Hace exactamente siete
noches soñé contigo. Fue un sueño misterioso, aún me siento inquieta, temerosa.
Siento que desde esa noche hay algo que no termina de encajar. Cuando me
desperté, extrañamente pasadas las diez, me sentía profundamente abatida, como
se debió sentir esa anciana que salió en la televisión. Su marido murió después
de haber sido su compañía por más de cinco décadas y ella, con el corazón y la
razón partidas a la mitad, lo único que pudo hacer para menguar su tristeza, fue
embalsamarlo ella misma y pasarse los días que le quedaban arrastrándolo por la
casa: en la mañana, a la mesita para tomar el desayuno; por la tarde, al
estudio para leer; al caer la noche, a la cama para acompañar sus sueños. Así
me siento yo desde que desperté ese día, como si de pronto supiera que toda mi
vida he arrastrado un cuerpo muerto pretendiendo siniestramente que está con
vida.
Ese día tenía otra entrevista, tantas entrevistas y al final tan
pocos trabajos. La cita era a las ocho en punto al otro lado de la ciudad, así
que tenía que tomar dos buses y eso me llevaría por lo menos una hora, pero no
hizo falta, porque desperté demasiado tarde. Cuando abrí los ojos tuve la
certeza de que había perdido la única entrevista que habría terminado con un
apretón de manos amigable y una sonrisa sincera: bienvenida, este es su
cubículo, empieza el lunes pero tiene pago desde hoy. Aun cuando estaba
segura de haber perdido mi oportunidad no era eso lo que me hacía sentir tan
desolada, tampoco era todo lo que había pasado la noche anterior. No, era
el sueño.
Me había acostado mucho más tarde de lo habitual porque esa
noche lo había visto. Y lo digo así porque yo lo vi a él pero él no me vio,
seguramente ni sospecha que suelo mirarlo a lo lejos. Y no es que yo me
proponga perseguirlo y hacer eso que de lejos debe parecer vigilarlo. No, yo
voy por ahí, por mi camino, y a lo lejos lo veo. Pasa solitario mirando al
suelo o, acompañado de otros tres entra al cine mientras yo, de pie en el otro
andén, compro distraídamente un cigarrillo. No es culpa mía, es el destino lo
que me empuja. Esa noche yo caminaba por la callecita de los libros de
segunda, “libros leídos” dicen algunos. Me acababa de tomar un mal café
con una vieja amiga de conversación más bien sosa, porque cuando una mujer se
dedica casi exclusivamente a tener hijos no tiene mucho más de qué hablar
además de pañales, colegios, juguetes, mocos, primeros pasos, primeras
palabras, primeras veces de todo una y otra vez. Al salir de la cafetería y
despedirme cordialmente de mi insulsa amiga, caminé media cuadra y entonces lo
vi pasar. Iba solo, vestía un traje de gala con el que parecía haber dormido
porque estaba arrugado y desordenado. Andaba rápido y miraba cada tanto el
reloj en su muñeca. Me resistí un par de segundos pero, no pude evitarlo, tuve
que seguirlo. Y aunque lo que pasó de ahí en adelante es extraño, insisto
en que es el sueño, el sueño en el que tú aparecías, lo que me ha dejado tan
descolocada, y aunque se que tú no crees en premoniciones o en ocultos
significados de las cosas triviales, yo estoy convencida de que todo esto es un
signo, un mal presagio.
Él caminaba en impecable línea recta, yo iba media cuadra atrás
y, desde donde lo veía, parecía mirar su reloj cada dos o tres pasos.
Indudablemente tenía mucha prisa. Así seguimos por más de veinte cuadras, todas
callecitas oscuras y desoladas por las que no creo haber transitado
antes. Tras mucho caminar, llegamos a un parque, un parque de barrio con
bancas de cemento de aquellas que tienen grabados nombres de gente insigne y
completamente desconocida por todos. Casi todas las luces del parque estaban
apagadas, y las casuchas alrededor parecían deshabitadas o sumidas en el sueño,
como si no fueran apenas las ocho sino las dos o tres de la mañana. Ya en
el parque, es decir a media cuadra del parque pero frente a su inminencia, me
aterrorice. Me di cuenta que en las ocasiones anteriores, siempre lo había
visto haciendo tonterías: conversando, leyendo, en el cine o en un concierto
pero, esta vez era distinto. Esta vez pensé que sí podía tener razón, que ese
hombre, tu hermano, estaba inmiscuido en algo turbio, era un asesino o un
ladrón, un malvado al fin. Si el azar o lo que sea ha conseguido que aún
sigas leyendo, por favor no vayas a dejar de hacerlo ahora. Ya se que antes me
has prohibido acusarlo, si quiera mencionarlo pero, esta vez es importante que
conozcas lo que pasó esa noche y finalmente, tras saber su contenido, puedas
entender mi turbación por culpa del sueño.
