Cuando
lo conocí, él aún no era eso que es ahora, ese tipo extraño y mezquino, ese
loco que está convencido de haber descubierto una zanja en el tiempo, algo así
como un espacio donde no opera, un manantial de la eterna juventud en el sótano
de una bodega atiborrada de papas.
La ultima vez que lo vi, antes de
reencontrarlo accidentalmente y terminar involucrada en todo ese asunto, yo
miraba por el vidrio sucio de la ventana del viejo bus que me sacaba el pueblo.
En cada esquina él conseguía estar de pie esperando a que su mirada se
encontrara con la mía, no movía la mano en señal de despedida, no decía nada,
solo me miraba, veía con calma como me alejaba.
La siguiente vez, largos años después,
estábamos los dos sintiéndonos irremediablemente infelices, solos. Yo
estaba varios puestos delante de él, pero según dijo, algo en mi cuello le
habló, algo en la forma en que unas hebras de cabello caían sobre mis hombros
le indicó que yo no podía más que ser yo. Vino a mí en medio de la gritería
generalizada que lo exhortaba a conservar su lugar en la fila, pero él no hizo
caso. Al principio estaba emocionada de verlo otra vez, incluso después
de salir de allí me sentía feliz de saberlo vivo, de tenerlo al frente
mirándome con esos ojos mucho más insanos de lo que recordaba.
–¿Tienes encendedor?
–No. Antes no fumabas.
–Antes no muchas cosas. Ahora…
Y la mención discreta e ingenua al tiempo, accionó como un
resorte su necesidad de contarme toda la historia.
–Antes no fumabas
–No. Antes no muchas cosas.
Ahora…
Y se detuvo de repente, me miró como constatando que nada había
sido accidental, que también ella me había estado buscando.
–Tienes
que saberlo todo.
Y ahí empecé yo, contándole de las papas, de las cartas fechadas
del sótano, de lo que significaba mi hallazgo.
–¿Te acuerdas de la bodega esa de don José, por la salida que va
a la Cuchilla?
–¿Te alcanzas a imaginar cuántos “don josés”
puede haber en un pueblo como ese?
–No, uno solo, uno era don José Lancero, ¿te
acuerdas?
–Si, más o menos.
–Pues ahí es donde están. Ese es lugar. La bodega
esa tiene tres pisos, pero el visible, el que está a la altura del suelo es el
tercero, los dos restantes están debajo. La gente dijo muchas cosas
cuando vieron cómo construyo eso el Don, pero lo cierto, ahora estoy seguro, es
que el viejo lo sabía. Recuerdo que hubo quien dijo que el viejo lideraba una
orden secreta de hombres que se juntaban allí abajo, donde tenía un aparato
extraño con el que hacían aun más extraños rituales para comunicarse con no sé
qué seres. Pero la verdad es que en esa época el cultivo de papa era muy poco
lucrativo, nadie lo compraba al precio justo y, el viejo construyó la mejor
bodega que pudo imaginar para conservar su cosecha por largos tiempos, hasta
conseguir un precio razonable.
Primero pensé que se trataba de una broma, un
mal chiste, pero rápidamente me di cuenta que no, que eran las mismas cartas,
las mismas papas… lo que probaba que este era un bache en el tiempo, el
herbicida era especial, las papas eran especiales o, la bodega era especial.
Fuera lo que fuera, ese lugar era el puente.
Debí haberme ido, sin duda debí soltar
cualquier excusa y desaparecer tan rápido como me fuera posible, pero el vacío
de los días hace mella en la curiosidad de cualquiera. Me quedé y,
mordisqueando mis uñas, lo escuché sin decir mucho, temiendo un poco mientras
notaba sus dedos enredarse con fuerza y sus pies moverse inquietos como si
corrieran, pero sin alejarse de mi.
–Cuando era niño trabajé
ahí en la época de vacaciones año tras año, era algo así como un
castigo. Te lo conté y te llevé allá hace tiempo… ¿te acuerdas? Tuve que
cosechar y apilar papas con el Don. Vi el campo cubierto de flores
violetas y luego conocí la bodega. Era, y es aún, un lugar extraño, frío,
húmedo, construido en niveles escalones de granito. Ahí guardábamos buena
parte de lo que se cosechaba, las papás apiladas en morros de unos dos metros
reposaban por varios meses antes de salir al mercado. Hasta ahí no había
ninguna sospecha de anormalidad. El asunto importante lo descubrí cuando
regresé, más de 20 años después a ese mismo terreno, a esas que ahora eran
otras flores, a la bodega y a aquellas papas apiladas. Otra vez me sentía
castigado al regresar ahí, ahora no era la escuela o la vieja quien me
castigaba, era la vida, pensaba yo sin saber lo que me encontraría.
