I
Tras los estallidos de
las primeras descargas, la mayoría despertó con un grito ahogado, aterrorizados
descubrían que al fin se cumplía la vieja promesa de sitiar el pueblo. Él por
su parte, dormía hecho un cálido ovillo entre sus cobijas pesadas y peludas.
Los disparos parecían venir de todos lados y sin necesidad de
aguzar mucho el oído era fácil imaginar que su casa, en mitad de la Calle Real,
era el mismísimo blanco de los forajidos. A pesar del alboroto afuera y del
tenso silencio que todos los de la casa sostuvieron durante tres horas sentados
en el suelo alrededor de su cama, él no despertó. Todos contenían
la respiración, se agarraban de las manos y lloraban hacia adentro.
Estaban ahí como una corte de animalitos acorralados no solo porque su
cuarto estuviera tan al fondo de la casa, sino porque sabían lo que podía pasar
en caso de que él ¡no quisiera Dios! despertara fuera de su horario. Sus
rutinas eran estrictas, severas. Si una de sus doce idénticas camisas blancas
de rayitas azules casi invisibles, no estaba planchada y colgada en el espaldar
de la silla -que debía estar a treinta centímetros de la mesita que hacía las
veces de escritorio y que desde la noche anterior quedaría impoluta- él
gritaba, gritaba como un loco durante quince minutos; había quien decía
que sus bramidos podían oírse desde el otro lado del pueblo. Si por
alguna razón despertaba un martes antes o después de las siete en punto, pasaba
lo mismo; pero si se trataba de un sábado, la hora inamovible para ponerse en
pie eran las cinco y treinta. Si algo llegaba a cambiar esta rutina, él, como
un endemoniado, levantaba la casa a gritos hasta que no le quedaba un jirón de
voz.
La familia entera lo sabía. Sabía que uno de sus gritos podía ocasionar
que llenaran sus cuerpos de balas. Así que prefirieron rodearlo,
cuidarlo, vigilarlo mientras afuera agujereaban las paredes de la casa, del
mercado, de la escuela y de la alcaldía que quedaba solo cruzando la esquina.
5:30. Se levantó y se cepilló los dientes con bicarbonato.
La tía decía que si lo hacía todos los días, al final iban a quedarle tan
blancos como los de los negros del río que tanto se mofaban de él diciéndole
que su boca parecía la de un anciano que ha fumado toda la vida un chicote tras
otro. Treinta y cinco veces de
abajo hacia arriba; treinta y cinco de arriba hacia abajo; treinta y cinco en círculos
sobre los de abajo; treinta y cinco en círculos sobre los de arriba. ¡La lengua
no! le daba náuseas, así que compensaba con cinco buches que duraban cada uno
lo que se tardaba pensado: mil uno, mil dos, mil tres, mil cuatro y mil cinco.
Miró el reloj de plástico verde militar en su muñeca derecha; a
él le habría gustado llevarlo en la izquierda, pero su hermana le había dicho,
muy seria, que en la izquierda lo llevaban los maricas. 5:45. Sintió en su
vientre un furioso mordisco, como si algo tratara de comérselo desde adentro;
se agarró el abdomen con fuerza y esperó a que el bicho o lo que fuera que se
lo comía por dentro, se aquietara solo.
Pulcra camisa blanca de rayitas azules casi invisibles, pantalón
negro con impecable quiebre de plancha, botas negras de cuero a diario
embadurnadas con betún y brilladas hasta el cansancio.
Al lado, en el suelo, el pequeño morral de tela cargado con sus tesoros. No
había ni un plato. La panera no estaba. No estaba, ocupando su puesto, ninguno
de los otros comensales. Él, sentado en la cabecera de la gran mesa del comedor
con las palmas de las manos sobre las rodillas esperó mirando con atención al
frente como si observara a un interlocutor invisible. 5:50. 5:55. Nadie
aparecía con el chocolate y las tostaditas tan pequeñas que le cabían tres en
la boca. 6:00. ¡Oe! –empezó a gritar primero suave, sin quitar las manos de las
rodillas como para conservar la calma. Después de mirar de reojo el reloj
y descubrir que marcaba las 6:05, el ¡Oe! se volvió más fuerte y, sincronizado
con un nuevo mordisco desde adentro de su estómago, volvió a gritar un ¡Oe!
iracundo.
Arrastró su morral y empezó a deambular por la casa. Cada cinco
pasos miraba su reloj y mientras apretaba los puños, rabioso, seguía con su
¡Oe! altanero. Nadie contestaba, no había nadie. 6:15. Furioso fue
abriendo a patadas las puertas de cada uno de las habitaciones, pero tampoco
encontró a nadie tendido en cualquier cama. No había nadie. 6:30. Pensó en
gritar, gritar más fuerte y agudo de lo que jamás había hecho, pero el aullido
se le atoró a medio camino en la garganta, de qué valía gritar si no había
quién escuchara.
