Lo que estoy por contar no es la confirmación
de un rumor, de una leyenda dirían muchos. No. No seré yo quien certifique que él no era lo que se dice, normal. Esas
historias han dado la vuelta al pueblo, se han deslizado por los callejones del
mercado, se han escabullido entre las cortinas púrpura de los confesionarios de
la iglesia y entre las botellas y ceniceros hediondos de la cantina. Lo que él
es, o lo que dicen que es, se ha filtrado entre bocas y oídos de todos en el
pueblo desde hace ya tiempo. Desde ese día que en la puerta de la iglesia, la
viejita de la limpieza encontró eso que debía ser un niño envuelto en bolsas de
papel. Así que no seré yo quien inicie el rumor, ni siquiera quien lo
prolongue. Solo trataré de explicar cómo inevitablemente tuve que pasar esa
larga noche con él. A pesar de las escamas, del olor a agua estancada, a pesar
de todo, no hubo más remedio que dormir a su lado hasta bien entrado el
amanecer.
Para no faltar a la verdad, habría que
decir que yo no dormí en ningún momento de esa, bien o mal, memorable
noche. Desde el principio
sentía ese olor agazapado en la garganta; era como si esa hediondez a charco, a
cadáver de animal a orillas del río, no viniera de él sino que hirviera en mi
estomago y tratara de salirse por mi boca pero se quedara varado en mi
garganta. Juro que no
vomite por pura fuerza de carácter que tengo. Apretaba con todo ímpetu los
pulgares entre los demás dedos y cerraba los ojos. No quería mirarlo y, además,
así me costaba menos pensar en otra cosa, en algo tierno y fresco, en algo
dulce. Entre más fuerte
aprisionara los pulgares, se hacía más vívida la imagen de mi abuela y su torta
de ahuyama fuera del horno mágico enfriándose sobre la nevera. Si los apretaba más, hasta que me
doliera, alcanzaba a sentir el olor, la textura de un pedazo de torta
deshaciéndose en mis manos, llegando incluso a rozar mis labios. Si no fuera porque eventualmente, por
puro dolor, tenía que relajar los dedos y volver a mi tortuosa situación, mi
dulce recuerdo de ahuyama estaría intacto. Si no fuera por ese olor de él, por su
sola presencia en mi pasado, aún sentiría mi boca inundada de saliva con solo
pensar en el color naranja, en el tenedor en las manos arrugadas de mi abuela
aplastando la ahuyama pastosa, en los pedacitos de bocadillo de guayaba fundido
dentro de la torta, la dulce torta. Pero no, ahora la ahuyama es él, es charco
sucio, es mala noche.
Para mí ese día había empezado como
todos los días, me había levantado con el primer rayo del sol y había dejado la
ducha para el medio día, porque al amanecer el pueblo está envuelto en una
neblina espesa que hiela hasta el ultimo hueso. Me lavé la cara y me vestí apurada
para ganarle por velocidad al frío. Para agarrar fuerzas me bastaba por esos
días con un café negro y un pan redondo, de esos que estaba cubiertos con una
mantequilla nevada de azúcar. Me
envolví en cuanta ropa de lana tenía y salí.
Abrir la tienda no tomaba mucho
tiempo, era fácil: dos candados, una tranca de madera y ya está, pero el frío
ya entonces empezaba a hacer lentísimos todos mis movimientos. Cuando estuvo abierto, me ubiqué
detrás de la vitrina y me dispuse a ver el tiempo pasar. Agarré mi “tejido de Penélope",
como le decía la hija de mi comadre cada vez que al final del día venía por el
mandado y con una hojeada rápida se daba cuenta de que a pesar de tejer y tejer
durante el día, no había avanzado una puntada. Eso decía, que yo tejía y
destejía todo el día pero, la verdad era otra. Yo no terminaba ese suéter,
nunca lo terminé, porque no tenía la menor idea de cómo hacerlo. Casi la
totalidad del día transcurría con el tejido en mi regazo, las agujas empuñadas
y mi mirada fija en la lana. Largo rato pasaba así hasta que me animaba a
enredar la lana en una aguja y trataba de anudarla de alguna manera para que se
quedara en el suéter pero, lo único que lograba era que los esporádicos
clientes, al entrar a la tienda, me sorprendieran balanceando la aguja en el
aire o sosteniendo frente a la cara el tejido como si admirara mi obra. Encontré ese suéter embrionario en el
asiento de un bus en la ciudad cuando fui a un entierro y, desde ese día,
durante varios meses, estuve tratando de probarme a mí misma que si las
ancianas casi ciegas, casi seniles, casi muertas tejen toneladas de bufanditas,
suetercitos y gorritos, yo seguramente podría, por lo menos, terminar ese
suéter de espantoso color verde.
