Si pudiera elegir un don, un súper
poder diría alguno, pediría impunidad. Pediría ser un monstruo, un bicho tan
malo que hasta a una santa viejita se le antoje golpearme en la cara,
castigarme con mano dura. Pido ser un monstruo, pero uno libre, uno que se
salga siempre con la suya. Quisiera andar orondo por el atrio de la
iglesia, voltear a mirarla, echarme la
cruz con la mano derecha, escupir algo espeso abajito del portón gigante y
seguir de largo sabiendo que acabo de cometer una lista larga larga de crímenes
y maldades, como si con disimulo le hiciera pistola al Dios que vive enjaulado
en ese edificio. Lo que quisiera es estar seguro, haga lo que haga, que al
final todos terminan muertos menos yo.
Me veo tendido en una hamaca mirando a mi alrededor y echando una
carcajada miedosa, una risa de villano que sacuda el suelo. Imagino mi cara
y es como si solo faltara que una lista de nombres infinita, como en las
películas, empezara a rodar sobre mi risa congelada donde se alcanzan a ver
claramente mis colmillos largos y una calza que hoy es negra, pero que un día
será dorada. Ese sería un buen final para mi, un final de película. Impunidad,
solo pido impunidad, el resto lo pongo yo.
Es que lo que no admito, lo que me
parece una canallada es que el castigo lo alcance a uno por más que corra a
través de un laberinto de calles. Como aquella vez, llevábamos todas las
vacaciones haciéndolo tranquilos, como unos profesionales, que si nos viera
cualquiera se sorprendería, pero justo ahí estaba la maestría, no nos veía
nadie. Aunque fueran filas de carros las que estaban detrás de la
camioneta a la que nosotros nos encaramábamos en un momentico aprovechando el
trancón, nadie nos veía. Éramos dos arriba y dos abajo, los de arriba
sacando cuanta cosa nos cupiera en las manos, y los de abajo corriendo o en un cicla,
con una camiseta grande que servía de red para recibir lo que los otros
lazábamos desde el camión. Luego corríamos monte adentro llevando nuestros
tesoros. Pero eso fue esa vez, esa única vez, que por no se qué derrumbe la
ruta se desvío, y se desvío tanto que fue a dar hasta el pueblo. Llegaban
decenas de camiones, tractomulas, motocicletas y pequeños automóviles que enlataban
a familias numerosas. Todos tenían que pasar por el pueblo durante esos
diez días que duró la gloria. Y yo embelesado como andaba con eso de
asaltar camiones como zorros invisibles no me di cuenta, no vi que lo que tuve
al frente durante diez días fue mi puerta de salida, mi ruta de escape de este
pueblo-cementerio donde todos somos almas en pena. El Trompas si lo vió,
dicen que fue más bien un accidente, un secuestro, pero para mi que el Trompas
con lo tonto que parecía logró vernos la cara a todos, consiguió salir del
pueblo en un carro rojo sin dejar ningún rastro. Yo no, yo
estaba ocupado por esos días acumulando 4 bultos de harina, 9 cajas de Cocosetes,
doce cobijas y 17 maravillosas pacas de cigarrillos; eso entre los tesoros más
valiosos, porque también nos tocaron bolsas de ropa sucia, libras y libras de
yuca que tiramos al río, y hasta una gallina que escondimos en el lote detrás
del colegio donde logró poner tres huevos
antes de morirse, según el Negro de pena moral.
Fumábamos un cigarrillo detrás del
otro mientras esperábamos a que cerraran el paso en una dirección para que
avanzará la otra, y ahí era cuando elegíamos el camión y lo asaltábamos en silencio. Nunca
nos quedábamos dentro más de quince segundos, era solo cuestión de elegir casi
a ciegas lo primero que tuviéramos a mano, lanzarlo y salir antes de que el
camión se pusiera en marcha. Todo iba bien, esa carretera para nosotros era el
reino de la impunidad, hasta que elegimos ese maldito camión de estacas y cabina
verde oliva. Nos subimos, y al abrir una caja descubrimos que lo que había
adentro eran botellas, botellas de trago, guaro caro que donde el viejo Cantor
nadie pedía pero todos querían probar.
Los ojos nos brillaban, los sentía centelleando como si hubiera mirado
el sol por mucho tiempo. Sin hablar nos dijimos que sí, que nos la llevábamos
toda y empezamos a tirar con cuidado las botella a los dos de abajo. Una, dos, tres, cuatro, ocho, nueve. En la caja quedaban todavía más de diez botellas
y en ese momento se me atravesó la imagen de nosotros tirados junto al rio
tomándonos el trago que nadie en el pueblo podía pagar, derramándolo en el
suelo pa’ que beban las ánimas, un chorro, un litro, dos litros pa’ los
muertitos. Y cuando el Flaco estaba por bajarse del camión lo agarré por la
camisa. Él me miró asustado y siguió
lanzando botellas pa’ fuera. Y entonces, cuando vimos a los otros dos hacerse
chiquitos y perderse entre los matorrales fue cuando nos dimos cuenta que el
camión se movía con nosotros dentro.
Rapidito el Flaco y yo abrazamos unas cuantas botellas y nos lanzamos
del camión en el mismo momento que el conductor dio un volantazo saliéndose de
la carretera y frenó de golpe. Los dos
terminamos en el suelo sobre un charco agrio de aguardiente y vidrios rotos. Lo
próximo fueron las patada. Mi estomago, mi oreja, la espalda del flaco, su
nariz. ¡Castigo, puto castigo! pensaba
mientras caminaba por el atrio pegado a las faldas de mi mamá, la gente miraba
mi enorme oreja colorada y palpitante, mi oreja avergonzada. ¡Castigo, puto
castigo! O tal vez no, si es imposible huir del castigo, si definitivamente no se puede, pues me lo quedo, que
venga el castigo si es una garantía de que se hablará de mis hazañas. Quién sabría de los villanos si el castigo no
los hubiera hecho famosos. El castigo inmortaliza, lo pienso y de pronto lamento no tener un ojo morado que hiciera pensar a todos en
el pueblo y decirse unos a otros –si él quedó así, ¿cómo habrá dejado al otro?
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