Él llegó al centro del
parque, yo continúe atrincherada en la esquina, si me acercaba más estaría
demasiado expuesta y podría descubrirme. Durante minutos eternos estuvo
inmóvil en el claro del parque hasta que, como si se tratara de un sonido
proveniente de otro tiempo, empecé a escuchar primero un silbido tímido, luego
muchos más como respuestas que venían de todos lados: del parque, de las
cuadras adyacentes, incluso, y para terror mío, de la misma calle donde yo
estaba. Quien había silbado primero era sin duda él, lo hizo una vez más
y de nuevo recibió respuesta de todos lados, pero esta vez el sonido parecía
desplazarse. Se acercaban. En este momento solo pude pensar en huir. Por
primera vez podría comprobar si mis ya viejas intuiciones sobre tu hermano eran
ciertas pero, yo solo pude pensar en huir, en alejarme todo lo posible de ese
sujeto que parecía estar convocando un ejercito.
Seguro pensarás que exagero, que siempre exagero con lo que
tiene que ver con él. Por eso huiste, o eso fue lo que dijiste, que yo
tenía un problema, que necesitaba ayuda, que mi paranoia requería
medicamentos.
Como es fácil suponer, no huí, no pude hacerlo. Estaba
inmovilizada por los silbidos, escuchaba sobretodo el que parecía provenir de
la cuadra en la que yo me escondía. Este, como los demás, parecía
avanzar. Temí de pronto sentir que los silbidos me envolvían, que se
arremolinaban sobre mí. Pero eso no pasó, los silbidos seguían avanzando
mientras yo apretaba mi cuerpo contra la pared y mantenía los ojos fuertemente
cerrados, como si solo pudiera usar uno de mis sentidos a la vez. La
sangre se me heló, te juro que se heló cuando sentí pasar el silbido cerca de
mi cara. Por fortuna siguió de largo. Cuando estuve segura de no escuchar
más silbidos pude por fin abrir los ojos. Mire hacia el claro del parque,
ahí seguía él, pero ahora estaba rodeado de un grupo de por lo menos veinte
hombres vestidos también con un trasnochado traje de gala. Los hombres
formaron un círculo al rededor de él y empezaron a caminar, el circulo giraba.
No se escuchaba el menor ruido. Entonces, decidí que era momento de
marcharme, que fuera lo que fuera que hacía tu hermano en medio de la noche, no
me importaba. Alcancé a torcer mi cuerpo para alejarme por donde vine
cuando reconocí mi mentira. ¡Claro que me importaba! Me importaba por fin poder
probar que yo no estaba loca, que efectivamente él ocultaba un siniestro
secreto. Así que no me moví, apreté fuertemente mis dientes, como sabes
que hago cuando estoy por demostrar un derroche de voluntad, cuando hago un
sacrificio. De pronto lo escuché, era su voz. Si en algún momento
de insensatez pensé que a lo mejor lo había confundido con otro, que todo podía
ser un error, al escuchar su voz, cualquier atisbo de duda se esfumó. Era
él. Aunque su voz me llegaba apagada por la distancia y el viento de la
noche, alcancé a escuchar las instrucciones, mencionó dos calles, tres barrios
y dos nombres masculinos, uno de esos nombres, lo escuché claramente, era el
tuyo. Al oír tu nombre pensé que me desvanecía. Sentí como si la
pared sobre la que estaba fuertemente tumbada empezara a destilar un líquido
tibio que corría por mi cuerpo, mi piel hervía. Sin darme cuenta me
deslizaba pared abajo.
