Ya
pasaron dos días de aquello, y parece que el Tieso sobrevolara el pueblo. Por aquí todos se han puesto muy
raros, hablan quedito y miran por las rendijas de las ventanas sin llegar
siquiera a asomarse.
Lo de esa tarde fue allá arriba, en lo alto
de La cabeza del perro, la loma que se parece a un pointer echado con las
orejas largas colgándole de lado y lado, eso dice la gente, pero para mí
siempre ha sido una loma sin más, hasta ese día pasadas las tres de la
tarde.
Estábamos sentados cerquita uno del otro,
los tres nos reíamos como tontos al ver el humo denso de la hierba mezclándose
con la neblina que viene de allá abajo, del río. Era la primera vez. No porque antes no
quisiéramos, es que en un pueblo como este conseguir marihuana para tres hijos
de fulanos públicos, fulanos “respetables”, no resulta nada fácil. Finalmente, la solución vino de
afuera. En el hotel de los papás de X que alguna vez sirvió como centro
de retiro espiritual para curas y monjas, y que terminó por convertirse
en hospedaje barato para
hippies y visitadores médicos, una parejita de peludos olvidó dos pares de
medias bajo la cama. Las cuatro medias eran negras y estaban llenas de motas
blancas y azuladas, nosotros las vimos, porque X las puso frente a nuestros
ojos mientras nos miraba maliciosamente como si fuera un yerbatero, un
mago. Después de advertirnos que lo que estaba por mostrarnos era el
mejor regalo que indirectamente su mamá nos haría en la vida al obligarlo a él,
su hijo menor, a trabajar como aseador del hotel, extendió la pequeña bolsa
frente a nosotros. Un héroe, X fue por unos minutos un héroe cargado de
marihuana sin semillas, aunque fue Z quien con una habilidad adquirida con los
ojos pegados a la pantalla del cine, consiguió armar el cigarrillo: un poco
barrigón, un poco frágil, un poco feo. ¡Era perfecto!
Con nuestro alboroto de los doce años,
encendimos aquello y fuimos pasándolo de mano en mano, de boca en boca, hasta
que se terminó entre risas alargadas y divagaciones sobre la niña bonita esa de
sexto que desde tan temprano se ve como una mujer, con sus caderas anchas y las
teticas como carpas.
–Como las de su mamá: redondas y gordas
pero al final puntuditas.
En eso estábamos, en un Z risueño pero
indignado abalanzándose sobre X, no sé si para hacerle cosquillas o para darle
un golpazo en la boca por andar pensando en las tetas de su mamá, cuando de
repente lo vi. Mis ojos se paseaban por los alrededores de La cabeza del
perro mirando cada tanto a X y Z cuando allá abajo, entre unos matorrales, lo
alcancé a ver y quedé como una estatua. No podía moverme, hablar o dejar
de mirarlo. Debí pasar mucho rato así, porque finalmente X y Z se
acercaron intrigados por mi “ausencia”, como dicen que le pasa a la Inés, que
de repente se queda como tonta, como ida, congelada mirando a la nada; pero el
médico y el profesor nos explicaron: dijeron que no se hacía la boba, era
solo que estaba ausente,
le daba un ataque y ella se iba dejando su cuerpo ahí tirado para volver al
rato. Así debía verme yo, como la tonta Inés, porque cuando me fui a dar
cuenta, X y Z estaban sobre mí sacudiéndome y dándome golpes en la cabeza para
que regresará. Y regresé. Hablando rapidito pero en baja voz les
dije que nos estaban espiando, que alguien nos vigilaba escondido entre los
matorrales, y eso en un lugar como este, aún produce terror. Es
cierto que hace ya mucho que no pasa nada, pero todos saben que antes, cuando
ni habíamos nacido nosotros, este lugar fue escenario de cosas bien feas.
X y Z se quedaron quietos, no
paralizados como yo, solo quietos, alertas. Sin mover la cabeza trataban
de girar sus ojos hasta dar con los matorrales pero sin conseguirlo. Yo
en cambio era el único que estaba en posición de mirarlo de frente sin tener
que hacer ningún movimiento. Así estuvimos por una eternidad hasta que Z,
el valiente Z, se levantó de repente y dirigiéndose a los matorrales empezó a
gritar:
–¡Oe! ¡Oiga! Usted. ¿Qué quiere, qué se le
perdió?
Nosotros también nos levantamos y miramos
con terror disfrazado de osadía hacía los matorrales donde, claramente, se veía
a la altura de unos cincuenta centímetros del suelo un brazo que casi ocultaba
una cara. El tipo no contestaba, no movía un pelo. Claro, así son
los muertos, calladitos y quietos.
