martes, 3 de octubre de 2017

TODOS NUESTROS MUERTOS

Sábado, 30 de Septiembre de 2017.


          Mataron a Michael. Siete balazos y su cuerpo quedó tendido en medio del camino veredal hasta que otros campesinos anduvieron sus pasos por allí.  Para entonces, la moto blanca y sus ocupantes ya no estaban.



Mataron a Michael, quien también era Gratiniano, según los registros oficiales.  Para mí era Michael, Michael Stiven Guevara, nombre de guerra, que en su firma, terminaba con una estrella de cinco puntas.

Mataron a Michael, y cuando digo Michael es como si dijera Norbey, Kelly, Alberto, Yuli, Juan Fernando, Jesús Adán, Damiro, Anselmo, Oliver, Jose Huber, Anibal, Yonnier, Luis Alberto, Edwin, Washington, Diomar, Calet, Ever, Rulber, Yovani, Rigobel, Geovani.  Excombatientes y familiares de excombatientes, muertos en San Vicente del Caguán, en Puerto Rico, San Antonio, en Puerto Asís, en Barbacoas, Tumaco, Argelia, Caldono, Toribio, Jamundí, a lado y lado del río San Juan, en El Tarra, Tarazá, en Ituango.    Digo Michael y es tratando de enunciar el nombre de los más de 106 líderes sociales asesinados solo desde el 2016.


Pienso en Michael, y de repente me encuentro también recordando con temor gente que he conocido y amado, gente con la que compartí un fragmento de mi vida en rincones de Colombia: pienso en la niña que jugaba con un mapa en un resguardo Nasa; pienso en las mujeres zenú cultivando berenjena con orgullo en medio de lo que había sido recientemente un campo de guerra; pienso en las wayuu retornando a su bahía, y sintiendo el miedo recorrer el desierto mientras en la noche las motos deambulaban en torno a los ranchos.  Pienso en los líderes de los territorios negros de Tumaco, andando los caminos y navegando los ríos con la certeza de que eventualmente su vida acabará en un estallido de violencia. Pienso en los habitantes de las tiendas de campaña para refugiados en África, en el té tomado en las dunas, y las conversaciones sobre el amor y la guerra, sobre los compatriotas al otro lado del campo minado desde hace mas de 40 años.  Pienso en los inmigrantes negros que quise en España; en los estudiantes de la escuela para docente rurales mexicanos que sobrevivieron a la desaparición de los 43, esos que aún hoy no regresan.  Pienso en los campesinos que aguantaron un alud que se llevó todo; pienso en los armados que vigilan sus pueblos empotrados en las montañas de Guerrero, en México.  Pienso en un niño de mirada lacónica en el lago Titicaca. Pienso en un mujer de largas trenzas que, inmóvil, miraba las montañas de los siete colores mientras yo la miraba a ella.  Pienso en el alcalde de mi pueblo asesinado, pienso en la sangre, que creo recordar, corriendo junto a la acera de la calle real.  Pienso en mi abuelo liberal de pie en el cerro donde los muertos de todos los colores se han despeñado por décadas, imagino los gritos que el desfiladero ha escuchado tras las detonaciones.  Pienso en el turbulento lugar donde fui a nacer; pienso en una noche sin luz eléctrica, y un tiroteo mientras una mujer –mi madre– corre con sus tres hijitas para resguardarse.  Pienso en la muerte apacible de mi abuela que, frente a mis ojos, murió dos veces en su cama de hospital, como negándose a partir.
Pienso en vivos y en muertos, pienso en las guerras que no entiendo. Pienso en Michael y aparece Marcel en mi memoria: Marcel, el secreto con nombre propio que compartí con mi hermana, por puro miedo, por pudor.

Pienso en los muertos de los libros, en los de los cronistas desde hace cientos de años; en aquellos que naufragan en los noticieros envueltos en bolsas blancas o negras, en los enterrados rápidamente en la manigua, en los falsamente acusados.  Pienso en los que están por morir. En que la guerra no cesa, solo muda de vestido, aunque a veces, ni eso cambia.

Y otra vez Michael, y otra vez Marcel.  Pido excusas a mi hermana por romper mi promesa, pero Michael me obliga a hablar de Marcel, nuestro muerto secreto, aunque, debo admitir avergonzada que ya alguna vez especial hablé superficialmente de él.

Marcel era joven, como Michael, un poco más, supongo.
De eso hace ya al menos 17 años.  Coincidimos él y yo en una escuela de artes marciales Shaolín donde yo luchaba por ser consiente de mi respiración, por entender mi cuerpo y hacerlo moverse con gracia; no lo conseguí, pero me enorgullecía de ser fuerte y de mis buenos golpes.  El maestro me obligaba a mirar mi cuerpo reflejado en un espejo mientras respiraba a conciencia, entre tanto yo solo podía pensar en asestar otro golpe a la bolsa de arena.
En un fogueo rutinario fui contrincante de Marcel.  Era bello, de piel marrón y orejas muy grandes, –como un volkswagen con las puertas abiertas –diría mi papá.  Parecía provenir de la india, de algún país árabe, parecía venir de muy lejos.

