–Está
todo mal, todo se ha podrido– alcancé a decir en voz alta cuando los vi bajar
como una avalancha de cerdos caníbales. Desde mi ventana parecían morderse
brazos y piernas mientras se desperdigaban afanosamente por la falda del cerro.
Corrían, corrían y corrían. Yo los miraba
sosteniendo con furia mi pocillo y lo que veía no eran esos muchachos de
cabello cortado como un cepillo, eran trozos de montaña que se desprendían y
rodaban en dirección a mi casa, en la colina del frente. A medida que
bajaban, el tinto se revolvía como si un elefante saltara en al sala, pero
pronto pude notar que era el temblor aterrado de mis manos lo que hacía que el
líquido se sacudiera.
Pensé en salir y traer a las dos gallinas,
amarrar a Ignacio a una pata de la mesa, cerrar la puerta con llave y tranca de
madera, ajustar la ventana y rezar pensando en Trina. Pensé en echarme las
gallinas bajo el brazo, a Ignacio sobre los hombros y correr, correr como una
endemoniada. Mientras el pocillo tintineaba contra el anillo en mi dedo y
yo permanecía apostada frente a la ventana viéndolos bajar, pensé en Trina,
obsesivamente pensé en la atlética y atigrada Trina, la pobre andaría a sus
anchas entre la hierva y seguro no alcanzaría a arrastrarla conmigo.
Todo se había ido de forma irreversible al
demonio, y yo, petrificada como una estatua de cera de las que el circo llevaba
al pueblo, miraba esperando que la avalancha informe se llevará mi casa, mis
animales, a mí. Al tintineo entre mis dedos se sumaba lentamente un rumor
lejano, trozos agudos de palabras, de gritos que el cerro arrojaba a mi
ventana, un iiiiooooo largo y amargo, sssss, ooooonnnnn, sssss, rrooooo, sssss,
sss, sssss. SSSSeparé mis ojos del cerro, los clavé sobre el líquido
renegrido y lo único que alcancé a distinguir entre los reflejos del bombillo
que colgaba sobre mi cabeza era a Trina, Trina mirándome fijo, reprochándome
por haberla abandonado imaginariamente a su suerte, por lo que venía bajando
dando aullidos, por lo que estaba por pasarnos a todos. Y justo cuando levanté
la cabeza para examinar el techo con la intención de verificar si Trina estaba
allí o, si por el contrario había sido solo la culpa jugándome una mala pasada,
sonaron los primeros estallidos: pumm, pumm, pumm. Tragué un sorbo grueso
de saliva y entonces los vi. Primero los de más arriba caían de cara al suelo,
luego los de abajo que de repente corrían mucho más rápido, se deslizaban hasta
que el pummm los alcanzaba y entonces resultaban tendidos de un salto seco
contra la tierra. Los demás seguían corriendo y corriendo. Iiiiiiiooooo,
orrroooooo, ssss, onnnnn, ssss, rrooooonnnnn. Pum. Pum. Pum. Un pecho
convulsionado halaba el cuerpo hacía el frente, una cara arrastraba un arrume
de tierra y se clavaba, una espalda dibujaba una curva pronunciada antes de
quedar convertida en una inerte línea horizontal. Cayó uno, cayeron
cinco, diez, veinte. Pum, pum pum, pum. Treinta, cuarenta, pum pum, no se
cuántos. Pum. Pum.
–Nos mataron– alcanzó a gritar uno que
parecía mirarme y perversamente sonreír antes de que su cuerpo, largo y seco,
también cayera de golpe al suelo, como si su pie se hubiera enredado con un
fino pero durísimo hilo tendido a la altura de su tobillo. Desde abajo,
sus ojos aún me miraban y yo alcancé a pensar que plantada entre la tierra, su
boca todavía conservaba la misma mueca. –Nos mataron– grité yo
también hacia dentro cuando sentí el cuerpo aterciopelado de Trina rozando mi
pierna derecha.
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