Así solían transcurrir esos días, yo
sentada tras mi vitrina de marcos de madera sosteniendo en el regazo mi
proyecto de turno y, atendiendo con desgano a los contados clientes que iban
por arroz, pan, panela, una cajita de chinches, una bolsa de pasta en moñitos;
puras tonterías rutinarias endulzadas con chismes románticos, mención a los
difuntos recientes y preguntas que realmente no esperan respuesta: buen día,
¿cómo está?, lindo clima, ¿no?
El chisme del día, como abrebocas del
destino, me lo traía a rastras entre las palabras cuchicheadas de Doña
Paulina. Según la vieja
decía, Él ya no estaba. Había escapado. El cura había ido a darle los santos
óleos como todos los viernes desde hacía 20 años -por prevención decía-, y se
había sorprendido al no encontrarlo en su casucha que quedaba allá afuera del
pueblo, sobre esa tierra roja en la que no crecía nada, mala hierba y malos
bichos, nada más. A mí la
cosa no me interesaba mucho, ningún chisme de estas viejas llegaba a
interesarme realmente, pero si uno quiere seguir siendo quien les cobre por el
arroz, hay que fingir cierta afectación por sus parloteos. Yo asentía con la cabeza, me lucía con
mi mejor gesto de espanto y sostenía sobre mi boca abierta de preocupación, mi
mano de actriz de segunda. Mientras la vieja Paulina seguía hablando como si la
hubieran mantenido muda toda la vida, entraron “Los Pichones”, los tres mocosos
hijos de ese que le dicen “El Pájaro”. Venían, por supuesto, hablando de Él.
Decían que era un monstruo, que una vez lo habían visto abajo, en el río, que
medía más de cuatro metros y tenía sobre los hombros en lugar de la cabeza
humana, una de bagre con todo y bigotes. Según Los Pichones, ellos le tiraron
piedras, dijeron que las que dieron contra la cabeza se absorbían por la piel
como si se tratara de la arena movediza de las películas. Según ellos, Él
volteo enfurecido y abrió su boca de par en par dejando salir millones de
bichos que los persiguieron por todo el pueblo hasta pasada la media
noche.
Esa mañana la cosa siguió más o menos
igual: uno entraba y contaba de las aletas, otros dos venían conversando sobre
el charco podrido que se escurría de su boca, otro más decía que dormía de pie
con una pecera en la cabeza. Todos tenían alguna bobería que decir de alguien
que nadie más que el cura había visto de cerca; porque, valga decir que la
viejita de la limpieza que lo encontró, murió hace años, algunos meses después
de aparecer Él y, hasta donde sé, siempre se negó, sin posibilidad de
negociación, a decir palabra sobre el susodicho. El desfile de chismosos siguió
ininterrumpido hasta el medio día, hora en que yo, realmente desentendida del
asunto, cerré la tienda y fui a prepararme el almuerzo, quería además leer mi
novela de aventuras y darme la ducha aplazada.
En el fondo de la olla, muy grande
para albergar alimentos para una solterona con poco apetito, había un puñado de
alverjas. Yo solía pararme frente al fogón sintiendo cómo el calor enrojecía mi
cara y me divertía mirando las alverjas saltar por el hervor. Estuve por un
buen rato en mi placentera tarea frente a la olla, con mi novela de turno bajo
el brazo. Por esos días, solía pasar más tiempo paseando mis libros por la casa
que en realidad leyéndolos. No es que no me gustara leerlos o que secretamente
solo pretendiera ser tomada por una intelectual, es que cuando llegaba a esa
parte, a veces tempranísima, en que es inevitable presentir el destino de los
personajes, prefería aplazar el placer de corroborar mis intuiciones. Podían
pasar semanas enteras en las que yo disfrutaba amargamente el retrasar mi
lectura. Caminaba, incluso dormía con el libro bajo el brazo para no olvidar
que esperaba, para seguir teniendo presentes a los personajes y poder
regodearme imaginando qué sería de sus vidas, qué me deparaba el interior del
libro.
