solo posibles en un pelo
como el suyo, negro, de negros, pelo de África.
–No
los sé hacer todos, pero puedo hacer muchos. Este, este, este. –El Ojo iba
señalando una a una muchas fotografías mientras yo imaginaba mi cabeza blanca
de pelo quebradizo decorada con esas formas asombrosas.
Cinco
olivas más con las dos Estrellas que trajimos del bar. Allí, en
la peluquería, hablamos menos o, más pausadamente en medio del movimiento
aletargado del lugar. 2Pac entraba y en su balbuceado español me
preguntaba si yo lo conocía, a 2Pac, el original, el rapero gringo.
–El
más grande. El mejor. Yo soy él. –Y se levantaba el cuello de la
chaqueta de pana tal vez muy pequeña para su cuerpo grueso– Soy el Elvis
Suizo en España.
Y
mientras hablaba no dejaba de contemplarse en el espejo grande que ocupaba un
gran fragmento horizontal de una las paredes. En la de al lado, la del
fondo, había una puerta que todos se esmeraban en mantener cerrada y aunque yo
me contorsionaba en mi silla de peluquero para alcanzar a atisbar el interior,
no pude ver más que negrura y a lo mejor una escalera que subía. La
puerta era abierta y cerrada por muchos, primero El Ojo, después aquel hombre
grande y callado, 2Pac, la chica de 2Pac que fumaba sin parar como en medio de
un delirium tremens.
Ahora sale otro africano menudo, otra vez 2Pac, es el turno de aquel grande y
risueño, atlético como un jugador de baloncesto. Abren, cierran, abren,
cierran, no sé qué pasa allá adentro.
–La peluquería va bien, gano mucho
dinero.
–Pero
desde que llegué no ha venido nadie.
–Hay
días más lentos que otros. En verano hacen fila afuera –dijo él mientras yo
miraba de reojo a la chica que fumaba, mordía sus uñas y me observa como dese
el infierno.
–Pensé
que estabas con alguno de ellos, de los africanos –Me dijo ella con su acento
de local cuando El Ojo se alejó.
–No,
soy una visitante fugaz.
–¿Fotógrafa?
–Aja.
La
chica estaba embarazada, el anterior hijo se lo quito el estado, al parecer
consideraron que no era apta para cuidar de él.
–Este
no me lo van a quitar. Tengo un plan.
Sí,
tenía un plan. Seguiría cobrando el paro como tantos otros, pero además
se sometería a un tratamiento de desintoxicación y ese compromiso incrementaría
el pago que el estado le hacía. Con lo que quedara de ese dinero, después
de unos tres meses en la clínica, se marcharía a Suiza con 2Pac.
–Allá
se vive mejor, aquí no hay nada. Las ayudas son más altas allá que en
ningún otro lugar.
2Pac,
no dejaba de decir que ese es el paraíso, donde estábamos era para él algo así
como un moridero frio y agresivo aunque feliz.
–Allá
dinero, pero no contento. Aquí contento– decía él.
El
Ojo me miraba desde lejos y, junto al basquetbolista que no era tal, nos fuimos
a un edificio de allí cerca, uno de esos que recuerdan fotografías de la Habana
vieja, edificios que una vez fueron señoriales y que hoy son enormes y lúgubres
inquilinatos de inmigrantes y prostitutas que conversan en la entrada.
Ese debió ser un gran momento para plantearme aquella pregunta de hacía ya
horas: ¿qué hago aquí? Iba considerando contestarme mientras subía unas
escaleras angostas y húmedas. Seguía pensándolo incluso cuando entramos
al cuarto aquel. Sobre una cama doble estaban sentados dos enormes
hombres, uno de Nigeria y otro de Ghana que me miraron sin mirarme mientras me
sentaba en el sofá que, como en un tetris, encajaba perfectamente a los pies de
la cama. Al frente había una mesa cuadrada que quedaba ajustada a un
mueble modular vecino de otra mesa donde reposaba el tv en el que se transmitía
una comedia romántica gringa. Se hizo la compra y fumamos sin prisa entre
las banderas de Ghana y la mirada distraída de esos enormes hombres.
