miércoles, 18 de septiembre de 2013

EL PEZ LEGENDARIO

I
Tras los estallidos de las primeras descargas, la mayoría despertó con un grito ahogado, aterrorizados descubrían que al fin se cumplía la vieja promesa de sitiar el pueblo. Él por su parte, dormía hecho un cálido ovillo entre sus cobijas pesadas y peludas.  
Los disparos parecían venir de todos lados y sin necesidad de aguzar mucho el oído era fácil imaginar que su casa, en mitad de la Calle Real, era el mismísimo blanco de los forajidos. A pesar del alboroto afuera y del tenso silencio que todos los de la casa sostuvieron durante tres horas sentados en el suelo alrededor de su cama, él no despertó.   Todos contenían la respiración, se agarraban de las manos y lloraban hacia adentro.  Estaban ahí como una corte de animalitos acorralados no solo porque su cuarto estuviera tan al fondo de la casa, sino porque sabían lo que podía pasar en caso de que él ¡no quisiera Dios! despertara fuera de su horario. Sus rutinas eran estrictas, severas. Si una de sus doce idénticas camisas blancas de rayitas azules casi invisibles, no estaba planchada y colgada en el espaldar de la silla -que debía estar a treinta centímetros de la mesita que hacía las veces de escritorio y que desde la noche anterior quedaría impoluta- él gritaba, gritaba como un loco durante quince minutos;  había quien decía que sus bramidos podían oírse desde el otro lado del pueblo.  Si por alguna razón despertaba un martes antes o después de las siete en punto, pasaba lo mismo; pero si se trataba de un sábado, la hora inamovible para ponerse en pie eran las cinco y treinta. Si algo llegaba a cambiar esta rutina, él, como un endemoniado, levantaba la casa a gritos hasta que no le quedaba un jirón de voz.
La familia entera lo sabía. Sabía que uno de sus gritos podía ocasionar que llenaran sus cuerpos de balas.  Así que prefirieron rodearlo, cuidarlo, vigilarlo mientras afuera agujereaban las paredes de la casa, del mercado, de la escuela y de la alcaldía que quedaba solo cruzando la esquina.  
5:30.  Se levantó y se cepilló los dientes con bicarbonato. La tía decía que si lo hacía todos los días, al final iban a quedarle tan blancos como los de los negros del río que tanto se mofaban de él diciéndole que su boca parecía la de un anciano que ha fumado toda la vida un chicote tras otro. Treinta y cinco veces de abajo hacia arriba; treinta y cinco de arriba hacia abajo; treinta y cinco en círculos sobre los de abajo; treinta y cinco en círculos sobre los de arriba. ¡La lengua no! le daba náuseas, así que compensaba con cinco buches que duraban cada uno lo que se tardaba pensado: mil uno, mil dos, mil tres, mil cuatro y mil cinco. 
Miró el reloj de plástico verde militar en su muñeca derecha; a él le habría gustado llevarlo en la izquierda, pero su hermana le había dicho, muy seria, que en la izquierda lo llevaban los maricas. 5:45. Sintió en su vientre un furioso mordisco, como si algo tratara de comérselo desde adentro; se agarró el abdomen con fuerza y esperó a que el bicho o lo que fuera que se lo comía por dentro, se aquietara solo.
Pulcra camisa blanca de rayitas azules casi invisibles, pantalón negro con impecable quiebre de plancha, botas negras de cuero a diario embadurnadas con betún y brilladas hasta el cansancio. Al lado, en el suelo, el pequeño morral de tela cargado con sus tesoros. No había ni un plato. La panera no estaba. No estaba, ocupando su puesto, ninguno de los otros comensales. Él, sentado en la cabecera de la gran mesa del comedor con las palmas de las manos sobre las rodillas esperó mirando con atención al frente como si observara a un interlocutor invisible.  5:50. 5:55. Nadie aparecía con el chocolate y las tostaditas tan pequeñas que le cabían tres en la boca. 6:00. ¡Oe! –empezó a gritar primero suave, sin quitar las manos de las rodillas como para conservar la calma.  Después de mirar de reojo el reloj y descubrir que marcaba las 6:05, el ¡Oe! se volvió más fuerte y, sincronizado con un nuevo mordisco desde adentro de su estómago, volvió a gritar un ¡Oe! iracundo.
