T
Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis... ¿hasta
qué número se espera que cuente hoy?
JMD
Siga un poco más, por favor.
T
Siete. Ocho. Nueve. Diez. Veinte, treinta,
cuarenta; economicemos el tiempo porque no debe quedarnos mucho; cincuenta,
cien, doscientos, trescientos, cuatrocientos, quinientos, mil...
JMD
Ya está bien.
Ahora los días de la semana...
T
¿En el orden clásico o aleatoriamente? (Ríe
haciendo mover su protuberante abdomen) Lunes, martes, miércoles, jueves,
viernes, sábado y domingo. Podría
incluso explicarle la razón y origen etimológico de cada uno de esos nombres, a
qué dios pagano hacen honor y podría también exponer una relación estadística
sobre cuál es el más odiado y el que, según algunas culturas es el más apropiado
para las practicas sexuales con fines reproductivos (Ríe una vez más haciendo
mover, una vez más, su protuberante abdomen)
JMD
No va a ser necesario nada de eso. Empecemos
otra vez desde el principio
T
Uno. Dos. Tres...
JMD
(Sonríe incómodo mientras sostiene entre las
dos manos un lapicero de tinta negra) Desde Gengis Khan, por favor.
T
¿Alguna vez le han dicho que esa preocupante
carencia de sentido del humor puede evidenciar una tendencia a la psicosis, el
cáncer gástrico y la impotencia? (JMD estruja el lapicero entre sus manos) No
se preocupe, no todo eso es cierto. Usted puede elegir dos de las tres
dolencias. (T parece contener una
carcajada, JMD sostiene una mirada dura, toma un par de notas en su cuaderno,
se acomoda con el dedo corazón las gafas que se escurren por su diminuta nariz)
T
Está bien, tranquilo. Habría que empezar por
la profesora de sociales. Creo, si mi
memoria no me juega una mala pasada, que se llamaba Cecilia. La señorita Cecilia seguramente tenía otro nombre
delante o detrás del Cecilia, pero no lo recuerdo, igual podríamos dejarla con
el “Señorita” a secas. Ahora que pienso en ella, a nosotros nunca, ni en
nuestros más hormonales días, nos cupo la menor duda de que la señorita
mereciera plenamente su título: la pobre era casta, seguramente lo fue hasta el
final de sus días.
JMD
(Carraspea tímidamente) ¿Y Gengis Khan?
T
¿Él? No. Por supuesto que no. Su pregunta
raya en la extrema ignorancia. (Suspira exasperado) Gengis Khan tuvo una gran
descendencia, una descendencia que continuó su legado de dominación hasta que
la historia de otros empezó a cobrar protagonismo.
JMD
(En un tosco gesto suspira y después pasa
saliva, su gran manzana de adán se mueve violentamente de arriba abajo) Claro.
Continúe, por favor.
T
Según los más versados, Gengis Khan fue un
mongol, “El Gran Mongol”, y según muchos de los que lo creen, los mongoles por
entonces estaban convencidos de que el mundo era una extensísima llanura
rodeada por mares insondables. Así que
Gengis Khan era un mongol que, como otros, sabía que el mundo era finito. Por
su parte, la Señorita también concebía este mundo como un ente finito al que lo
seguía otro mundo infinito donde se nos premiaría o castigaría eternamente,
infinitamente.
JMD
Discúlpeme, no entiendo a qué va la
insistencia con “la señorita”
T
(Aunque mira directamente los ojos de JMD, no
atiende a su pregunta) Ella era completamente redonda por donde se le viera.
Los deditos de sus manos eran como salchichas muy rellenas que parecía que
nunca podían juntarse del todo. Detrás de su codo había una enorme
protuberancia redonda formada por la acumulación de carne que se veía
claramente aun cuando el brazo estuviera flexionado. Su cara era redonda, tenía
hoyuelos profundos en las mejillas que le daban un toque infantil, de ingenua
pureza. Siempre me fue fácil imaginar los dos agujeros de la baja espalda
rodeados de una carne blanda e inmaculada, era como imaginar a la virgen María
amamantando a su niño: una imagen dulce y blanca. Su cabello rizado era como de
mujer negra pero, delgado y flexible; siempre lo llevaba medio recogido por
encima de los hombros con un gancho de carey; a cada paso que la señorita daba,
todos los rizos sueltos daban desordenados tumbos. Ella siempre se ponía
vestidos de flores diminutas sobre fondos de colores brillantes, la falda le
llegaba hasta un poco más abajo de la rodilla y las mangas dejaban al
descubierto el grueso brazo de marinero sin tatuar.
