jueves, 17 de octubre de 2013

SI LA MUERTE LLEGA


Cuando lo vi garabateado en su pecho, apenas dos centímetros debajo de la clavícula, no conseguí leerlo con claridad.  Mientras él lo dibujaba con el dedo lo repetía como para que yo entendiera: si la muerte llega, si la muerte llega, decía como quien repite un mantra.  Un tatuaje hecho “a la mala”, una marca semejante a la que identifica a una res como propiedad de su hacendado. Ahora le pertenecía a ellos y si le fuera solicitado -o mejor, cuando le fuera solicitado-, tendría que abrirse la camisa y mostrar su marca a manera de santo y seña. –¿qué quiere cruzar el río? ¿Quiere atravesar este pedazo de tierra para ira allí, a la casucha de su vecino? Muestre su marca.
Así, con la muerte pisándole los talones y con el anuncio de su proximidad rayado en el pecho, un día ya sin más opciones, agarró a su esposa, sus tres hijos y a Pepo, su liebre de monte y tomó rumbo a la ciudad, a la gran ciudad que está habitada por gente cuyo gentilicio no coincide con el nombre del lugar donde residen.  En Bogotá al parecer pocos son bogotanos, o por lo menos pocos lo son de nacimiento, pocas familias tienen sus raíces arraigadas en está ciudad desde generaciones atrás.  Bogotá está poblado por gente de la provincia, de todos los rincones de esta geografía colombiana llegados aquí por las más diversas razones y, un nutrido grupo arriba por las mismas razones que él, porque una guerra de varias caras los sitió, les dio cacería, y en lo que bien podría parecer un gesto noble, en lugar de darles como quien dispara al blanco, los dejó salir corriendo a buscar suerte llevando ya inoculado el bicho del miedo.


En Bogotá lo que a él le queda de su lejana tierra son historias que desgrana fragmentariamente, como esa de los indios que en el turbio río le hacen el amor a los delfines hembra –él no, él nunca-.  Le queda el recuerdo de las correrías transportando prostitutas desde el otro lado de la frontera en lanchas fantasmas.  Le queda la rabiosa nostalgia por la tierra, la dulce tierra entre sus manos, los peces enormes, casi míticos de nombres igualmente poderosos que no puedo yo repetir.  Pero también le quedan recuerdos de cuerpos sepultados en el río, porque allá donde vivió, donde es su tierra y de donde es su acento, allá no se puede caminar catorce horas para llevar a un muerto a tierra sagrada, a veces, es incluso peligroso pretender pescarlos y sacarlos del agua, se corre el riesgo de terminar flotando a su lado.  Su río, como tantos otros de los nuestros, es una enorme y anónima sepultura que fluye entre piedras y montañas. 
Atrás quedó el vecino, el amigo, atrás la cadena interminable de parentescos y filiaciones, atrás la vida de entonces. Ahora las noches frías con la vida dentro de un par de cajas que otro quiere robarse y que él defiende a machete.  Ahora un puesto improvisado para vender cigarrillos al menudeo después de meses con la mano extendida frente a la entrada de un centro comercial.  Ahora un hijo que más que a él, se parece a los raperos citadinos, un hijo con cejas perforadas a mansalva por la propia mano.  Ahora una hija que en lugar de pensar en la tierra perdida, sueña con su rostro en la portada de una revista.  Ahora Pepo, la liebre aquella, muerta de repente un mal día, el mismo día que el hijo mayor estuvo acostado por horas bajo las manos de médicos que trataban de enderezar la pronunciada S de su espalda.  Y Pepo murió, dice él, porque esa noche alguno de los suyos tenía que desaparecer, y al morir así, tan de repente, Pepo salvo a su hijo que ahora vive una vigilia que parece sueño en la clínica, custodiado por su mamá que ha terminado por hacer de ese cuarto aséptico su casa. 
Si la muerte llega.  ¿Qué pensará la muerte cuando finalmente llegue?

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