Arrastró su morral y empezó a deambular por la casa. Cada cinco pasos miraba su reloj y mientras apretaba los puños, rabioso, seguía con su ¡Oe! altanero. Nadie contestaba, no había nadie.  6:15. Furioso fue abriendo a patadas las puertas de cada uno de las habitaciones, pero tampoco encontró a nadie tendido en cualquier cama. No había nadie. 6:30. Pensó en gritar, gritar más fuerte y agudo de lo que jamás había hecho, pero el aullido se le atoró a medio camino en la garganta, de qué valía gritar si no había quién escuchara.
 Era el colmo, las 6:40 de un sábado y él aún estaba en casa. Él sabía, lo había entendido con claridad cuando, hacía ya varios años, se lo dijo don Chucho: “al pez grande hay que salirle temprano”. Si su retraso seguía acrecentándose, ese sábado tampoco atraparía a su pez legendario, ese que no había conseguido ver más que en sueños; ese enorme, más grande que el bulto que formaba el tío Jaime al abrazar al abuelo; ese pez de bigotes larguísimos y brillantes como hilos de plata; el pez de las escamas zarcas, que lo hacían parecer confeccionado con pequeñísimos azulejos de baño. Ese mismo pez que en sus sueños saltaba fuera del agua, giraba la cabeza como si tuviera cuello y con una voz delicada y dulce que no correspondía a su volumen, decía su nombre: ¡Jhoncito!, y al decirlo abría grande la boca, tanto que alcanzaba a vérsele, destellante, un diente de oro.
Tras pensárselo un rato, decidió que sería un valiente y tomaría el destino por sus manos: colgó de sus hombros el morral de tela, se puso la gorra, tomó su caña de pescar y, fingiendo para si mismo una seguridad que no tenía, se enfiló hacia la puerta de entrada. Trató de girar la perilla, pero esta no se movió, parecía asegurada con fuerza; pero él bien sabía que esa puerta no tenía tranca ni nada parecido, y que en el pueblo pocas eran las puertas que se cerraban bien cerradas. De pronto lo supo, lo que no lo dejaba salir era algo así como una mano que del otro lado tenía agarrada la perilla para impedir que él la girará. Trató y trató, pero no consiguió moverla ni un milímetro. Puso la oreja contra puerta y lo que escuchó se parecía al silencio de un montón de gente, como si todos hubieran abierto la boca para decir ¡Dios mío! o ¡Santísima virgen!, o sólo ¡oh!  pero no les hubiera salido nada. Así le pareció que sonaba, como palabras tragadas a la mala. Luego escuchó algo que parecían baldados de agua y unas escobas que empujaban el líquido calle abajo. 6:20. No tenía otra alternativa, como los reos de aquella película, escaparía dando un enorme salto sobre los muros.
Todos los sábados era más o menos lo mismo, él se levantaba a las 5:30 y realizaba su rutina que terminaba involucrando a todos los de la casa que, como un batallón bien entrenado, corrían de una lado a otro ajustando sus pequeñas vidas a los tiempos y caprichos de él.  En el comedor, mientras todos pasaban el pan, la mantequilla batida y la mermelada invariablemente roja –que era su color favorito- él no dejaba de decir que esta vez sí sería, que su pez no conseguiría esconderse, que por fin lo atraparía y lograría, lleno de dicha, ver su diente de oro. Todos lo escuchaban con fingida atención y asentían con la cabeza, no convenía cuestionarlo o poner en duda alguna de sus ideas, disgustarlo implicaba enfrentarse a sus gritos, a su enorme cuerpo abalanzándose contra la pared o al espectáculo del dorso de su mano dando golpes a su propia cabeza.
Tras el corre corre matutino, él conseguía siempre estar en el río antes de las 6:15. Rozagante se preparaba para atrapar a su pez legendario mientras los negros lo miraban como el bicho raro que siempre fue. Ese sábado él estaba, si es posible, aún más seguro de que se trataba del gran día, del único día en que atraparía a su pez; lo sentía en las manos, en los hombros, en el vientre. Eso creía él, que los mordiscos en el estómago, el sudor en las palmas de las manos y ese peso enorme en los hombros era la premonición del encuentro.  Pero, aunque algo de esto había, todo su cuerpo trataba de advertirle -como a los del pueblo les avisaron con cartas deslizadas bajo las puertas- que lo que se acercaba a pasos pequeñitos era el miedo, el miedo que se le metería bajo la piel y se instalaría de forma vitalicia en su cuerpo.