Cuando me percaté, estaba en el suelo, respiraba con dificultad
y tenía la mente en blanco. Miré temerosa a mi alrededor y por un par de
segundos no tuve idea de dónde estaba o cómo había llegado allí. Lentamente fui
recuperando la compostura y, envuelto en una luz fantasmal, en mi cabeza fue
apareciendo la imagen de él, él con su vestido de gala rodeado de los hombres
también de gala. Con menos temor que premura, me levanté y asomé la cabeza para
alcanzar a ver el claro del parque. A riesgo de confirmar tus hipótesis sobre
mi locura, he de decir que, muy a mi pesar, el parque estaba absolutamente
vacío. No se bien qué pasó, cuánto tiempo permanecí sumida en mi estupor
pero, al parecer fue suficiente para que se diera por terminada la siniestra
reunión.
Esperé hasta pasada la media noche pero, nada pasó, nadie
apareció por el parque. Todo el tiempo procuré tener aguzado el oído pero
el único silbido que volvió a escucharse era el que producían las ramas de los
arboles al ser violentamente agitadas por el viento que, de tanto en tanto,
azotaba el parque. Pasado este tiempo, mi tensa posición contra la pared
tenía todos mis músculos entumecidos y mi mente empezaba a divagar. Al repasar
lo que había sucedido me percaté de mi descuido. De todo lo que pude
escucharle decir, lo único que recordaba con total claridad era tu nombre, pero
esforzándome logré recordar el nombre de una de las calles, el resto lo he
olvidado irremediablemente. Casi corriendo, me dirigí a la calle Mares,
cómo olvidar el bonito nombre de esa horrible callejuela en el centro.
Mientras recorrí las casi cuarenta cuadras que me separaban de Mares, solo
rogaba al dios del cielo que bajo ninguna circunstancia tuvieras algún nexo con
esta calle. Algo más de la una de la mañana de un miércoles de
Julio, la calle Mares estaba desolada. Ansiosamente corrí al teléfono público
que está justo en medio de la calle y marqué el número de tu casa. Sentí que la
espera duraba una eternidad. Alcancé a escuchar que levantaban el teléfono del
otro lado de la línea. Colgué. No quería hablar contigo, solo quería saber que
estabas en casa, que no estabas ni habías estado en la calle Mares, eso de
alguna manera me producía una tibia calma. Fue entonces, cuando trataba de
alejarme de la calle Mares con un repentino cansancio que me doblegaba las
piernas, cuando decidí casi con risa, que había sido todo un desatino.
Tomé el primer taxi que encontré y me largué a casa. Caí como una roca a
un estanque de agua, morí por un rato, hasta pasadas las diez.
Cuando desperté, el abatimiento ya estaba ahí, en el aire, pero
no pensaba en él, ni siquiera en el sueño, inicialmente solo pensaba en la
entrevista perdida. Fue al poner un pie en el suelo cuando irrumpió el sueño.
Lo vi de pronto y me aterrorizó lo vívido de las imágenes, lo poco fragmentario
del recuerdo.
Mi sueño transcurría en un terreno rocoso y árido. Rojo el
suelo y negro el cielo. Las formaciones que se alzaban de la tierra parecían
salidas de una pintura de Dalí, eran estructuras de equilibrios imposibles, o
solo posibles en altos salares andinos. En una de estas formaciones alta
y angulosa como una torre, estaba yo de pie, entrecerraba los ojos, supongo que
por la arena que debía arrastrar de un lado al otro el viento. De repente, en
el cielo brillante empezó a desplazarse a una velocidad vertiginosa una espesa
nube negra. Todo se hizo gris, el suelo, el cielo, mi piel. Yo entonces me
sentí aterrorizada, la nube era la fatalidad. Con más insistencia seguía
mirando al frente. Finalmente, muy lejos, en otra torre de piedra como la mía,
tal vez una torre idéntica a la mía, estabas tú de pie, mirando y entornando los
ojos como yo. Tu imagen me tranquilizó, verte al otro lado incluso me hizo
gracia. Con esas habilidades cinematográficas propias del sueño, lograba verte
a lo lejos, porque tu torre parecía estar a cientos de kilómetros, pero a la
vez, o sucesivamente, podía ver tu rostro, solo tu rostro ocupando todo el
espacio. Yo empecé a llamarte, temía que aun cuando miraras en dirección a
donde yo estaba, no me vieras. Grité tu nombre, pero no se escuchaba
nada. Veía mi boca moverse, incluso la sentía moverse, pero no escuchaba mis
palabras. Y entonces sobrevino la angustia. Temía que si yo no me escuchaba
seguramente tú tampoco me escucharías. Supe de pronto que era apremiante que
nos comunicáramos, era indudable que había algo urgente que decirnos.