A los muertos no hay que tenerles miedo, a
los que hay que temer es a los vivos –eso
dice siempre mi abuela y las abuelas de muchos, o al menos las de nosotros
tres, porque cuando empezamos a intuir que aquel no era un vivo, nos fuimos
calmando, recuperando fuerza en las piernas, calor en las manos, humedad en la
boca. Y ya más curiosos que asustados, fuimos bajando por el filito de La
cabeza del perro rumbo a los matorrales aquellos. Rodeamos la zona que es
pedregosa y llena de maleza alta y dimos con él. Z le tocaba
insistentemente el costado con una rama larga y fuerte que encontró ahí al
lado, dos golpecitos entre las costillas, otros dos más abajo, uno fuerte casi
en la axila y otra vez abajo. La mandíbula había quedado sobre un
montículo de tierra y el brazo derecho estaba estirado hacia el frente.
El otro brazo estaba casi oculto debajo del cuerpo. El Tieso estaba vestido como cualquier
campesino de la zona, pantalón de tela ruin y camiseta de equipo de fútbol de
barrio. En medio del círculo del nueve dibujado en la espalda había un agujero
pequeño y redondo, debajo un charco rojinegro espeso que yo imaginé caliente,
hirviendo.
A unos cinco metros del Tieso, los tres nos sentamos a pensar en
silencio mientras fumábamos esos cigarrillo sin filtro que a mí nunca me han
gustado, pero que en ese momento me ayudaban a mantener la boca ocupada para no
tener que hablar hasta que alguno de los otros lo hiciera primero.
–Ya estaba así cuando llegamos. Eso es lo
que hay que decir cuando pregunten… y, tiene que sonar a cierto.
–¡Es cierto!
–Que sea cierto no quiere decir que “suene”
a cierto. Yo no me voy a meterme en líos por un tieso que no es
mío.
–¿Y es que tiene alguno propio?
Silencio. Yo entonces miré a X como
si mis ojos fueran dos lámparas que despiden una luz fortísima, brillante.
–Si…. No….. Más o menos. Ustedes no
entienden.
–¿Qué? ¿Mató una vaca, una
gallina? –dijo Z irónico.
–No. Nunca he matado una
vaca. Pero una vez mi tío El Gato me enseñó a disparar… y,
disparamos una noche… y, luego mi tío El Gato… él dijo que no fui yo…
Ninguno de los tres dijo nada por más de
veinte minutos. Fumamos sin parar, sin cruzar miradas. No sé en qué
estarían pensando ellos, no me importa, yo pensaba en La cabeza del perro, en
que nunca hasta ahora he visto un pointer, un perro de caza dicen, aquí se caza
sin perros; el olfato y el instinto los tiene el cazador solitario que con un
machete o una escopeta sale a matar un bicho más grande que él mismo.
–¡Qué arma tiene su tío El Gato?
–Una 35 de cacha de madera con un águila
labrada.
–¿35?
–Si. ¿38? Lo que sea, pero tiene un
águila con las alas abiertas, un águila imperial dijo mi tío.
Yo seguía callado. Pensaba en el
perro aquel siendo sobrevolado por el águila. El águila en un descenso
rapidísimo. El perro confundido corriendo entre la maleza. Las garras
como cuchillos envenenados clavadas en la piel del perro. El águila
elevándose y llevando consigo al perro casi muerto. Un hilito de sangre cayendo
del cielo.
–¿Lo vio?
–¿El qué?
–El muerto.
–¿Este? –señalando al Tieso
–No hombre… El otro.
–Ah, no. Era de noche. Oímos como un
quejido largo y mi tío El Gato se fue a perseguir el sonido. Antes de irse me
dijo que no había sido yo.
–¿Pero sí?
–¿Qué?
–¿Sí había muerto?
–No sé… él no me dijo nada más.
–¡Pura mierda! ¡eso es pura mierda!
–dije yo como si alguien hablara a través de mí. Estaba iracundo, me levanté y
movía los brazos de arriba abajo –mierda, mierda, mierda, mierda. Ellos me miraban sin mirarme, como
viendo a través de mí.
–Es cierto. Lo juro por Chuchito lindo que
es cierto.
Z deslizó con destreza un cigarrillo entre
sus dedos como hace con las monedas el tipo de aquella película. Y yo: mierda, mierda, mierda. X: lo
juro, lo juro, lo juro.
–¿Y el Gato la carga encima?
–¿Qué?
–El Águila.
–No. La tiene en su cuarto, entre los
calzones de la finada María.
–¿Sabe qué? Yo tampoco le creo.