Era el colmo, las 6:40 de un sábado y él aún estaba en
casa. Él sabía, lo había entendido con claridad cuando, hacía ya varios años,
se lo dijo don Chucho: “al pez grande hay que salirle temprano”. Si su retraso
seguía acrecentándose, ese sábado tampoco atraparía a su pez legendario, ese
que no había conseguido ver más que en sueños; ese enorme, más grande que el
bulto que formaba el tío Jaime al abrazar al abuelo; ese pez de bigotes larguísimos y brillantes
como hilos de plata; el pez de las escamas zarcas, que lo hacían parecer
confeccionado con pequeñísimos azulejos de baño. Ese mismo pez que en sus
sueños saltaba fuera del agua, giraba la cabeza como si tuviera cuello y con
una voz delicada y dulce que no correspondía a su volumen, decía su nombre:
¡Jhoncito!, y al decirlo abría grande la boca, tanto que alcanzaba a vérsele,
destellante, un diente de oro.
Tras pensárselo un rato, decidió que sería un valiente y tomaría
el destino por sus manos: colgó de sus hombros el morral de tela, se puso la
gorra, tomó su caña de pescar y, fingiendo para si mismo una seguridad que no
tenía, se enfiló hacia la puerta de entrada. Trató de girar la perilla, pero
esta no se movió, parecía asegurada con fuerza; pero él bien sabía que esa
puerta no tenía tranca ni nada parecido, y que en el pueblo pocas eran las
puertas que se cerraban bien cerradas. De
pronto lo supo, lo que no lo dejaba salir era algo así como una mano que del
otro lado tenía agarrada la perilla para impedir que él la girará. Trató y
trató, pero no consiguió moverla ni un milímetro. Puso la oreja contra puerta y
lo que escuchó se parecía al silencio de un montón de gente, como si todos hubieran
abierto la boca para decir ¡Dios mío! o ¡Santísima virgen!, o sólo ¡oh!
pero no les hubiera salido nada. Así le pareció que sonaba, como palabras
tragadas a la mala. Luego escuchó algo que parecían baldados de agua y unas
escobas que empujaban el líquido calle abajo. 6:20. No tenía otra alternativa,
como los reos de aquella película, escaparía dando un enorme salto sobre los
muros.
Todos los sábados era más o menos lo mismo, él se levantaba a
las 5:30 y realizaba su rutina que terminaba involucrando a todos los de la
casa que, como un batallón bien entrenado, corrían de una lado a otro ajustando
sus pequeñas vidas a los tiempos y caprichos de él. En el comedor,
mientras todos pasaban el pan, la mantequilla batida y la mermelada
invariablemente roja –que era su color favorito- él no dejaba de decir que esta
vez sí sería, que su pez no
conseguiría esconderse, que por fin lo atraparía y lograría, lleno de dicha,
ver su diente de oro. Todos lo escuchaban con fingida atención y asentían con
la cabeza, no convenía cuestionarlo o poner en duda alguna de sus ideas,
disgustarlo implicaba enfrentarse a sus gritos, a su enorme cuerpo
abalanzándose contra la pared o al espectáculo del dorso de su mano dando golpes
a su propia cabeza.
Tras el corre corre matutino, él conseguía siempre estar en el
río antes de las 6:15. Rozagante se preparaba para atrapar a su pez legendario
mientras los negros lo miraban como el bicho raro que siempre fue. Ese sábado
él estaba, si es posible, aún más seguro de que se trataba del gran día, del
único día en que atraparía a su pez; lo sentía en las manos, en los hombros, en
el vientre. Eso creía él, que los mordiscos en el estómago, el sudor en las
palmas de las manos y ese peso enorme en los hombros era la premonición del
encuentro. Pero, aunque algo de esto había, todo su cuerpo trataba de
advertirle -como a los del pueblo les avisaron con cartas deslizadas bajo las
puertas- que lo que se acercaba a pasos pequeñitos era el miedo, el miedo que
se le metería bajo la piel y se instalaría de forma vitalicia en su cuerpo.