6:25. Ya en el solar se metió entre la maleza espesa, se encaramó en lo alto del naranjo y desde ahí saltó al techo de los Acevedo sin soltar su caña. Un salto más y estaba sobre la casa de los Rojas, se descolgó por la canal y listo. Estaba orgulloso de sí mismo, había conseguido alejarse una cuadra de la puerta trancada de su casa. Miró una vez más su reloj y como un poseso echó a correr calle abajo.  Tras dos cuadras se detuvo en seco en la intersección de dos calles. Volvió a mirar su reloj y se dio cuenta que no había escuchado las campanas que marcaban la hora, y mucho menos las que anunciaban la misa.  Ni un alma caminaba por esas callecitas largas que a esa hora debían estar animadas por el tímido alboroto de los paisanos. La panadería y la miscelánea de arriba estaban cerradas. La tienda de don Chucho seguro también, no alcanzaba a ver bien hasta la otra esquina pero, podía notar que no estaba la bicicleta del viejo afuera, y si no estaba la bicicleta, el viejo no estaba; y si el viejo no estaba, la tienda estaría cerrada. 
Su pez se atravesó en el pensamiento de nuevo y echó a correr una vez más. Tan rápido corría que tenía que hacerlo llevando la espalda muy atrás, cosa de no caer de cara contra el asfalto.
6:50. Llegó al puente, cruzó despacio mientras subía y bajaba los brazos de forma acompasada para tratar de recuperar el aire y la compostura, no quería que los negros pensaran que nada más bajar al río le costaba tanto trabajo. Llegó hasta su bajío, el de todos los sábados, el único donde mamá lo dejaba pescar, pero no encontró ahí ni un solo negro, ningún hombre sentado sosteniendo la caña, ninguno royendo una pajita mientras hablaba de las mujeres del pueblo. No había ninguno. Por un momento él pensó que se había equivocado, no de bajío, si no de mundo entero. Creyó que a lo mejor después de su intento, no tan deshonroso, de jugar un partido de fútbol con los del barrio al final de la tarde del viernes, del todo agotado dentro de ese cuerpo suyo tan redondo y torpe, había caído en un sueño tan profundo pero tan profundo, que se elevó y se elevó hasta que desde una altura inimaginable el pueblo debía verse diminuto, como un hormiguero con un riachuelo abajo; y después el Rey Sueño, siempre traicionero, quitó sus manos tibias y lo dejó caer. Eso pensaba él, que se había desplomado a través de esponjosas e infinitas nubes hasta que fue a dar a una cama idéntica a su cama, en medio de un cuarto decorado con peces de colores igualito al suyo, en una casa como la de él ubicada en el centro de un pueblito parecidísimo a su pueblo; un mundo igual pero donde la gente había desaparecido o cruelmente jugaban a las escondidas con él, sin contárselo. Eso pensó, que accidentalmente había caído en el mundo equivocado. Las manos empezaron a sudarle más, de pura angustia que tenía, hasta que se le ocurrió pensar que si este era un mundo igual al suyo pero tan al revés donde las puertas, antes siempre abiertas, estaban aseguradas por manos invisibles, y las tiendas en lugar de abrirse en la mañana permanecían cerradas, a lo mejor en este mundo, el esquivo pez legendario nadaría a su encuentro para volver a llamarlo por su nombre y dejarle ver su diente de oro.
En todas estas cosas estaba pensando, y cuando le daba por pensar con profundidad en un idea, se quedaba como una estatua hecha de piedra,  cuando de pronto, una voz dulce que canturreaba lo sacó de su ensimismamiento y en ese mismo instante él sintió, una vez más, que algo se lo comía por dentro.


II
Cuando la vi –pa’qué lo voy a negar- me pareció bien bonita, pero en menos de dos segundos sentí que el bicho que seguro guardaba en la panza, me mordía desde adentro. Fue como cuando entro a la iglesia y creo que detrás de cada vidrio de colores unos ojos gigantes me miran como acusándome de cosas que yo ni creo que se pueden hacer.
En todo eso estaba yo pensando, cuando sentí una pedrada en el codo y otra atrás, donde el brazo se vuelve espalda. Dejando la cabeza quieta, como para pasar por muerto, moví tantito los ojos y alcancé a ver que una niña de vestido de rayas estaba tirándome piedras y, qué mala suerte la mía, la condenada por fin tuvo buena puntería y me dio con una piedra grandota en la coronilla. Como un bulto de harina yo me desparramé en el suelo.
