Septiembre 16 de 2015. San Nicolás, Guerrero
En
un esquina cualquiera en el centro del DF, un hombre con la cara llena de
dobleces, dice a otro, periódico en mano, que no, que no es cierto, en México
no hay negros, y si los hay, deben venir de otro lado.
Cubanos,
congos, afromexicanos, afroamericanos, afrodescendientes. Negros.
Aún hoy, según dicen, en los censos no hay casilla para los que se
identifican con un grupo humano que no es indígena, y que no es lo que tan imprecisamente
llamamos mestizos, un grupo en cuya piel parece verse más directa la
ascendencia de los esclavos desarraigados de África en la conquista.
En Cuajinicuilapa, municipio de Guerrero,
ubicado en la Costa Chica, allí en los límites con Oxaca, una mujer de piel muy
oscura dice que sus vecinos sí son negros a diferencia de ella. Aquí, donde aún alguna institución recuerda
las antiguas casas de barro y zacate con techo redondo, otra bella mujer, de
vieja belleza, habla de un huevo frotado
y algunas hierbas para curar, recita versos picantes y dibuja con
palabras una cruz en el suelo y un niño muerto que arrullan mientras el
llanto de la madre resuena. Aquí no solo
la piel es prieta y el cabello rizado,
aquí algo indefinido pervive en las viejas tradiciones, los versos, los “tonos” o secretos
animales gemelos, la sombra que escapa del cuerpo, el baile, la música.
Según
dicen, los barcos negreros llegaron a Veracruz, sobre el Atlántico, pero algunos
mexicanos aposentados a borde del Pacífico, recuerdan haber oído desde niños la historia de aquel
barco grande que dejó a los abuelos de antes en lo que hoy son las costas de Cuaji. A lo mejor el barco no llegó a Cuaji, pero
los negros sí, negros cimarrones, negros que huían del altiplano o de plantaciones cercanas.
Los
negros llegaron con los españoles, y en estas tierras muchas veces fueron
capataces y vaqueros, mano de obra de un gran latifundista que recibió a los
huidos, por eso la relación entre los indígenas
y los negros en ese primer contacto fue por lo menos hostil.
Los indígenas son los hijos de esta tierra;
los españoles, los extranjeros saqueadores; los negros, nada, los sin casa.
La
noche del 15 de Septiembre en todo México se gritó aquello de ¡Viva México!,
eso dicen los periódicos, otros dicen que no hay nada que celebrar, que el
grito no es un festejo, es un aullido de dolor. En el ayuntamiento de Cuaji por las festividades se ven tendidos
pendones con los rostros y nombres de los próceres, criollos nacidos en la
Nueva América que lucharon por un relevo de poder al que solo tenían acceso los
peninsulares. El poder lo lograron, para
negros e indios la cosa sigo como venía.
Las caras de los próceres podrían ser todas la misma, muy blancas, muy
severas, todas igualitas, aun cuando en los libros de historias y a viva voz en
las calles se dice que algunos de ellos no era tan blancos, como el ex presidente
aquel cuyo cuerpo quiere volver a suelo mexicano a un siglo de su muerte, al
parecer, al principio de sus gestas era un moreno que en su ruta de ascenso al
poder la historia fue blanqueando.
Tras
la noche del grito, se desfila y celebra la independencia con actos cívicos, en
San Nicolás de Tolentino, jurisdicción de Cuaji, la celebración es una batalla.
Desde
muy temprano todo es agitación, unos cuantos orgullosos con traje rojo y coronas
de papel beben un tequila, dos, tres, las cerveza pasa de mano en mano y las
cajas se apilan en la esquina. Entre los
paisanos, unos sin ningún distintivo preparan como en secreto los “cuetes”,
mientras en una casa de la calle principal se sirve caldo con tortillas para
todos y se preparan los treinta pollos para la barbacoa.
Los
del vestido rojo y flechas con olotes en la punta, son los Apaches. –Indios, pues. Somos los indios, dice un negro con arco y
flecha.
Los
otros, los sin uniforme que preparan las antorchas y amontonan la pólvora, son
los Gachupines, los españoles.
Unos
tienen a su reina, la América, una bella quinceañera de mirada un rato dura,
una rato seductora. Los otros, su reina
de España, corona, capa y cetro. Con
América su guardia gay, con la reina, una modesta corte y dos niños edecanes.
Los
apaches bailan en filas junto a la América y los paisanos saben que se aproxima
el momento de la huida, las puertas cerradas, las ventanas entre abiertas para
alcanzar a husmear. De repente suenan
los primeros estallidos, los gachupines empezaron la guerra. Los apaches corren al encuentro y empieza la
persecución. En la esquina, una emboscada
de cuetes, mientras la América avanza entre su guardia personal rumba a la iglesia. Los gachupines atrapados son detenidos y conducidos a la
cárcel, los olotes en las puntas de las flechas vuelan y se estrellan en la
espalda de los enemigos mientras la pólvora rastrera avanza por las calles y se
estrella con pies y hace saltar a los curiosos.
La
América arriba a la iglesia y suena la campana, aunque los gachupines
continúan encendiendo las mechas un rato más, la batalla ha terminado.
Ganó
la América, siempre gana, esta es una batalla apasionada donde los perdedores,
que lo son de antemano, orgullosos dan la pelea.
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La América |
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Guardía de La América |
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Flechas de los Apaches |
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Cuetes de los Gachupines |
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Los Gachupines encienden sus cuetes. |
Los
negros y “mestizos” de San Nicolás juegan a los indios y los españoles, a los
indios cuyo nombre no tienen nada que
ver con el Sur de México, si con los
enemigos de los españoles en la conquista por allá en el noreste de México y
Arizona. En la guerra entre calles de
San Nicolás no hay afros, ni criollos, solo América y la reina, el fuego y el
maíz, indios apaches y bandoleros extranjeros.
Mientras
los antropólogos y demás estudiosos, la diáspora africana y otros intereres
hablan de la tercera raíz, de lo afro, del empoderamiento, la gente de San
Nicolás brinda con cerveza entre el humo suspendido de la pólvora y la América,
rabiosa, le arrebata la corona a la Reina que bajo el ala de su madre se aleja
llorando de la fiesta.
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