Sábado, 30 de Septiembre de 2017.
Mataron a Michael. Siete balazos y su cuerpo quedó tendido en medio del camino veredal hasta que otros campesinos anduvieron sus pasos por allí. Para entonces, la moto blanca y sus ocupantes ya no estaban.
Mataron a Michael,
quien también era Gratiniano, según los registros oficiales. Para mí era Michael, Michael Stiven Guevara, nombre
de guerra, que en su firma, terminaba con una estrella de cinco puntas.
Mataron a Michael,
y cuando digo Michael es como si dijera Norbey, Kelly, Alberto, Yuli, Juan Fernando, Jesús Adán,
Damiro, Anselmo, Oliver, Jose Huber, Anibal, Yonnier, Luis Alberto, Edwin,
Washington, Diomar, Calet, Ever, Rulber, Yovani, Rigobel, Geovani. Excombatientes y familiares de excombatientes,
muertos en San Vicente del Caguán, en Puerto Rico, San Antonio, en Puerto Asís,
en Barbacoas, Tumaco, Argelia, Caldono, Toribio, Jamundí, a lado y lado del río
San Juan, en El Tarra, Tarazá, en Ituango.
Digo Michael y es tratando de
enunciar el nombre de los más de 106 líderes sociales asesinados solo desde el
2016.
Pienso en Michael, y de
repente me encuentro también recordando con temor gente que he conocido y
amado, gente con la que compartí un fragmento de mi vida en rincones de Colombia:
pienso en la niña que jugaba con un mapa en un resguardo Nasa; pienso en las mujeres
zenú cultivando berenjena con orgullo en medio de lo que había sido
recientemente un campo de guerra; pienso en las wayuu retornando a su bahía, y
sintiendo el miedo recorrer el desierto mientras en la noche las motos
deambulaban en torno a los ranchos. Pienso
en los líderes de los territorios negros de Tumaco, andando los caminos y
navegando los ríos con la certeza de que eventualmente su vida acabará en un
estallido de violencia. Pienso en los habitantes de las tiendas de campaña para
refugiados en África, en el té tomado en las dunas, y las conversaciones sobre
el amor y la guerra, sobre los compatriotas al otro lado del campo minado desde
hace mas de 40 años. Pienso en los
inmigrantes negros que quise en España; en los estudiantes de la escuela para
docente rurales mexicanos que sobrevivieron a la desaparición de los 43, esos
que aún hoy no regresan. Pienso en los
campesinos que aguantaron un alud que se llevó todo; pienso en los armados que
vigilan sus pueblos empotrados en las montañas de Guerrero, en México. Pienso en un niño de mirada lacónica en el
lago Titicaca. Pienso en un mujer de largas trenzas que, inmóvil, miraba las montañas de los siete colores mientras
yo la miraba a ella. Pienso en el
alcalde de mi pueblo asesinado, pienso en la sangre, que creo recordar,
corriendo junto a la acera de la calle real.
Pienso en mi abuelo liberal de pie en el cerro donde los muertos de
todos los colores se han despeñado por décadas, imagino los gritos que el
desfiladero ha escuchado tras las detonaciones.
Pienso en el turbulento lugar donde fui a nacer; pienso en una noche sin
luz eléctrica, y un tiroteo mientras una mujer –mi madre– corre con sus tres
hijitas para resguardarse. Pienso en la
muerte apacible de mi abuela que, frente a mis ojos, murió dos veces en su cama
de hospital, como negándose a partir.
Pienso en vivos y en
muertos, pienso en las guerras que no entiendo. Pienso en Michael y aparece Marcel
en mi memoria: Marcel, el secreto con nombre propio que compartí con mi hermana,
por puro miedo, por pudor.
Pienso en los muertos
de los libros, en los de los cronistas desde hace cientos de años; en aquellos que naufragan en los noticieros envueltos en bolsas
blancas o negras, en los enterrados rápidamente en la manigua, en los
falsamente acusados. Pienso en los que
están por morir. En que la guerra no cesa, solo muda de vestido, aunque a
veces, ni eso cambia.