Cuando por fin me desperté, me di cuenta de dos cosas terribles, miedosísimas:  uno, habían pasado cuarenta y tres minutos desde la última vez que vi el reloj. Dos, por primera vez en la vida al mirar mi reloj, la hora no terminaba en cinco ni en cero. Yo alcancé a mirarlo de lejos pero fue difícil, aunque quería moverme, llevar mi muñeca izquierda hasta la cara para ver la hora, no pude. Tuve que esforzar los ojos para alcanzar a ver el reloj.  Luego miré para el otro lado y lo que vi, en lugar de los negros que debían estar sentados con sus cañas y sus chicotes, fueron todas mis cosas, las que llevaba en el morral, puestesitas con cuidado en el suelo, una al lado de la otra como si fuera día de inventario en una tienda. Las maras ordenadas de cuatro en cuatro como un batallón. Los pitillos de papel para armar castillos, uno detrás de otro haciendo una fila larguísima. Dos chicles, uno azul y otro rojo a medio masticar, puestos al lado, como dos novios. Y todos mis papelitos: los de los caramelos, las bolsitas vacías de azúcar, las servilletas con dibujitos, todos planchados como camisa de uniforme y extendidos en el suelo con una piedrita arriba,  a lo mejor para que no se los llevara el viento. Estaba viendo moverse la punta de un hoja de papel que tenía como veinte soles de colores dibujados, cuando de pronto sentí un golpe entre las costillas, otro, otro más.  Era la niña, que con mi caña de pescar me picaba por aquí y por allá mientras me miraba como si yo fuera un bicho. Así me miraba, como a esas babosas que Jesús, el de quinto, pone al sol y luego les echa sal, sólo que yo no me movía desesperado, yo parecía la estatua de un bicho, un bicho de museo clavado con alfileres a un pedazo de madera. Sentía como si con el sedal de mi caña la niña hubiera cosido una red que yo no alcanzaba a ver, pero que me tenía pegado al suelo, atrapado con la cabeza hundida en un charco espeso y caliente.
Ella se acercó más y me miró con un gesto que yo sólo le he visto a los grandes: esos ojos que medio se ríen burlones con una boca que no se ríe, más bien parece muy brava, a punto de soltar un sermón a gritos. La niña me miró así, se sentó ahí cerquita y, con una habilidad que todavía yo no tengo después de tantísimos sábados de bajar al río, tiró hacia atrás la caña y con un golpecito hacia delante metió el anzuelo allá lejos, en el fondo.  Estuvo un rato largo ahí sentada, luego clavó la caña en la arena y se fue. Después la vi volver arrastrando una carreta y otra vez, muerto de susto, volví a verle esos ojos burlones. Se sentó al pie de la caña y, esperó.   
8:17. Yo ya estaba acostumbrándome a ser un bicho, tanto así que pensé que en cualquier momento la niña me iba a clavar el anzuelo debajo de la cumbamba y me iba a tirar al agua, cuando de pronto su cuerpo, que hacía fuerza con la caña, me distrajo de mis ideas de bicho. Mi caña, mi preciosa caña estaba a punto de romperse en dos pedazos, pero la niña, como si tuviera la fuerza de diez gigantes, luchó, y al fin logró sacar su enorme presa. Era gigantesco, mucho más grande de lo que yo mismo me había imaginado. Era idéntico, era él, era mi pez legendario. La condenada mocosa lo había pescado en un santiamén y ahora lo acomodaba dejando su cola colgar de la carreta. Lo ponía así a propósito, quería que yo no pudiera verle la cabeza. La muy infeliz volvió a preparar el anzuelo y tiró la caña.  8:32. Sacó un segundo pez legendario y, aunque yo parecía como muerto, estaba revolcándome de rabia debajo de mi propia piel.  Ella puso una vez más al pez con la cola por fuera de la carreta. Ocho y cuarenta y cinco. El tercer pez legendario. Ocho y cincuenta y ocho. Apareció el cuarto.  Todos estaban ahora puestos con cuidado en la carreta, y yo, que le habría pegado un puñetazo al abuelo si eso hubiera hecho que pudiera verle la cara a un solo pez, seguía atrapado en la red invisible. 
Sentí que unos lagrimones gordos rodaban desde mis ojos y se metían en el pelo encima de mis orejas. Cerré los ojos duro para que se salieran de golpe todas las lágrimas y cuando los abrí, ahí encima mío estaba la niña; con unas manos babosas me agarró la cabeza y la levantó para que viera bien las colas grandísimas que colgaban de la carreta. Me tuvo así un rato, como para que no se me olvidara lo que veía, y después soltó mi cabeza que fue a estrellarse contra el charco espeso y caliente.  Todo se veía como si tuviera unas gafas de vidrios matecosas delante de los ojos, pero todavía la alcanzaba a ver. Parada al lado de la carreta, la niña volteó a mirarme y se rió con una risa miedosísima, las esquinas de su boca casi tocaban el nacimiento de las orejas, y cuando separó un poquito los labios, lo alcancé a ver: su colmillo derecho brillaba como un bombillo.