6:25. Ya en el solar se metió entre la maleza espesa, se
encaramó en lo alto del naranjo y desde ahí saltó al techo de los Acevedo sin
soltar su caña. Un salto más y estaba sobre la casa de los Rojas, se descolgó
por la canal y listo. Estaba orgulloso de sí mismo, había conseguido alejarse
una cuadra de la puerta trancada de su casa. Miró una vez más su reloj y como
un poseso echó a correr calle abajo. Tras dos cuadras se detuvo en seco
en la intersección de dos calles. Volvió a mirar su reloj y se dio cuenta que
no había escuchado las campanas que marcaban la hora, y mucho menos las que
anunciaban la misa. Ni un alma caminaba por esas callecitas largas que a
esa hora debían estar animadas por el tímido alboroto de los paisanos. La
panadería y la miscelánea de arriba estaban cerradas. La tienda de don Chucho
seguro también, no alcanzaba a ver bien hasta la otra esquina pero, podía notar
que no estaba la bicicleta del viejo afuera, y si no estaba la bicicleta, el
viejo no estaba; y si el viejo no estaba, la tienda estaría cerrada.
Su pez se atravesó en el pensamiento de nuevo y echó a correr
una vez más. Tan rápido corría que tenía que hacerlo llevando la espalda muy
atrás, cosa de no caer de cara contra el asfalto.
6:50. Llegó al puente, cruzó despacio mientras subía y bajaba
los brazos de forma acompasada para tratar de recuperar el aire y la
compostura, no quería que los negros pensaran que nada más bajar al río le
costaba tanto trabajo. Llegó hasta su bajío, el de todos los sábados, el único
donde mamá lo dejaba pescar, pero no encontró ahí ni un solo negro, ningún
hombre sentado sosteniendo la caña, ninguno royendo una pajita mientras hablaba
de las mujeres del pueblo. No había ninguno. Por un momento él pensó que se
había equivocado, no de bajío, si no de mundo entero. Creyó que a lo mejor
después de su intento, no tan deshonroso, de jugar un partido de fútbol con los
del barrio al final de la tarde del viernes, del todo agotado dentro de ese
cuerpo suyo tan redondo y torpe, había caído en un sueño tan profundo pero tan
profundo, que se elevó y se elevó hasta que desde una altura inimaginable el
pueblo debía verse diminuto, como un hormiguero con un riachuelo abajo; y después
el Rey Sueño, siempre traicionero, quitó sus
manos tibias y lo dejó caer. Eso pensaba él, que se había desplomado a través
de esponjosas e infinitas nubes hasta que fue a dar a una cama idéntica a su
cama, en medio de un cuarto
decorado con peces de colores igualito al suyo, en una casa como la de él
ubicada en el centro de un pueblito parecidísimo a su pueblo; un mundo igual
pero donde la gente había desaparecido o cruelmente jugaban a las escondidas
con él, sin contárselo. Eso pensó, que accidentalmente había caído en el mundo
equivocado. Las manos empezaron a sudarle más, de pura angustia que tenía,
hasta que se le ocurrió pensar que si este era un mundo igual al suyo pero tan
al revés donde las puertas, antes siempre abiertas, estaban aseguradas por
manos invisibles, y las tiendas en lugar de abrirse en la mañana permanecían
cerradas, a lo mejor en este mundo, el esquivo pez legendario nadaría a su
encuentro para volver a llamarlo por su nombre y dejarle ver su diente de oro.
En todas estas cosas estaba pensando, y cuando le daba por
pensar con profundidad en un idea, se quedaba como una estatua hecha de piedra,
cuando de pronto, una voz dulce
que canturreaba lo sacó de su ensimismamiento y en ese mismo instante él
sintió, una vez más, que algo se lo comía por dentro.
II
Cuando la vi –pa’qué lo voy a negar- me pareció bien bonita,
pero en menos de dos segundos sentí que el bicho que seguro guardaba en la
panza, me mordía desde adentro. Fue como cuando entro a la iglesia y creo que
detrás de cada vidrio de colores unos ojos gigantes me miran como acusándome de
cosas que yo ni creo que se pueden hacer.
En todo eso estaba yo pensando, cuando sentí una pedrada en el
codo y otra atrás, donde el brazo se vuelve espalda. Dejando la cabeza quieta,
como para pasar por muerto, moví tantito los ojos y alcancé a ver que una niña
de vestido de rayas estaba tirándome piedras y, qué mala suerte la mía, la
condenada por fin tuvo buena puntería y me dio con una piedra grandota en la
coronilla. Como un bulto de harina yo me desparramé en el suelo.
Cuando por fin me desperté, me di cuenta de dos cosas terribles,
miedosísimas: uno, habían pasado cuarenta y tres minutos desde la última
vez que vi el reloj. Dos, por primera vez en la vida al mirar mi reloj, la hora
no terminaba en cinco ni en cero.