Y yo, que seguía con mi mierda mierda mierda como si de una letanía se tratara,
quedé en silencio de pronto.
–¿Ah no? En media hora voy y vuelvo, pero
me llevo su cicla que corre más.
X lo dijo mientras se ajustaba los
pantalones grandes a su cintura estrecha.
–Allá abajo lo esperamos los tres –y con habilidad de tipo grande lanzó
el cigarrillo, estiró un poco el labio inferior y lo atrapó, le quedó colgando
casi en la comisura, se veía viejo y oscuro. Z parecía un villano.
Nosotros dos, flacos, largos y angulosos
debíamos resultar penosísimos arrastrando al Tieso loma abajo. No olía a nada, pero se sentía frío y
duro, como si hubiera dejado de ser gente, gente viva, hace ya mucho
rato. Así lo bajamos, Z adelante cargando las piernas y yo arriba con los
brazos. La cabeza colgaba como si pendiera de una hebra, se balanceaba de
lado a lado y yo temía que en alguna sacudida quedara sobre la espalda con los
ojos mirándome, acusándome no se de qué. Yo no quería verla, por eso
insistí en que lo lleváramos así, boca a bajo, cosa de no tener un rostro que
recordar. Es como con los bocachicos que mi mamá prepara los domingos, a
mí denme solo la cola. Si llego a mirar esos ojos, si los pillo
mirándome, escrutándome desde su nubosidad de muerte, se que no voy a poder, me
sentiré un desalmado, y aunque el pez –o los ojos del pez– no tienen derecho a
hacerme eso, yo sé que si nuestras miradas se cruzan voy a sentir que me como
un vivo, y eso por encima de cualquier otro, debe ser el peor de los pecados.
Bajamos unos metros hasta un valle amplio y
entre jadeos y sudores tendimos al Tieso bajo la sombra de una gorda acacia
negra. Z lo miró –la espalda del Tieso con el pequeño agujerito, las
piernas flacas, los brazos largos, un pie desnudo, no sé si perdimos su zapato
loma abajo o, si ya le faltaba– y con un gesto de su boca me indicó que
volviera a agarrarlo. Yo, como un robot obediente, lo hice y tras una
lucha con su cabeza y hombros conseguimos sentarlo contra el tronco, los brazos
pesados extendidos, la muñeca derecha doblada extrañamente contra el suelo, la
cabeza desgonzada sobre el pecho. No los veía, aún no veía sus ojos
porque una mata de pelo liso, castaño oscuro y grasoso, pelo de indio,
alcanzaba a cubrirlos; sólo se asomaba la punta roma de la nariz y se esbozaba
una mandíbula filosa encajada entre los huesitos de la clavícula. Es joven,
pensé. El Tieso es joven, no tanto como nosotros, pero seguro que no tiene
mujer, ni hijos. El Tieso no es un señor, el Tieso es un muchacho.
Y al pensar en eso, temí reconocerlo, darme cuenta de pronto que esas uñas
llenas de tierra eran las del hijo de cualquier Don Pacho, el novio de
cualquier Lucero, el primo de cualquier Juan. Pero no, esa gente no es
del pueblo, es de allá arriba, de allá lejos, de los campos de papa que
floridos se ven tan bonitos. Dibujando flores moradas en mi cabeza
vi alejarse a Z, antes de irse le dio una ojeada al Tieso, lo miró con
desdén, sin curiosidad, era como ver a mi mamá de pie en medio de la
ferretería, lo que había allí no era de su interés, no era nada que mereciera
ser examinado.
Aún no regresaba X y yo había terminado por
ponerme nervioso. No era normal, no puede ser normal que Z incluso
consiguiera pegar el ojo acodado sobre el césped con su cabeza reposando en el
mismo árbol, el mismo donde descansaba el Tieso.
Así tendidos, los dos se veían mansitos. Yo los miraba y, si lo hacía
rápido, si me imaginaba a mí mismo solo pasando por ahí, seguro que llegaría a
pensar que eran dos amigos durmiendo la siesta. A lo mejor si yo no fuera yo
sino otro, el que resultaría extraño en ese cuadro sería el muchacho rubio
acurrucado a unos diez metros mirando aterrorizado a los durmientes mientras no
dejaba de roer sus uñas como un hambriento.
Por fin llegó X y se dejó caer en el suelo
para recuperar algo de aire, Z, que de pronto estaba completamente despierto, lo inspeccionó con curiosidad.
–Largos sus veinte minutos.