(JMD mira a T entrecerrando los ojos como un
miope. Con delicadeza dibuja un interrogante y una palabra ilegible en su
cuaderno de notas. Encierra en un circulo el interrogante)
T
Las clases con la señorita redonda eran
rutinarias como casi todas las clases. Su estructura y éxito, traducido en una
apatía callada, dependían de variables tan irrisorias como el azar, el clima,
la propagación de parásitos, el precio del pan y por su puesto: el libro de
texto y sus capacidades hipnóticas, incluso narcóticas. Tal vez el libro se llamaba Civilización
seguido de un número que correspondía al grado escolar para el que estaba
diseñado. Civilización # traía hermosas láminas de colores para cada tema. ¡Me
encantaba ese libro! Se parecía mucho al Libro Gordo de Petete, también de mis
amores, pero no era ni gordo ni tenía al pingüino café de tierras lejanas como
guía...
JMD
Disculpe, señor...
T
(Mira al vacío que hay al frente suyo con la
boca ligeramente abierta, podría ser que hable sin emitir sonido) ...están
indiscutiblemente ligados. Separados por siglos y kilómetros de distancia, son
en mi memoria vecinos; uno es con el otro y solo con el otro. Incluso los mongoles en mis recuerdos de esa
época eran una comunidad mágica, imaginaria. Ellos no existían más que para mí,
y su historia era una hermosa y violenta ficción escrita por quién sabe quién, pero que llegaba a mí gracias a la Señorita.
JMD
Señor, por favor, tratemos de apegarnos al
esquema. ¿Qué tal si ahora hablamos de Napoleón?
T
Ella no decía gran cosa en clase, dudo que
conociera realmente bien esas historias, por lo menos no también como
“Civilización #”. Por eso necesitaba tanto del libro, porque ella no podía
contarlo así, no conocía las palabras para crear una imagen de ese hombre
legendario.
La señorita se paraba entre el tablero y su
escritorio y nos indicaba la página que debíamos leer y el taller a resolver,
después se sentaba y esperaba. A veces alguien se acercaba a ella y le
planteaba alguna pregunta obvia, a veces no; supongo que lo que ella hacía era
esperar que el tiempo pasara. Lo mismo habría conseguido haciendo dibujos en el
tablero con la tiza que a todos los profesores hacía toser o corriendo al
rededor de la cancha de baloncesto, pero si hubiera hecho esto ultimo, a lo
mejor habría terminado perdiendo su redondez inmaculada y seguro ya no le gustaría
tanto a mi memoria, por donde se desliza ligera como un caramelo entre la
lengua y el paladar, y se mueve así por su redondez y claro, por Gengis Khan.
JMD
Señor, si es posible, ¿podríamos dejar ya al
señor Khan?
T
¡Temutchin! El mongol se llamaba Temutchin.
Era hijo del líder de una tribu, de una de las tantas tribus de esas tierras
inhóspitas por allá por el siglo XIII donde “Gengis Khan” era algo así como un
título que distinguía al emperador del universo.
JMD
Señor, es muy importante que intente...
T
¡Claro! Es la epifanía. Temutchin debió haber
tenido una epifanía, una revelación, ver de alguna manera que él era el
elegido, que podría portarse como un elegido y convencer a todo el mundo que
era un ser que había venido al mundo con una gran misión. Creo recordar que
alguna vez ella lo insinuó, o a lo mejor fue Civilización #; mi memoria me
juega malas pasadas a veces... (Su
abdomen se hincha con un suspiro que parece triste) Debió saber de alguna
mística manera que su deber era vincular a todas las diversas tribus y hacer
algo así como lo que hoy llamamos una patria, unirlos a todos al rededor de la
tierra, y eso ha de ser difícil tratándose de un pueblo nómada. Pero ese era solo el inicio del gran plan.