Y otra vez Michael, y
otra vez Marcel. Pido excusas a mi
hermana por romper mi promesa, pero Michael me obliga a hablar de Marcel,
nuestro muerto secreto, aunque, debo admitir avergonzada que ya alguna vez
especial hablé superficialmente de él.
Marcel era joven,
como Michael, un poco más, supongo.
De eso hace ya al menos
17 años. Coincidimos él y yo en una
escuela de artes marciales Shaolín donde yo luchaba por ser consiente de mi
respiración, por entender mi cuerpo y hacerlo moverse con gracia; no lo
conseguí, pero me enorgullecía de ser fuerte y de mis buenos golpes. El maestro me obligaba a mirar mi cuerpo
reflejado en un espejo mientras respiraba a conciencia, entre tanto yo solo
podía pensar en asestar otro golpe a la bolsa de arena.
En un fogueo
rutinario fui contrincante de Marcel.
Era bello, de piel marrón y orejas muy grandes, –como un volkswagen con
las puertas abiertas –diría mi papá. Parecía
provenir de la india, de algún país árabe, parecía venir de muy lejos.
Primero la posición
de Ma bu, con la espalda erguida y las piernas formando un ángulo recto con el
suelo, como cabalgando un caballo invisible.
Un puño derecho
salido desde la espalda, patada izquierda, movimiento rápido para esquivar,
patada derecha y, de repente, su mano tomó mi tobillo deteniendo el impacto y me hizo girar
lentamente. Mi cuerpo rotó, pero mi pie en tierra no lo hizo. Se rompió el tobillo tan en cámara lenta, que
nadie más que Marcel creyó en mi dolor.
Con la culpa que decía
sentir mientras yo portaba mi yeso, Marcel pasó algún tiempo rondando el
pequeño apartamento donde, con dificultad, aprendíamos a vivir y convivir mis
hermanas y yo. De Marcel lo que más
recuerdo era lo enigmático que resultabas, y la gracia casi infantil que encontraba en sus acciones. Un buen día, Marcel no regresó
de visita y cuando me deshice del yeso y regrese a la escuela Shaolín, él había abandonado. De Marcel no sabíamos casi nada y, como
apareció, se esfumó.
A Michael lo conocí hace
un año en el legendario territorio del Yari, nido de historias de colonización,
extensa sabana que huele a selva. Él era
un guerrillero de 24 años y estaba muy
armado aún, como todos, aunque ya para entonces los fusiles empezaban a verse solitarios
colgando de los cambuches. Se trataba de
la ultima conferencia de las FARC–EP como grupo alzado en armas. A Michael lo recuerdo como se veía en mi
cámara: leyendo el periódico y fumando un cigarrillo en esa extraña calma que
vivieron por aquellos días esos hombres y mujeres armados que, de repente, se
volvían la atracción de periodistas y curiosos.
Unos días antes de que lo mataran –un año después de nuestro encuentro cara a
cara– Michael había visto esas imágenes que están almacenadas en mi cámara y mi
memoria; en un mensaje decía que casi no se reconocía allí, que seguramente si
su hermano lo viera, no creería que es él: –pero bueno, eso era yo en esa vida,
ahora soy otro –escribió en el chat.
Michael junto Bryan y
Jhon, aquella vez que los conocí, gastaban el tiempo con calma frente a mí y,
como intercambio, yo fingía estar muy ocupada con ellos para que otros profesionales-cámara en mano, no los asediaran. Allí Michael habló de su infancia, del
amor, del futuro y el miedo mientras en la radio se escuchaban las noticias sobre
la ansiedad nacional por el plebiscito que se planteaba como mecanismo para
refrendar los acuerdos firmados entre el gobierno y las FARC.
Después de que yo disparé
decenas de fotos a la formación de un frente del Bloque Sur con aquella luz
blanca y fortísima, y de que llovió a cantaros sobre los cuerpos que jugaban fútbol
con las botas pantaneras, Michael, mi amiga Laura y yo nos sentamos a hablar en
el descampado. Hablamos largo tiempo, en un
papel él dibujó las causas de la guerra como las entendía y, recuerdo que me
mostró aquella foto metida en un marco de plástico, como un llavero, donde está
retratado él con su arma junto a otros
dos, que para entones estaban ya muertos.