X no podía articular palabra, se levantó la
camisa y dejó ver entre el cinto y la barriga un arma con cacha de madera
tallada. Z se abalanzó sobre X y le quitó El Águila, la miró con
curiosidad, la empuñó como un profesional y entrecerrando el ojo derecho fue
girando sobre sí mismo poniendo todo en su mira. Cuando pasó frente a mí, se
detuvo unos segundos, abrió el ojo derecho, sonrió mostrándome su colmillo
izquierdo y siguió de largo.
–A ver si es cierto que tiene el estómago
pa’…
–¿Pa´qué? Ya la traje, esa es la prueba.
–De que su tío El Gato tiene un pistola
bonita, de nada más…
Z caminó hasta quedar frente al Tieso, tocó con sus pies los de
él; le dio la espalda y echó a caminar alejándose a zancadas.
–…7, 8, 9 y 10.
Nos miró y extendió El Águila hacía
X. La cara de X no fingía, realmente no parecía entender. Miró a Z,
miró al Tieso y me miró a mí que por inercia
movía de lado a lado la cabeza. Se veía como un idiota. Yo tampoco
entendía bien, pero intuía.
–¿Si ve? Usted no pudo ser capaz.
Tac. Sonó el estruendo del disparo y
Z se quedó todavía un rato largo con el brazo que sostenía El Águila
extendido. Respiraba como si hubiera corrido una maratón y sonreía de
lado. Z parecía un villano. X miraba en dirección al árbol y yo seguía
mirando a Z hasta que recordé al Tieso.
–No le dio….
X y Z estaban sobre el Tieso y yo acababa
de entrar en mi fase La tonta
Inés. Ellos seguían
discutiendo: que sí le dio… que no, que solo tiene el hueco que ya traía, que
al menos yo sí puedo, que yo también, deme El Águila, que no, que sí, que es
mía.
Tac, ese que sonó después fue de X. La tonta Inés no sabe disparar, nunca ha disparado.
–A ver, hágale usted.
–¡Oiga!
–Está muerto, ese muchacho está muerto
–decía yo como un niño.
–Pero el Tieso ya estaba así, nosotros no
fuimos.
–Está muerto. Está muerto.
Y la cacha con el águila resultó de pronto
a unos centímetros de mi nariz. Está muerto, está muerto, está muerto. El Tieso
está muerto.
–¡Maricón! Tan grande y tan cobarde.
Tac, otro disparo de Z. ¿Sangrarán
los muertos? No, la sangre debe ser privilegio de vivos. Por esos
huequitos de águila solo debía escapar aire frío, olor a flores podridas y humo
negro, humo espeso. Es cierto, el Tieso ya estaba así, nosotros no fuimos.
Matar un muerto no cuenta, es como besar a una niña dormida. Matar
un muerto, matar al Tieso.
Con mi mano derecha le di un fuerte empujón
en el hombro a Z, que es el que tenía El Águila en sus manos y en un
movimiento rápido que no parecía mío se la quité, puse el índice en el gatillo
y por fin mire de frente al Tieso.
No, desde ahí parecía que no sangraba. Algo decían X y Z, yo no los
oía. Tac, me acerqué dos pasos. Tac tac, me acerqué tres pasos. Tac, tac,
cuatro pasos. Tac. Desde
ahí veía su coronilla, parecía tan pequeñito. Tac. No, El Tieso no
sangra. Tac, tac, tac, tac. Soy un villano.
La mano de Z en mi hombro me trajo de
vuelta. Al parecer en mi fase de La
tonta Inés soy un asesino de
muertos. X también estaba parado al lado mío, me quitó El Águila con
cuidado, como en las películas cuando tratan de que el muchacho trastornado no
salte del puente. Z se inclinó sobre el Tieso,
acercó su cara casi como si quisiera olerlo y le picó con los dedos los ojos
abiertos. El Tieso estaba dos veces muerto.
Lo dejamos ahí contra la acacia negra y
cada cual se subió a su bicicleta. X llevaba El Águila otra vez entre el cinto
y la barriga. Z cogió velocidad rápido y se alejó sin mirar atrás.
Yo iba lento, lento y pesado.
Eso de La cabeza del perro fue hace ya dos días, pero desde
entonces en el pueblo todos parecen caminar en puntitas de pies. Mi mamá y las otras
viejas susurran en la iglesia. Todos susurran. Los señores en el billar también
hablan bajito y se van a la casa con sus esposas y sus niños antes de que
atardezca. El partido de hoy lo cancelaron, dicen que es orden del
Alcalde, igual yo fui el único que consiguió salir para llegar a la cancha.
Volvieron –dijo mi papá entre dientes hoy
en la mesa– Esos hijueputas salvajes volvieron para jodernos la vida otra
vez.
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