Después haría de toda la tierra “su” tierra, dominaría el mundo, se haría
acreedor de todo cuanto pudiera mirar o pisar.
(Vuelve a mirar abstraído el espacio frente a
él) A lo mejor dormía sucio, sudado; tal vez con una mujer al lado o con el cielo
estrellado sobre su cabeza. Dormía tranquilamente y de pronto lo supo, supo que
era él, supo que su misión era más grande que él mismo, supo que era un
instrumento del destino. O tal vez no, tal vez todo fue menos novelesco. Tal vez era una necesidad de la época, una de
esas cosas que tienen que pasar y la responsabilidad de que pasen recae, de
pronto, como si de una ruleta se tratara, en algo así como cualquiera… O a lo
mejor fue como la designación del Dalai Lama y otros Lamas, que funciona a
partir de la certeza de la reencarnación…
JMD
(Se quita abruptamente el lapicero de la
boca) Eso es, hablemos del Dalai Lama
T
...Es como si desde el principio de los
tiempos alguien hubiera sido creado con una misión y tuviera que transitar por
tiempos, lugares y contenedores diversos, hasta llegar al momento, lugar y contenedor indicado para que pase lo que debe pasar, para que sea el protagonista. Sigue
siendo una hipótesis romántica pero, no hay
forma de justificar lo injustificable.
A lo mejor fue un movimiento humano natural
en una sola dirección, como una ola, pero cuando la gente parece una ola no es
natural. Hay quienes creen que no es posible que una mente común o el destino
mismo los hubiera guiado “naturalmente” a todos en una misma dirección, así que
en medio de todo esto tan extraño, lo lógico para calmar la angustia, es asumir
que alguien, mucho más lúcido que todos los demás, hubiera tenido la mencionada
epifanía, además de la voluntad, el carisma, el liderazgo y así, en un grito
legendario hubiera hecho que todos los otros, todos los hombres como cosa
genérica, hubieran tomado una misma dirección, la dirección del destino, la que
debían tomar y jamás lo hubieran conseguido sin ese hombre, sin el
elegido.
(Toma el aire que parece faltarle tras la
retahíla) La historia está llena de elegidos, parece que sin ellos la
maquinaria de nuestro devenir no puede avanzar, no tiene posibilidades de
locomoción, al parecer se necesita un maquinista.
(JMD pone su mano derecha en el
hombro izquierdo de T. T, con el ceño ligeramente fruncido, mira al frente
vacío, su mandíbula empieza lentamente a descolgarse en un gesto casi estúpido)
T
Había demasiados dioses
dominando el mundo. Dominaban pueblos y se ungían estandartes en campos de
batalla. Eran dioses en pugna, en batallas mundanas por propósitos mundanos.
Dioses con rostro de hombres. También había hombres que solían caminar y
caminar sin descanso. Llegaban a una tierra y la consumían. Tras consumirla
seguían adelante dejándola estar lista para su regreso o para el paso de otro.
Iban a otra tierra y así, indefinidamente en un circulo al rededor de la tierra
y el tiempo... Es como un territorio muy
accidentado topográficamente. Un hombre asciende y forma un imperio: la gran
montaña. Un hombre cae catastróficamente, un imperio se derrumba: la meseta
sucumbe arrodillada frente a la gran montaña que eventualmente será también
meseta. Otros en cambio, parecen eternos y plácidos valles. A veces, en un
agresivo nudo convergen enormes cadenas montañosas que parecen pelear hasta que
se erige la más alta. Luego viene la depresión: uno que está más bajo que el
límite de lo bajo...
JMD
¿Señor?
T
La historia de todos está
escrita en las páginas de un ingenuo libro escolar... (Su mirada, claramente
acongojada, parece detenerse en algo que no está ahí)
JMD
Señor, intente escucharme... (Su
mano derecha está sobre el hombro izquierdo de T; la izquierda, en el hombro derecho
de T)
T
(Alejando sus ojos de la ventana
mira tiernamente a JMD, pone su mano derecha sobre la mano derecha de JMD) Solo
estoy corriendo al rededor de ellos. Corro para tratar de ver si son o no
laminitas en el libro Civilización #. (JMD y T se miran en medio de un
angustioso desencuentro)
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