Me comí mi sencillo almuerzo mientras
rozaba tiernamente con los dedos el lomo de mi libro y, cuando bien acabé, me
preparé para la ducha que, sin yo saberlo, era en realidad el preámbulo de mi
encuentro con Él.
En esos días mi casa, como la mayoría
de las casas del pueblo, no tenía lo que se llama hoy un cuarto de baño, una
ducha. Afuera de las casas,
en el gran patio, había un cubículo con lo necesario. En la mía estaba ese cubículo pero,
además, tenía una pequeña bañera algo improvisada que había mandado
secretamente a confeccionar a un viejo albañil con cemento y azulejos. Me
encantaba mi bañera azul brillando a pleno sol. Ahí, en medio de la maleza, esa
suerte de piscina cuadrada y rústica era la representación de mi capacidad para
complacerme. Mi bañera era grande; yo, con un poco de decoro, diría que habrían
cabido cuatro personas bien acomodadas. Era ancha e inusualmente profunda.
Estaba ubicada entre el cubículo y una pequeña bodega, la rodeaba una cerca con
enredaderas enmarañadas que alcanzaban a ocultarla a la mirada de un observador
ubicado en la puerta de la casa. Nunca
tuve vecinos por la parte trasera, de modo que meterme ahí desnuda no preocupaba
a mi pudoroso espíritu. No podía ser vista desde ningún flanco.
Llevaba conmigo el libro de turno,
porque ya habían pasado seis días de placentera espera para retomarlo y, era ya
hora de darme ese gran gusto. Me
quité la bata y metí los dedos de mi pie izquierdo en la bañera. El agua había
estado ahí desde la noche anterior y durante toda la mañana había estado
calentándose con el sol que le caía directamente. Ya completamente dentro del
agua levemente tibia cerré los ojos como anticipando el placer que en la bañera
y el libro me esperaba. Sentía mis nalgas blancas contra el azulejo húmedo, los
dedos de mis pies dibujaban círculos sobre las paredes. Pensaba en el Arthur
Gordon Pym de mi libro encerrado bajo cubierta a la espera de una gran aventura
y, sin darme mucha cuenta, empecé a enredar con mis dedos los dorados vellos de
mi antebrazo, costumbre que sin excepción alguna terminaba siempre sumiéndome
en un profundo sopor. Ahí estaba yo, adormecida bajo el sol y con los dedos de
pies y manos arrugados por exceso de hidratación, cuando algo ligeramente
baboso rozó mi rodilla derecha. Me
quedé de una sola pieza. Aunque estaba petrificada, confiaba en que me había
adormecido y la sensación en mi rodilla era parte de uno de esos sueños súbitos
que esperan para asaltarlo a uno a los pocos segundos de cerrar con fuerza los
ojos. Apreté los dientes y pasé saliva con dificultad, se demoraba en
bajar. Sentía mi lengua aferrada al paladar, la punta aplastada contra los
dientes del frente. Fueron dos minutos años. Abrí los ojos y miré hacia abajo, en
la dirección en la que se extendía mi cuerpo. No sentía mis pies, ni siquiera
alcanzaba a verlos desde la posición en la que estaba, pensé que ya no los
tenía cuando vi moverse, casi imperceptiblemente, la superficie del agua.
Entonces supe que podía no estar sola. Temiendo
no se claramente qué, cerré fuertemente los ojos y me quedé inmóvil como hacen
algunos pequeños animales para pasar por muertos frente a sus atacantes,
contando claro con que no se trate de feroces carroñeros. Respiré una enorme bocanada de aire y
me abandoné en el agua. Traté con fuerza de pensar en Gordon Pym pero cualquier
imagen clara de su bergantín se me escapaba. De pronto, sentí la cosa babosa,
una vez más, cerca de mi rodilla derecha, dos segundos después, contra mi muslo
izquierdo y, luego algo áspero rozó mi cintura y yo temí que un leve suspiro de
terror hiciera mover mi ombligo. Algo como dos pequeñas garras aceradas y a la
vez babosas, una sobre la cara posterior de mis muslos y otra sobre el arco de
mi espalda, me levantaron sutilmente. Sentí mis nalgas separándose pesadamente
del suelo de la tina. Estaba flotando en la superficie del agua tibia.
