Hace unos años, ya lejos de mi “levítica villa” y del
desgarbo adolescente, habría imaginado que París para mí sería el rodeo
nostálgico por los pasos de los bohemios latinoamericanos exiliados allí; la
persecución de Cortázar; el mapa de los pasos de Oliveira en sus encuentros y
desencuentros con la Maga, con Pola, con ese “centro” que solo intuye o
sospecha, como aquellos escritores que también sospechaban la existencia de algo
etéreo. Creyeron que al poner de por
medio al Atlántico entre ellos y sus
(nuestros) convulsionados países encontrarían “lo latinoamericano”, si es que
algo como eso existe o, a lo mejor resultó siendo solo una ficción compuesta por esos escritores del “boom”, como algunos
llegan a creer.
A pesar de ese magnetismo que para mi ejerce el viaje de
“los expulsados”, la maratónica visita a París no fue el Boom latinoamericano,
no fue la literatura. París provoca esa
sensación extraña de haber arribado tarde, de llegar a una casa donde ya todo
el mundo hizo sus maletas y se fue dejándolo todo limpio, ordenado, terriblemente intacto. Algunas de sus calles se
antojan museos o cementerios, muy bellos por cierto, que alojan los cuerpos,
sino inertes, al menos dormidos de algo que alguna vez estuvo vivo y
vibrante, y lo digo con la fascinación
que los cementerios me despiertan. En estas palabras no hay ningún remedo de decepción romántica, no es necesario un diagnóstico suspicaz que me asocie con el síndrome aquel que ataca a los pobres japoneses: japonés cuello
entumido en dirección Notre Dame, obtura.
Japonés candado en Pont des Arts, obtura. Japonés sonrisa indiscutiblemente nipona
delante de Torre Eifell, obtura. Japonés búsqueda infructuosa de Amelie, obtura. Japonés
taticardia. Japonés ansiedad. Japonés repatriado.
París, como todos los lugares, está en la memoria
etiquetada con muchos nombres propios que como post its abultan diminutos
puntos en los mapas ajados de tanto doblarse, desdoblarse y arrugarse en el
bolsillo entre otros tantos papelitos con anotaciones importantísimas. Servilleta con nombres de calles garabateados. Diminuto papel rasgado con algún número telefónico de sujeto prometedor. Tiquete de metro
que recuerda que no hubo alternativa frete a la euro-multa. Palabra en idioma desconocido. Frase espiada que merece ser recordada pero que por la
premura se convertirá en un mensaje críptico imposible de descifrar. Palabras, palabras, números, nombres, nombres, palabras. Entre todos los nombres propios dibujados en mi mapa de París, el que más
se repite es el de mi peludo hermano.
París está almacenado en mi memoria con la inicial del nombre con el que
lo llamo. París es el reconocimiento de que nuestras vidas no van a andar en
paralelo la mayoría de las veces, pero que al menos propiciaremos unas tantas intersecciones. París
son largas caminatas imaginando lugares desconocidos y misteriosos donde nos
daremos cita. París es también otros
nombres poderosos, como el de aquella leyenda de la fotografía cuyas imágenes miré
como hechizada, es el nombre de aquella amiga con la que desvariamos sobre la memoria,
sobre los amores (así, en fabuloso plural) sobre lo que se desvanece con ese
acento tan suyo que a veces en claro español ya se le escapa. Pero sobretodo, París es una fotografía en un blanco
y negro muy sucio, donde se ve un vampiro que mientras rodea con una capa negra a su víctima, se
acerca, no ya para morderla, sino para besarla. (Al final puede ser cierto, París y la cercanía con la primavera ponen romántica a la gente.)
Un poco más de París: https://www.flickr.com/photos/karinadelgado/sets/72157642783270365/
En mi web: http://www.anakarinadelgado.com/#!por-las-ciudades/c1cev
Un poco más de París: https://www.flickr.com/photos/karinadelgado/sets/72157642783270365/
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