Estar encaletado me da no sé qué, como un aburrimiento, unas
ganas de no mover ni un dedo por mi propia cuenta. Uno está ahí metido en una casa que no es
suya, embutido entre tanta canasta de cerveza y oyendo a lo lejos los novelones
de la mujer del viejo Cantor. Hay guitarras grandes y chiquitas, con muchas o
pocas cuerdas colgando en todas las paredes.
Como un zumbido escucho que sale desde el primer piso esa música que oye
el viejo cuando está solo, música que seguro hacen con las guitarras estas
grandes y chiquitas. Se pasa el día mientras yo miro pa’l techo y veo fotos
viejas de gente que no conozco, y hasta creo que el viejo ya ni se acordará de quiénes son todos estos: la señora del sombrerote, la niña morochita con esos labios
rechonchos que piden besos, o el señor viejito, más viejo que el mismísimo
viejo Cantor, que tiene un bebé feo como pocos en los brazos.
Pero por fin la
señora del viejo Cantor, -que cuando habla no lo mira a uno a los ojos, sino
que mira como por encima, y uno con esa tentación de voltear pa’ atrás a ver
qué es lo que mira la vieja- se me acercó y me dijo que fuera con ella. Subimos por la escalera que da a una puertica
metálica cerrada con un candado, y la única que tiene la llave es la vieja, y
me abre, y con la boca señala una silla, y luego con la boca otra vez señala un
tocadiscos de hace mil años.
– Pa’ que por lo menos oiga algo, mijo.
Y la vieja sonríe cariñosamente, pero no me sonríe a mi sino
a la cosa esa que debe haber detrás mío y que yo no puedo ver.
Aquí estoy,
sentado en la sillita de mimbre sin teja sobre mi cabeza mirando los techos de
las casas y oyendo un disco de los que me dejó la vieja. Suena bien, como
ronco, pero bien. Me inclino un poco para ver qué pasa abajo, en la calle. Ahí pasa la señora flaquita de la droguería
con su culimbo al lado. Allá lejos
vienen los muchachos, los reconozco porque los tres caminan chistoso, como
hombres grandes envueltos en esos cuerpos flacos y encorvados. ¡El Quique! El Quique está entrando a la
tienda. No, no me levanté así de repente
porque tenga miedo, qué miedo me va a dar el culicagadito ese de siete años,
tampoco estoy mirando escondido detrás de la silla para ver si viene mi dizque papá, no, miro solo por mirar.
Suena la puerta metálica, y a lo lejos la vieja de Cantor:
– Mijo, lo buscan
Y entra el Quique caminando despacito, mirando pa’ todos
lados
– Miguelito, que esta no es la casa suya.
– ¿Cuál Miguelito? Le dije que me llamo Darko.
Y el mocoso se hecha a reír, y toma tu palmada en esa frente
grandota
– Bobo… que mi mamá que ahí le manda.
Y me extiende el portacomidas rojo que a veces le da a mi dizque papá cuando el trabajo está largo
y sabe que no va a volver a la casa por muchas horas. Yo me sonrió, pero digno, que yo no necesito
esas cosas. Lo pongo en el piso y miro
fijo al Quique que se ríe y me tira un sobrecito. Yo lo recojo y lo vuelvo a
mirar amenazante, advirtiéndole que es mejor que se vaya. El Quique se ríe:
– Mi papá no sabe, solo sabe mi mamá, pero yo sí le puedo
decir a mi papá pa’ que venga y lo saque de las orejas de aquí.
Lo que dice mi dizque papá es cierto, nada bueno se
puede esperar pa’l futuro de jóvenes como nosotros, y claro, que se va esperar
de bueno si un culicagado de siete años lo amenaza a uno, a uno que es grande. Lo
miro más feo que antes, y saco del portacomidas rojo un pedazo de carne que me
encuentro rápido y lo extiendo hacia él, el Quique niega con la cabeza y señala
mis bolsillos; ni modo, meto la mano y le alcanzo todas las martinicas.
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