Aquel, el más viejo con acento de Brooklyn trataba de charlar conmigo, era algo
así como la única familia de El Ojo estando tan lejos de casa. Parecía
querer asegurarse de que El Ojo estuviera bien acompañado, detectar cualquier
señal de peligro proveniente de la chica blanca, la latinoamericana con la
enorme cámara aún colgada del cuello. Como si la chica blanca en un
cuarto con cuatro africanos provenientes de países tanto o más violentos que el
suyo no necesitara protección. Y no, no la necesitaba. Era como si
hubiera sido invitada a casa de unos amigos que me mostraban su intimidad, que
no me temían y no les temía.
–Nigeria
no es tan bella como Malí, pero se vive mejor. Si yo te llevara podrías
ir y estar tranquila. De otra forma no. Es peligroso para una mujer como tú.
Como
yo. Una mujer como yo. Las palabras de El Ojo rebotaban en mi cabeza que
parecía tapizada con algodón.
Luego,
caminando por las callejuelas que relucían con la luz amarilla de un atardecer
que parecía no acabarse, hablamos los tres sobre Malí. El basquetbolista
quería regresar pronto allí, estar tan lejos era temporal, era para juntar
dinero y regresar a casa, a su esposa, a sus hijos, a su familia que lo
espera. Pronto compraría una camioneta y haría la gran travesía.
–Vámonos
los tres. Vamos a Malí. Tengo que llevar dos coches, yo conduzco uno y tu
conduces el otro.
Alrededor
de ocho días decía él que duraba la travesía. Primero, desde ahí a un
puerto en Barcelona. Un barco a Tanger. Ya en Marruecos, de nuevo a conducir
hacía el sur, atravesar el Sahara hasta Mauritania y ahora si, del otro lado de
una frontera, Malí. Alcanzo a imaginar como brillaban mis ojos pensando
en la aventura.
–Vamos.
Pronto, en diciembre o enero.
–Yo
puedo traerte hasta aquí. ¿Cuánto cuesta un boleto desde Colombia? –Yo
río como endemoniada– Y los papeles también. Yo no tengo todavía, pero puedo
hacerlo para ti. Puedo hacerlo todo. –Dice El Ojo y parece decirlo tan en serio
como que dios existe a pesar de mi incredulidad.
Estoy
segura que sí, no mentía, seguro puede hacerlo todo, y mientras pensaba en
esto, en seguida la peluquería apareció en mi cabeza. Imaginaba los otros negocios, las
otras historias que se ocultaban tras la puerta aquella. A lo mejor esa
puerta, como los listones del piso en El
corazón delator, esconde el otro Ojo, uno menos dulce, menos cálido, un ojo
turbio y mezquino.
Tras
los desvaríos sobre el Mediterráneo, el desierto y un Malí que se me antoja
misterioso y lejanísimo, yo partí rumbo a mi casa temporal. Una sola noche más
mas acogería esa pequeña ciudad, al día siguiente me alejaría a otro rumbos. El
Ojo caminaba a mi lado, un poco más atrás. Casi no hablaba. Yo tampoco
hablaba, pero pensaba en él, en 2Pac, en Ghana, en Malí, en Nigeria; pensaba en
este -el otro lado- el lugar de las esperanzas casi siempre rotas.
–Cuando
te vi, pensé que eras mi suerte –lo decía con algo parecido a la tristeza, a la
nostalgia– Eres tu. Eres la mujer buena.
Mientras
yo cruzaba el puente sabiendo que él miraba cómo me alejaba, tenía la certeza
de que no lo volvería a ver. Nunca más veré a El Ojo, El Ojo de África.
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