–Y qué encontraste?
–¡Las papas! eso fue lo que encontré. Las mismas papas de hace
más de dos décadas exactamente como las había dejado, como si hubieran sido
arrancadas de la tierra ayer mismo.
Aquí ya no pude contener la risa. Así
que era esa su prueba reina del manantial de la eterna juventud, unas papas que
él ingenuamente creía que eran las mismas que sus manos infantiles habían
amontonado hacía años.
–Es cierto, lo juro.
Si no me cree ella, a lo mejor es verdad que estoy condenado,
que soy un maldito loco, como gritaron los otros. Si ella no quiere ir y
ser conmigo, estoy condenado.
–La prueba son las notas, las cartas en cada
montaña. Las encontré todas.
–¿Qué notas?
–Las cartas fechadas. No entiendes, cada montaña tiene su
fecha, por eso lo se. Sé que no han envejecido.
–¿Las papas no han envejecido?
–La primera que encontré era de 1985, la fecha estaba
garabateada en tinta roja. En algún lugar decía algo así como: si hoy
supiera lo que tu sí sabes, tendría un corazón de toro. Después di con la
de 1991, era triste, decía: ella dijo lo mismo que la vieja. Si es cierto
y yo no soy tan estúpido, terminaré por no esforzarme más, para qué, si es igual.
Luego la del 87, la del 88, la del 92, 90, 89, 93. Escarbaba como loco
entre las papás húmedas hasta dar con el trozo de papel.
–Pero, cualquiera pudo ponerlas ahí…
–No, no fue cualquiera. Fui yo. Eran para mí, y fue
mi puño quien las escribió, mis manos llenas de tierra quien las escondió allí.
–Y las papas, no pueden ser las mismas.
–Claro que son las mismas, yo sé, yo las
conozco.
–¿A todas?
–A todas.
Le dije que desde la primera vez que regresé,
empecé a escribir esas cartas de nuevo. Que la había mencionado en
algunas, que sabía que la llevaría allí otra vez. Ella me miraba de esa
forma que yo no quería creer que estuviera impregnada de miedo.
Un demente, eso es lo que es, un maldito loco
que a lo mejor vio muchas películas de ciencia ficción. De hecho ahora
cuando lo pienso, lo recuerdo flaco y alargado, con el cuello como un gancho y
una enorme manzana de Adán, llevaba siempre bajo el brazo un libro, algo sobre
androides, sobre los sueños de los androides y las ovejas. No se qué sueñan los
androides –no se bien qué son los androides– pero él ha de soñar con papas, con
papas inamovibles en el tiempo.
–Ya lo investigué todo. Es ese lugar. Todo
este tiempo te he buscado sin saber bien que lo hacía. Pero, todo está
listo, ha estado listo siempre.
Corrí. Corrió. Sin siquiera
mirarlo, salí del café y corrí tan rápido como pude, crucé la calle y extendí
el brazo para parar un taxi, o lo que fuera. Me miró largo, su mirada era algo
fría, pero yo se bien lo que significaba, la había visto antes. Solo me
echó un vistazo y luego su cabeza pareció perderse por debajo de la ventana.
Con la miraba dirigida al piso del taxi dejé que avanzara sin siquiera decirle
al conductor a dónde iba, y lo imaginé de pronto, su cuerpo hecho nudos como un
tubérculo más con millares de cartas con mi nombre cubriéndolo, esperando que
el tiempo lo mantuviera así, ¿así para qué?
1984. He tenido un sueño, un sueño que me aterra
solo al recordarlo, yo era una roca, una roca blanda, no me movía, no hablaba,
yo era una roca.
1995. Debería haber alguna forma de que me
contaras tus secretos, deben ser fantásticos. Aquí nadie me cuenta sus
secretos.
2014. Se fue otra vez, una vez más la vi
alejarse, pero ya sabe dónde
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