Cualquiera supondría que en un momento como el que describo, una persona como
yo, una solterona de pueblo, pensaría en mil posibilidades alocadas para tratar
de encontrarle explicación a la situación. Pero no. Yo entonces tenía la cabeza
completamente obnubilada con un único pensamiento que me ocupaba: no respirar,
extender por un tiempo eterno mi vida con la ultima bocana que había aspirado.
Mi abdomen estaba rígido, los hombros entumecidos y las manos a punto de
crisparse. Sentí de pronto
la cima de mis senos asomarse fuera del agua, una corriente de aire rozó mi
cuerpo y producto de un acto reflejo, aspire. Mi pecho se abombó desmedidamente
con la entrada de aire, y, casi al mismo tiempo, las garras me soltaron. Con un
suave golpe mi cuerpo volvió a su lugar contra el suelo de la tina. Abrí los
ojos y aun cuando la luz del sol era casi dolorosa, no podía volver a
cerrarlos. Ahora respiraba agitadamente sintiendo al rededor mío otro cuerpo
que se movía con la dificultad que le ofrecía el estrecho espacio. Debí
levantarme y salir desnuda corriendo a pedir ayuda sin importarme nada lo que
pasaría con Él, aunque para este momento aún no se trataba de su destino, sino
de mi imposibilidad para reaccionar a lo que pasaba.
Tras algunos segundos, el otro cuerpo
dejó de moverse; como sabría después, al igual que yo, Él estaba aterrado.
También Él había tratado de no ser notado pero mi respiración había terminado
por perturbar la aparente calma de nuestro encuentro.
No creo poder calcular cuánto tiempo
pasó en esa inmovilidad, en esa tensión que nos impedía desenfundar las piernas
del agua, pedir auxilio con un grito desesperado, o por lo menos buscar con la
mirada la causa del miedo.
Ahí estaba yo, con la cabeza fuera del
agua y la mirada clavada en el cielo, y en el lado opuesto, solo asomado desde
la nariz, Él como mirando a través de mí. Casi estoy segura de haber visto
planear como un enorme ave de mal agüero, la desgracia sobre nosotros. Sobre mí,
para ser más exacta. Como si la desgracia planeara pesadamente sobre mi cabeza,
solo sobre mi cabeza, única cabeza en el mundo. Así es el miedo, más aun que el
amor o la tristeza, el miedo individualiza, te deja absolutamente solo en el
mundo, como si nadie más, ni antes ni después, pudiera sentir el terror en los
huesos que solo tu, esa única vez, sentiste.
El patio estaba entonces sumido en una
pausa cargada de zozobra. No corría ni una suave brisa. Todo estaba detenido.
Me gustaría decir que lo que me trajo
de vuelta fue un repentino arranque de valentía, de curiosidad por lo menos,
pero lo que me sacó de mi terror inmóvil fue esa extraña sensación de
cosquilleo como si te rozaran con unas manos ásperas desde adentro: tenía los
pies adormecidos y, casi involuntariamente, los sacudí de forma violenta
haciendo mover el agua. Seguramente lo golpeé, o solo lo asusté con mi
brusquedad, porque él también se agito en el agua. En lugar de saltar, de tratar de
alejarse de mí, se sumergió y se movió reptando sobre el suelo de la tina. Yo
traté de seguirlo con la mirada pero solo veía el agua moverse y, arrastrada
por no se qué impulso, también yo me sumergí. Cerca al suelo de la tina, entre el
azul que me rodeaba por todos lados y los haces de luz que se filtraban, la
visibilidad era por lo menos difícil, confusa. Yo me movía torpemente y veía
piernas y brazos, no sabía si me pertenecían o si eran el cuerpo del intruso.
De pronto, mi torso giró rápido, el agua se sacudió con violencia y yo, a menos
de diez centímetros, me encontré de frente con unos ojos especialmente redondos
y de un amarillo que solo podría llamar enfermo. Sentí que el aire se escapaba
rápidamente de mis pulmones. Él parpadeó. Yo me desvanecí.
