Cuando no
teníamos mucho sobre que hablar, que no pasaba muy seguido, caminábamos
desperdigados por la calle, cada uno contando a baja voz los pasos, para que al
final, cuando llegábamos a donde íbamos, cada uno dijera cuántos pasos había
dado desde que la charla se acabó. Yo
siempre dejaba que ellos dijeran su número de pasos primero, para luego yo
decir un número cercano al suyo. Yo
nunca contaba mis pasos, yo iba cabezón, dándole vueltas a alguna tontería,
casi siempre a lo mismo: a la morenita que me dejaba quieto y sudoroso cuando
pasaba al lado mío sin mirarme, al asunto ese del Darko y la pandilla, y claro,
a los aviones, a esas ganas locas de estar dentro de uno alguna vez; y de nuevo la morena, de nuevo la pandilla.
–Setenta y cinco y ni uno más.
–¡Ciento ocho!
–Que pelado tan paticortico– dice el Negro y se echa
a reír.
–¿Y usted?
–Ochenta y dos
El negro le
da un codazo al Flaco luciendo su sonrisita lateral.
–¿Cómo hará este para quedar siempre en el medio?
¿ah?
Del otro
lado de la barra de madera, como siempre, estaba el viejo Cantor. Siempre fue
muy gracioso que el viejo jamás cantara, ni borracho, ni triste, y según decían
ni dándose un baño el viejo Cantor se permitía cantar.
Ese día el
Flaco entró mirando para todos lados y el Negro se sentó frente al viejo Cantor
en una de esas sillas altas y poco seguras:
–¿Se va invitar un brandisito Don Cantor?
–No chino, yo no le invito a un pobre diablo que en
su puta vida va a tener con qué devolverme el favor.
Y soltó su
risa ronca que olía ya a muchos brandys.
En la
tienda, que se me parece tanto a los bares esos de las películas gringas de
vaqueros después de que el malo ha pasado arrasando con todo, no había un alma
además de la del viejo Cantor. Mientras esperábamos en la puerta, solo entró
una mujer bajita y regordeta pidiendo una libra de sal fiada, el viejo se la
dio de mala gana y casi con rabia anotó en un cuaderno desgastado y amarillento
el valor que ella le quedaba debiendo.
–¿Están buscando al perdido? ¿Qué tendrá ese pelado
que lo visitan tanto?
Yo, él
menos malo, el más decente, al que el viejo le tenía algo de cariño, aunque
hablar de cariño puede ser demasiado, era el encargado de buscar el acceso al
encaletado.
–¿Y se le puede hacer otra visitica don Cantor?
El viejo me
miró por encima de sus gafas gruesas de carey e hizo un gesto casi
imperceptible que uno sabe que en el fondo es aprobación, y el Flaco, con ese
descaro suyo, se le acercó con varias botellas abrazadas contra el pecho.
–Nos anota estas y una cajetilla don Cantor.
–Esas son las últimas, mocosos de mierda. Si no me
pagan la semana entrante vamos a tener un problema ni el berraco.
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