Cuando lo vi garabateado en su pecho,
apenas dos centímetros debajo de la clavícula, no conseguí leerlo con
claridad. Mientras él lo dibujaba con el
dedo lo repetía como para que yo entendiera: si la muerte llega, si la muerte llega, decía como quien repite un
mantra. Un tatuaje hecho “a la mala”,
una marca semejante a la que identifica a una res como propiedad de su
hacendado. Ahora le pertenecía a ellos y si le fuera solicitado -o mejor,
cuando le fuera solicitado-, tendría que abrirse la camisa y mostrar su marca a
manera de santo y seña. –¿qué quiere cruzar el río? ¿Quiere atravesar este pedazo
de tierra para ira allí, a la casucha de su vecino? Muestre su marca.
Así, con la muerte pisándole los talones
y con el anuncio de su proximidad rayado en el pecho, un día ya sin más
opciones, agarró a su esposa, sus tres hijos y a Pepo, su liebre de monte y
tomó rumbo a la ciudad, a la gran ciudad que está habitada por gente cuyo gentilicio
no coincide con el nombre del lugar donde residen. En Bogotá al parecer pocos son bogotanos, o
por lo menos pocos lo son de nacimiento, pocas familias tienen sus raíces
arraigadas en está ciudad desde generaciones atrás. Bogotá está poblado por gente de la
provincia, de todos los rincones de esta geografía colombiana llegados aquí por
las más diversas razones y, un nutrido grupo arriba por las mismas razones que
él, porque una guerra de varias caras los sitió, les dio cacería, y en lo que
bien podría parecer un gesto noble, en lugar de darles como quien dispara al
blanco, los dejó salir corriendo a buscar suerte llevando ya inoculado el bicho
del miedo.
En Bogotá lo que a él le queda de su
lejana tierra son historias que desgrana fragmentariamente, como esa de los
indios que en el turbio río le hacen el amor a los delfines hembra –él no, él
nunca-. Le queda el recuerdo de las
correrías transportando prostitutas desde el otro lado de la frontera en lanchas
fantasmas. Le queda la rabiosa nostalgia
por la tierra, la dulce tierra entre sus manos, los peces enormes, casi míticos
de nombres igualmente poderosos que no puedo yo repetir. Pero también le quedan recuerdos de cuerpos
sepultados en el río, porque allá donde vivió, donde es su tierra y de donde es
su acento, allá no se puede caminar catorce horas para llevar a un muerto a
tierra sagrada, a veces, es incluso peligroso pretender pescarlos y sacarlos del agua, se corre el riesgo de terminar flotando a su lado. Su río, como tantos otros de los nuestros, es
una enorme y anónima sepultura que fluye entre piedras y montañas.
Atrás quedó el vecino, el amigo, atrás
la cadena interminable de parentescos y filiaciones, atrás la vida de entonces.
Ahora las noches frías con la vida dentro de un par de cajas que otro quiere
robarse y que él defiende a machete.
Ahora un puesto improvisado para vender cigarrillos al menudeo después
de meses con la mano extendida frente a la entrada de un centro comercial. Ahora un hijo que más que a él, se parece a
los raperos citadinos, un hijo con cejas perforadas a mansalva por la propia
mano. Ahora una hija que en lugar de
pensar en la tierra perdida, sueña con su rostro en la portada de una
revista. Ahora Pepo, la liebre aquella,
muerta de repente un mal día, el mismo día que el hijo mayor estuvo acostado
por horas bajo las manos de médicos que trataban de enderezar la pronunciada S
de su espalda. Y Pepo murió, dice él,
porque esa noche alguno de los suyos tenía que desaparecer, y al morir así, tan
de repente, Pepo salvo a su hijo que ahora vive una vigilia que parece sueño en
la clínica, custodiado por su mamá que ha terminado por hacer de ese cuarto
aséptico su casa.
Si la muerte llega. ¿Qué pensará la muerte cuando finalmente
llegue?
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