Michael tenía tatuado en su muñeca izquierda un
escorpión, encima una estrella de cinco puntas, otra estrella al lado, y al
otro lado la palabra Laura, el nombre de su mamá. A él,
en lugar de guerrillero le habría gustado ser un profesional del fútbol; se
declaraba hincha del América y el Barcelona, –pero las cosas fueron diferentes,
aunque los sueños nunca se acaban –decía él– mi anhelo más grande es que
este sea el final de la guerra… ese es mi anhelo.
Dicen que a Michael lo mataron a las 10 de la noche,
cuando iba camino a casa en la vereda El Roble, en San Vicente del Caguán. Dicen que desde hace un tiempo gente con el
rostro cubierto merodea por allí, sembrado el miedo en la vereda. Su mensaje llegó a mi teléfono a las 8:38 p.m: –Hola cielito, cómo estas. El mío llegó
tarde, a las 3:01 p.m del día siguiente,
él ya no estaba: –Hola, hola, cómo estas?
Mataron a
Michael.
El 4 de
Septiembre, en uno de sus mensajes, me dijo que hacía 20 días había dejado el
Punto Transitorio de Normalización de Miravalles, en el Caquetá, uno de los 26
lugares que en el país acogieron la dejación de armas de los miembros de las
FARC-EP. –Ya salí del todo del PTN, soy
sivil¡ (SIC) Más abajo, en otro mensaje,
decía: –Mis planes: estudiar y trabajar.
De Marcel ya no
supimos más por su boca. Un buen día el
teléfono del apartamento sonó, la voz del otro lado decía que se trataba del
hermano de Marcel, que él le había hablado de “la chica de los zapatos rojos”; esa chica era mi hermana, quería hablar con ella, tenía algo que decirle. Ella y yo nos asustamos, pero aun así, juntas
acudimos a la cita. De esa reunión
recuerdo poco, lo recuerdo a él, era semejante a Marcel, más flaco, más
alargado, más real. Habló de lo que Marcel
recordaba sobre mi hermana. También dijo lo otro. Mataron a Marcel. Dijo que
fue en un pueblito de la Costa Atlántica, de allí provenían. Él había regresado para trabajar y hacer la
vida. Un mal día estaba en la cantina de
su tío, también estaban los paisanos de siempre y, de pronto, entraron los
otros, los armados: paramilitares que abrieron fuego y, –dijo su hermano–
Marcel, entre los otros, murió.
A mi hermana y a mí –al
menos eso creo recordar– todo el episodio nos resultaba salido de una novela
negra: tan lejano, tan ficticio, que no encajaba dentro de nuestro mundo
diminuto. Le creímos y lloramos abrazadas
una a la otra. Mientras caminábamos por
la calle decidimos que ese sería nuestro secreto. A lo mejor lo decidimos así
por miedo, pavor a hacer real esa violencia si compartíamos las pruebas de su
existencia rozando nuestras vidas. Mataron a Marcel, y callamos.
Después de que
volvimos a saber de Marcel, llevé durante un año un trapo negro atado a mi
muñeca izquierda. No llevaré un trapo negro por Michael, temo que si lo
hiciera, acumularía tantos trapos que ocuparían todo mi brazo, los dos, mi
cuerpo entero como si fuera yo una momia de luto.
Aquí todos hemos
llorado en silencio muchos muertos. Y ahora veo la terrible tristeza que subyace en el hecho de que mis muertos
sean solo los que en vida cruzaron su camino con el mío. Solo son nuestros los muertos de los que
conservamos el retazo de un recuerdo, una cara, un roce. Los otros, no son nuestros, son de alguien más,
y desaparecen en un alud de sucesos, muertos que son noticia un medio día, o que
ni siquiera llegan a serlo. Son tantos, tantos
que se multiplican y aparecen como maleza en un potrero, mientras nosotros, los
vivos, tratamos solo de arrancarla, de quitarla del camino, porque empaña
nuestra calma, nuestra felicidad.
Mataron a Marcel,
Mataron a Michael, han matado a tantos, los matan ahora mismo y son mis muertos
también. Son todos nuestros muertos.