Veía tu cara inexpresiva rozada por la arena gris que movía el viento y
esperaba que tu boca de pronto se abriera pero, tú solo seguías mirando al
frente, inmóvil. Yo gritaba a todo pulmón, sentía que mi garganta se
desgarraba y aun así no se oía nada. De pronto noté que estabas vestido
de traje. Con expresión severa continuabas mirando al frente, parecías
disgustado. Tenías la boca un poco inclinada a la derecha y la ceja izquierda
ligeramente levantada. Era ese gesto engreído que me resultaba tan sugerente
hasta que conocí a tu hermano y me di cuenta de que era un ademán compartido,
era una sutil expresión que los igualaba. Al pensar en eso me percaté de lo
evidente. Ahí, con tu traje, de pie sobre la torre, eras terriblemente
parecido a él, eras él. Sentí como los músculos de mi abdomen se crispaban y
mis manos temblaban sin control. No sabía si eras tú o era él. Era como
si los rasgos de tu rostro cambiaran sutilmente en cuestión de segundos,
aparecían unos pocos pelos más en las cejas, la nariz se achataba casi imperceptiblemente,
el mentón se alargaba. Ya no quería gritar, temía que de un momento a otro mis
palabras sonaran, pero quien las escuchara fuera él y no tú. Contra mi voluntad
seguía gritando cada vez con más violencia. Desde el estómago sentí que
algo subía lenta y dolorosamente, me despedazaba a su paso. Subió por la
garganta, sentía como si fuera una bola de tenis ascendiendo a mi boca.
Traté de mantener los labios sellados, apretados los dientes, pero la pelota de
tenis salió:
—En julio, será en julio—Grité sin darme cuenta.
Tu
-o él- empezaste a abrir lentamente la boca, pasaste tu lengua por los labios
como si estuvieras muy sediento, fatalmente sediento:
—Mares. Mares. Mares—Sonó tu voz de pronto, yo la escuchaba como
una prolongación del sonido del viento.
—Mares.
Mares. Mares—Decías con gesto doloroso, como si articular la palabra cada vez
te punzara como una herida en el pecho.
Sentí
que lloraba. No me vi llorar ni estuve segura de que llorara, solo lo
sentía. Y de pronto tu torre pareció alejarse. Tenías un gesto
acongojado. Tu rostro era el de él pero, ensombrecido. Desperté.
Desde la noche siguiente a la del sueño, cuando se me hizo
insoportable el abatimiento, cuando noté que las imágenes que recordaba no se
iban como los jirones de un sueño cualquiera, te llamé. He marcado tu
número telefónico cientos de veces en estos pocos días, nadie contesta. He
llamado desde el teléfono de la cafetería de la esquina y desde una cabina
pública temiendo que quizá tengas identificador y no quieras contestar sabiendo
que soy yo, pero todo ha sido inútil. Pensé en ir a tu casa, a tu oficina
y corroborar que está todo bien pero, desde hace dos días no puedo poner un pie
en la calle. Es como si me hubiera hecho presa de esta casa, me aterroriza
solo pensar en el exterior. He de verme como una estatua humana: pálida,
gélida, petrificada por el pánico. La señora Flores, que me piensa
contagiada por un virus respiratorio, me deja sopa caliente en la puerta, me
trae el periódico y se lleva el correo.
Ayer fue el ultimo día de Julio. Hoy he leído la noticia. Dicen
que fue desde el puente de Luces hasta Mares, que era un grupo pequeño, tal vez
cinco o seis, con máscaras como las que se ponen los niños en noche de brujas;
que bajaron desde el puente exhibiendo sus armas (¿como las de los niños en
noche de brujas?) y terminaron disparándole a dos tipos. He llamado al
periódico, a la policía, nadie me dice quiénes eran los dos tipos. Te envío
esta carta, que cordialmente la señora Flores ha llevado al correo, con la
esperanza de que me contestes. Por favor, por favor responde esta carta y
demuéstrame que estoy loca, que no existen los malos presagios.
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