Dicen que cuando uno se desmaya no
sueña, que es como un corto circuito sin contenido, pero yo soñé. Soñé mi cuerpo
yerto y desnudo sobre el césped de una cancha de fútbol, no había nadie más
pero, escuchaba gente gritar y corear arengas. No tenía miedo ni vergüenza. Solo me invadía una
sensación de vacío, de callada angustia, de desmedida desazón que aún hoy no olvido.
Cuando desperté, lo único que sostenía
mi cabeza fuera del agua era mi mentón puesto sobre el borde de la tina
haciendo que mi coronilla casi tocara mi espalda. Las rodillas contra el suelo estaban
rodeadas por una cuna de pequeñas pero pesadas piedras, al parecer estaban ahí
para que mi cuerpo no se deslizara al fondo de la tina conduciéndome, hoy estoy
segura, a una horrorosa muerte.
Parecía que había pasado mucho tiempo,
estaba cayendo lentamente la noche, lo que quiere decir que llevaba por lo
menos cinco horas en el agua, cada músculo me dolía como si lo hubieran
apaleado minuciosamente durante un día entero. Pero más intensa que el dolor, era la
pesada mirada que sentía sobre mi cuerpo, clavada insistentemente en algún lugar
entre mis omoplatos.
Ya completamente despierta, apreté
fuertemente los ojos y traté de pensar en la yema de mis dedos, me concentré
con fuerza en visualizar cada uno de los veinte dedos arrugados para así tratar
de evadir el irracional impulso que trataba de obligarme a girar la cara para
encontrar la mirada invasora. Era
mi meñique, el de la mano derecha. Vi en mi cabeza las tres falanges y la yema
completamente arrugada hasta rozar la pequeña uña con pintura nacarada, pero
entonces irrumpió una vez más la mirada o el recuerdo de haber sentido esa
mirada y casi como un acto reflejo moví un poco la cabeza, lo que me permitía
el entumecimiento y, con el rabillo del ojo, lo vi. Fuera del agua solo se veían su frente
y sus ojos que estaban cubiertos por unos párpados con muchas pequeñas venas
dibujadas. Parecía dormido. Haciendo un esfuerzo bíblico logré levantarme
lentamente, parecía que mis rodillas no soportarían el peso pero no me detuve
hasta tener todo el cuerpo fuera del agua.
Ahora sé que no estaba dormido, que me
vigilaba en silencio, me veía caminar desnuda e insegura alejándome de la tina,
yendo hacia la bodega, abriendo la puerta, agarrando con temor la pala y
después desandando mis pasos. Supongo
que no pensaba claramente, sentía que tenía que luchar por mi vida o, por mi
honor. El golpe sonó seco,
sonó a desolación, sonó a tormenta legendaria, a latidos de corazón asesino.
Lo que pasó de aquí en adelante es el
itinerario de la culpa. Inmediatamente
después de que pasara caí en una repentina confusión, era como si no hubiera
sido yo, aun cuando seguía sosteniendo la pala con fuerza entre mis dos manos.
Sentía como si acabara de ver a otra persona, a un salvaje, castigar esa
cabeza. Me quedé otra vez petrificada y sin entender por qué, caí de rodillas
llorando como un niño. Lloré
mucho, lloré mares. Solo me detuvo la idea de una tina azul llena de agua
teñida de sangre y, entonces me levanté y sin pensármelo mucho me metí una vez
más y, como si se tratará de la profundidad de una piscina olímpica, busqué y
busqué hasta que lo vi. Los párpados
cubrían sus ojos color amarillo enfermo, solo que ahora sobre la sien derecha
se escurría un delgado hilo de sangre. Me vi colgada, sentada en la silla
eléctrica sintiendo la esponja húmeda sobre la cabeza, con ciento dos años
acurrucada en la esquina de una celda húmeda en una isla siniestra, decapitada,
muerta, asesinada en nombre de la justicia.