Yo alcancé a mirarlo de lejos pero fue difícil, aunque quería moverme, llevar
mi muñeca izquierda hasta la cara para ver la hora, no pude. Tuve que esforzar
los ojos para alcanzar a ver el reloj. Luego miré para el otro lado y lo
que vi, en lugar de los negros que debían estar sentados con sus cañas y sus
chicotes, fueron todas mis cosas, las que llevaba en el morral, puestesitas con
cuidado en el suelo, una al lado de la otra como si fuera día de inventario en
una tienda. Las maras ordenadas de cuatro en cuatro como un batallón. Los
pitillos de papel para armar castillos, uno detrás de otro haciendo una fila
larguísima. Dos chicles, uno azul y otro rojo a medio masticar, puestos al
lado, como dos novios. Y todos mis papelitos: los
de los caramelos, las bolsitas vacías de azúcar, las servilletas con dibujitos,
todos planchados como camisa de uniforme y extendidos en el suelo con una
piedrita arriba, a lo mejor para que no se los llevara el viento. Estaba
viendo moverse la punta de un hoja de papel que tenía como veinte soles de
colores dibujados, cuando de pronto sentí un golpe entre las costillas, otro,
otro más. Era la niña, que con mi caña de pescar me picaba por aquí y por
allá mientras me miraba como si yo fuera un bicho. Así me miraba, como a esas
babosas que Jesús, el de quinto, pone al sol y luego les echa sal, sólo que yo
no me movía desesperado, yo parecía la estatua de un bicho, un bicho de museo
clavado con alfileres a un pedazo de madera. Sentía como si con el sedal de mi
caña la niña hubiera cosido una red que yo no alcanzaba a ver, pero que me
tenía pegado al suelo, atrapado con la cabeza hundida en un charco espeso y
caliente.
Ella se acercó más y me miró con un gesto que yo sólo le he
visto a los grandes: esos ojos que medio se ríen burlones con una boca que no
se ríe, más bien parece muy brava, a punto de soltar un sermón a gritos. La
niña me miró así, se sentó ahí cerquita y, con una habilidad que todavía yo no
tengo después de tantísimos sábados de bajar al río, tiró hacia atrás la caña y
con un golpecito hacia delante metió el anzuelo allá lejos, en el fondo.
Estuvo un rato largo ahí sentada, luego clavó la caña en la arena y se
fue. Después la vi volver arrastrando una carreta y otra vez, muerto de susto,
volví a verle esos ojos burlones. Se sentó al pie de la caña y, esperó.
8:17. Yo ya estaba acostumbrándome a ser un bicho, tanto así que
pensé que en cualquier momento la niña me iba a clavar el anzuelo debajo de la cumbamba
y me iba a tirar al agua, cuando de pronto su cuerpo, que hacía fuerza con la
caña, me distrajo de mis ideas de bicho. Mi caña, mi preciosa caña estaba a
punto de romperse en dos pedazos, pero la niña, como si tuviera la fuerza de
diez gigantes, luchó, y al fin logró sacar su enorme presa. Era gigantesco,
mucho más grande de lo que yo mismo me había imaginado. Era idéntico, era él,
era mi pez legendario. La condenada mocosa lo había pescado en un santiamén y
ahora lo acomodaba dejando su cola colgar de la carreta. Lo ponía así a propósito,
quería que yo no pudiera verle la cabeza. La muy infeliz volvió a preparar el
anzuelo y tiró la caña. 8:32. Sacó un segundo pez legendario y, aunque yo
parecía como muerto, estaba revolcándome de rabia debajo de mi propia piel.
Ella puso una vez más al pez con la cola por fuera de la carreta. Ocho y
cuarenta y cinco. El tercer pez legendario. Ocho y cincuenta y ocho. Apareció
el cuarto. Todos estaban ahora puestos con cuidado en la carreta, y yo,
que le habría pegado un puñetazo al abuelo si eso hubiera hecho que pudiera
verle la cara a un solo pez, seguía atrapado en la red invisible.
Sentí
que unos lagrimones gordos rodaban desde mis ojos y se metían en el pelo encima
de mis orejas. Cerré los ojos duro para que se salieran de golpe todas las
lágrimas y cuando los abrí, ahí encima mío estaba la niña; con unas manos
babosas me agarró la cabeza y la levantó para que viera bien las colas
grandísimas que colgaban de la carreta. Me tuvo así un rato, como para que no
se me olvidara lo que veía, y después soltó mi cabeza que fue a estrellarse
contra el charco espeso y caliente. Todo se veía como si tuviera unas
gafas de vidrios matecosas delante de los ojos, pero todavía la
alcanzaba a ver. Parada al lado de la carreta, la niña volteó a mirarme y se
rió con una risa miedosísima, las esquinas de su boca casi tocaban el
nacimiento de las orejas, y cuando separó un poquito los labios, lo alcancé a ver: su colmillo derecho brillaba
como un bombillo.