III
Cayó en un profundo sueño. 5:58. Cuando me desperté estaba en mi cama, no en la cama igualita a la mía, sino en la mía; en la pared de enfrente estaban todas los carteles de peces ordenados por tamaños y colores. Traté de contarlos, pero rápido se me sellaron otra vez los ojos. 6:42. Pensó que era sábado, ese mismo sábado, y de ser así todo se repetiría y, a lo mejor esta vez sería menos extraño, tal vez ahora sí conseguiría atrapar a su pez legendario. Al pez grande hay que salirle temprano al pez grande hay que salirle temprano, alpezgrandehayquesalirletemprano; traté de levantarme pero sentí que algo como una matera de barro se rompía en mi cabeza. Mis ojos escurrían chorros de agua, salía de los huecos de mi nariz, de mis orejas, toda mi cabeza debía estar llenita de agua y entonces el peso la jaló para abajo otra vez.
4:27. La tía le tomaba la fiebre una y otra vez con el dorso de la mano; mamá, tan nerviosa que estaba, permanecía tumbada en un sofá que acomodaron al lado derecho de su cama, cada tanto levantaba la cabeza y lo miraba fijo como esperando que de pronto se pusiera en pie y empezara a conversar.  El tío, al otro lado, lo miraba de cerca y daba media vuelta, como si mirara un enorme sembradío, permanecía con sus ojos pegados a la pared blanca un rato largo y después volvía a mirarlo a ver si algo había cambiado. Las niñas y el abuelo iban y venían con compresas para el enfermo y café para los alentados.  
7:58.  Parecían una manada de toros o algún animal grande. La respiración de todas esas cabezas como infladas se estrellaban contra mi cara, hablaban quedito y enredado, yo me esforzaba pero no entendía nada; parecían como muertos con sus caras blancas y los ojos tan salidos de sus huecos. Cuando alguno me tocaba la cabeza, yo sentía un hueco redondo en la coronilla que se hacía cada vez más hondo, por ahí seguro se me escapaba el agua que todavía me quedaba en la cabeza.  
5:59. A lo mejor pensó que había pasado sólo un minuto, pero alcanzó a mirarse el cuerpo y se dio cuenta que era otro pijama el que llevaba puesto.  Levantarme no fue tan difícil, cogí impulso y me alcancé a sentar de un solo tirón, pero antes de que alcanzara a sospechar que otra vez estaba en el mundo que no era el mío, el tío, mamá y el abuelo me empujaron de un golpe otra vez contra la cama. En un movimiento que era casi continuo iba con el índice derecho a la coronilla y luego la muñeca derecha a pocos centímetros de la cara.  Traté con fuerza de meter el dedo en el hueco, pero no había nada, solo faltaba pelo y se sentía como una raya larga y regordeta. Aunque el reloj no estaba en su muñeca, él parecía mirarlo y descubrir que otra vez se hacía tarde. Después de tanto tiempo volvió al fin a escucharse su voz, gritaba como un demente, les pedía entre lágrimas que lo dejaran ir en busca de su pez legendario; hablaba de un niña con vestido de rayas, de la niña-monstruo que quería robarlo, de la niña-pez, de la niña-diente de oro. Mamá, que tenía la cara toda encharcada, me agarró la cabeza y la puso cerquita a la suya y, como si fuera un secreto, me dijo: –Jhoncito hoy no es sábado, es martes. –¿Cuál martes, cuál martes?, gritaba con dificultad, las palabras se le ahogaban en el pecho de mamá mientras ella lo envolvía con sus brazos; se veía como el niño grande que ella siempre dijo que era.
            Martes, 6:01. Aunque él medía bastante más del metro y medio y por eso días contaba ya con más de treinta y cinco años, parecía un niño de brazos sobre el cuerpo de mamá que besaba su cabeza y pasaba las manos una y otra vez por las lagunas de sus ojos. –¿Cuál martes, cuál martes? Y entre los de la casa, que tenían la cabeza tan gacha, se alcanzó a escuchar entre un martes y el otro: –no les bastó con matar al alcalde al frente de nuestra casa.  De alguna manera los pillos esos lograron llevarse la poca razón que le quedaba a Jhoncito.  –Pobre Jhoncito.  –Jhoncito el bobito, bobito Jhoncito.


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