Ya era noche cerrada cuando terminé de
sacarlo de la tina. Dejé su cuerpo extendido sobre la hierba del patio y me
senté respirando con dificultad en el suelo, a unos cinco metros de él. No había casi nada de luz, solo un haz
oblicuo entraba franqueando la pared del patio, era la farola del alumbrado
público. El delgado chorro de luz caía justo en medio de los dos iluminando
levemente su cuerpo. Acurrucada en el suelo, desnuda y tiritando de frío,
miraba fijamente el bulto que era su cuerpo, un bulto amorfo sobre un charco
oscuro. Lo miraba y aún
sentía la textura de su cuerpo, también desnudo, sobre mis manos. Era una repulsión culposa, un profundo
temor de constatar que ese cuerpo no respiraba más, sumado a la extrañeza, a la
animadversión que naturalmente Él despertaba.
Lo miré durante minutos eternos
tratando inútilmente de pensar qué debía hacer ahora, cuál debía ser mi paso a
seguir, qué habría hecho Gordon Pym si estuviera en mis zapatos pero, un
movimiento conjunto y violento de su cuerpo, como si todos sus músculos se
contrajeran en simultánea, me distrajo de mis pensamientos. Sin moverme de mi
lugar miré aterrorizaba como contorsionaba su cuerpo, era obvio que estaba vivo
pero parecía sufrir inmensamente. Se sacudía cómo si tratara de saltar de
costado, de elevarse y alejarse del suelo. De pronto lo supe, literalmente era un
pez fuera del agua. Sin ninguna duda era Él.
Me levanté y tomé mucho aire por la
boca, quería llenarme de fuerza, fuerza en mis brazos para volver a arrastrarlo
y fuerza para conseguir hacerlo sin sentir arcadas. Traté de acercármele, pero sus
movimientos hacían imposible que llegara a tocarlo. Sin pensármelo mucho tomé
otra vez la pala, logré ponerla en su abdomen y hacer presión con cuidado
consiguiendo que bajara la intensidad de sus movimientos y, finalmente lo
agarré por las piernas. Aparatosamente hacía presión con la pala y lo
arrastraba hacia la tina, hasta que, de una forma que es para mi casi un
misterio, conseguí tirarlo dentro. El cuerpo se hundió pesadamente, y después
de unos diez segundos, yo, presa del miedo, me zambullí para sacarlo a flote.
Sus manos se aferraron con fuerza a mi brazo y subimos juntos a la
superficie. Una vez más
estaban sus ojos y frente fuera del agua, pero ahora, más de cerca, su piel se
veía verde pálida y las venas de sus párpados parecían inflamadas, enormes.
Traté de zafarme de sus garras y salir
de la tina, pero estaba fuertemente aferrado a mi brazo, me aprisionaba hasta
casi hacerme daño. Al
principio pensé que estaba perdida, que me había engañado, que lo que quería
era rozar a toda costa mi cuerpo desnudo pero, cuando entreabrió sus ojos y
pude ver la esfera terriblemente amarilla y algo nublada mirándome, supe que
era Él quién tenía más miedo, temía soltar mi brazo y ver lo que vendría
después. Así que no tuve más remedio que aquietarme, dejar de resistirme y solo
esperar. Fue entonces
cuando mi recuerdo de ahuyama entre las manos de mi abuela finalmente dejó de
ser entrañable. Fueron larguísimas horas, horas de silencio, de quietud, de ese
olor, de esa presencia suya que me obligaba a aferrarme a mi recuerdo de
ahuyama para impedir que saliera huyendo. Era algo superior a la culpa, era
algo semejante a la compasión, como una soledad que ve su reflejo y aunque la
imagen es aterradora, se niega a dejar de mirarlo.
De alguna manera hoy sé, y lo intuía entonces, que no fue el golpe, ni siquiera
el tiempo que pasó fuera del agua desde que salió del estanque en su casa lo
que terminó por matarlo. Era inevitable. Al principio me obsesionó
la idea de descubrir por qué se había alejado de su segura casa. Lo consideré
todo, pero finalmente he llegado a pensar que un ser de su calaña debe intuir
claramente el final y a lo mejor solo quiso salir a conocer el mundo antes de
abandonarlo, pero sus fuerzas solo lo dejaron llegar a mi patio, a mi cuerpo
desnudo, a mi tina. Antes del amanecer su cuerpo se apagó lentamente,
sentí sus manos liberando mi brazo, luego se hizo pesado y se hundió.
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