III
Cayó en un profundo sueño. 5:58. Cuando me desperté estaba en
mi cama, no en la cama igualita a la mía, sino en la mía; en la pared de
enfrente estaban todas los carteles de peces ordenados por tamaños y colores.
Traté de contarlos, pero rápido se me sellaron otra vez los ojos. 6:42. Pensó que era sábado, ese mismo
sábado, y de ser así todo se repetiría y, a lo mejor esta vez sería menos
extraño, tal vez ahora sí conseguiría atrapar a su pez legendario. Al pez grande hay que salirle
temprano al pez grande hay que salirle temprano,
alpezgrandehayquesalirletemprano; traté
de levantarme pero sentí que algo como una matera de barro se rompía en mi cabeza.
Mis ojos escurrían chorros de agua, salía de los huecos de mi nariz, de mis
orejas, toda mi cabeza debía estar llenita de agua y entonces el peso la jaló
para abajo otra vez.
4:27. La tía le tomaba la fiebre una y otra vez con el dorso de
la mano; mamá, tan nerviosa que estaba, permanecía tumbada en un sofá que acomodaron al
lado derecho de su cama, cada tanto levantaba la cabeza y lo miraba fijo como
esperando que de pronto se pusiera en pie y empezara a conversar. El tío,
al otro lado, lo miraba de cerca y daba media vuelta, como si mirara un enorme
sembradío, permanecía con sus ojos pegados a la pared blanca un rato largo y
después volvía a mirarlo a ver si algo había cambiado. Las niñas y el abuelo
iban y venían con compresas para el enfermo y café para los alentados.
7:58. Parecían
una manada de toros o algún animal grande. La respiración de todas esas cabezas
como infladas se estrellaban contra mi cara, hablaban quedito y enredado, yo me
esforzaba pero no entendía nada; parecían como muertos con sus caras blancas y
los ojos tan salidos de sus huecos. Cuando alguno me tocaba la cabeza, yo
sentía un hueco redondo en la coronilla que se hacía cada vez más hondo, por
ahí seguro se me escapaba el agua que todavía me quedaba en la cabeza.
5:59. A lo mejor pensó que había pasado sólo un minuto, pero
alcanzó a mirarse el cuerpo y se dio cuenta que era otro pijama el que llevaba
puesto. Levantarme no fue tan difícil, cogí impulso y me alcancé a
sentar de un solo tirón, pero antes de que alcanzara a sospechar que otra vez
estaba en el mundo que no era el mío, el tío, mamá y el abuelo me empujaron de
un golpe otra vez contra la cama. En
un movimiento que era casi continuo iba con el índice derecho a la coronilla y
luego la muñeca derecha a pocos centímetros de la cara. Traté con
fuerza de meter el dedo en el hueco, pero no había nada, solo faltaba pelo y se
sentía como una raya larga y regordeta. Aunque
el reloj no estaba en su muñeca, él parecía mirarlo y descubrir que otra vez se
hacía tarde. Después de tanto tiempo volvió al fin a escucharse su voz, gritaba
como un demente, les pedía entre lágrimas que lo dejaran ir en busca de su pez
legendario; hablaba de un niña con vestido de rayas, de la niña-monstruo que
quería robarlo, de la niña-pez, de la niña-diente de oro. Mamá, que tenía la cara toda
encharcada, me agarró la cabeza y la puso cerquita a la suya y, como si fuera
un secreto, me dijo: –Jhoncito hoy no es sábado, es martes. –¿Cuál martes, cuál martes?, gritaba
con dificultad, las palabras se le ahogaban en el pecho de mamá mientras ella
lo envolvía con sus brazos; se veía como el niño grande que ella siempre dijo
que era.
Martes, 6:01. Aunque él medía bastante más
del metro y medio y por eso días contaba ya con más de treinta y cinco años,
parecía un niño de brazos sobre el cuerpo de mamá que besaba su cabeza y pasaba
las manos una y otra vez por las lagunas de sus ojos. –¿Cuál martes, cuál
martes? Y entre los de la casa, que tenían la cabeza tan gacha, se alcanzó a
escuchar entre un martes y el otro: –no les bastó con matar al alcalde al
frente de nuestra casa. De alguna manera los pillos esos lograron
llevarse la poca razón que le quedaba a Jhoncito. –Pobre Jhoncito.
–Jhoncito el bobito, bobito Jhoncito.
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