Primero la posición de Ma bu, con la espalda erguida y las piernas formando un ángulo recto con el suelo, como cabalgando un caballo invisible.
Un puño derecho salido desde la espalda, patada izquierda, movimiento rápido para esquivar, patada derecha y, de repente, su mano tomó mi tobillo deteniendo el impacto y me hizo girar lentamente. Mi cuerpo rotó, pero mi pie en tierra no lo hizo.  Se rompió el tobillo tan en cámara lenta, que nadie más que Marcel creyó en mi dolor.
Con la culpa que decía sentir mientras yo portaba mi yeso, Marcel pasó algún tiempo rondando el pequeño apartamento donde, con dificultad, aprendíamos a vivir y convivir mis hermanas y yo.  De Marcel lo que más recuerdo era lo enigmático que resultabas, y la gracia casi infantil que encontraba en sus acciones.  Un buen día, Marcel no regresó de visita y cuando me deshice del yeso y regrese a la escuela Shaolín, él había abandonado.  De Marcel no sabíamos casi nada y, como apareció, se esfumó.

A Michael lo conocí hace un año en el legendario territorio del Yari, nido de historias de colonización, extensa sabana que huele a selva.  Él era un guerrillero de 24 años y estaba muy armado aún, como todos, aunque ya para entonces los fusiles empezaban a verse solitarios colgando de los cambuches.  Se trataba de la ultima conferencia de las FARC–EP como grupo alzado en armas.  A Michael lo recuerdo como se veía en mi cámara: leyendo el periódico y fumando un cigarrillo en esa extraña calma que vivieron por aquellos días esos hombres y mujeres armados que, de repente, se volvían la atracción de periodistas y curiosos.  Unos días antes de que lo mataran  –un año después de nuestro encuentro cara a cara– Michael había visto esas imágenes que están almacenadas en mi cámara y mi memoria; en un mensaje decía que casi no se reconocía allí, que seguramente si su hermano lo viera, no creería que es él: –pero bueno, eso era yo en esa vida, ahora soy otro –escribió en el chat.
Michael junto Bryan y Jhon, aquella vez que los conocí, gastaban el tiempo con calma frente a mí y, como intercambio, yo fingía estar muy ocupada con ellos para que otros profesionales-cámara en mano, no los asediaran.  Allí Michael habló de su infancia, del amor, del futuro y el miedo mientras en la radio se escuchaban las noticias sobre la ansiedad nacional por el plebiscito que se planteaba como mecanismo para refrendar los acuerdos firmados entre el gobierno y  las FARC.

Después de que yo disparé decenas de fotos a la formación de un frente del Bloque Sur con aquella luz blanca y fortísima, y de que llovió a cantaros sobre los cuerpos que jugaban fútbol con las botas pantaneras, Michael, mi amiga Laura y yo nos sentamos a hablar en el descampado.  Hablamos largo tiempo, en un papel él dibujó las causas de la guerra como las entendía y, recuerdo que me mostró aquella foto metida en un marco de plástico, como un llavero, donde está retratado él con su arma junto a otros dos, que para entones estaban ya muertos.

Michael tenía tatuado en su muñeca izquierda un escorpión, encima una estrella de cinco puntas, otra estrella al lado, y al otro lado la palabra Laura, el nombre de su mamá.   A él, en lugar de guerrillero le habría gustado ser un profesional del fútbol; se declaraba hincha del América y el Barcelona, –pero las cosas fueron diferentes, aunque los sueños nunca se acaban –decía él– mi anhelo más grande es que este sea el final de la guerra… ese es mi anhelo.
Dicen que a Michael lo mataron a las 10 de la noche, cuando iba camino a casa en la vereda El Roble, en San Vicente del Caguán.  Dicen que desde hace un tiempo gente con el rostro cubierto merodea por allí, sembrado el miedo en la vereda.  Su mensaje llegó a mi teléfono a las 8:38 p.m: –Hola cielito, cómo estas.  El mío llegó tarde, a las 3:01 p.m  del día siguiente, él ya no estaba:  –Hola, hola, cómo estas?
Mataron a Michael.
El 4 de Septiembre, en uno de sus mensajes, me dijo que hacía 20 días había dejado el Punto Transitorio de Normalización de Miravalles, en el Caquetá, uno de los 26 lugares que en el país acogieron la dejación de armas de los miembros de las FARC-EP.  –Ya salí del todo del PTN, soy sivil¡ (SIC)  Más abajo, en otro mensaje, decía:  –Mis planes: estudiar y trabajar.

De Marcel ya no supimos más por su boca.  Un buen día el teléfono del apartamento sonó, la voz del otro lado decía que se trataba del hermano de Marcel, que él le había hablado de “la chica de los zapatos rojos”; esa chica era mi hermana, quería hablar con ella, tenía algo que decirle.  Ella y yo nos asustamos, pero aun así, juntas acudimos a la cita.  De esa reunión recuerdo poco, lo recuerdo a él, era semejante a Marcel, más flaco, más alargado, más real.  Habló de lo que Marcel recordaba sobre mi hermana. También dijo lo otro. Mataron a Marcel. Dijo que fue en un pueblito de la Costa Atlántica, de allí provenían.  Él había regresado para trabajar y hacer la vida.  Un mal día estaba en la cantina de su tío, también estaban los paisanos de siempre y, de pronto, entraron los otros, los armados: paramilitares que abrieron fuego y, –dijo su hermano– Marcel, entre los otros, murió.

A mi hermana y a mí –al menos eso creo recordar– todo el episodio nos resultaba salido de una novela negra: tan lejano, tan ficticio, que no encajaba dentro de nuestro mundo diminuto.  Le creímos y lloramos abrazadas una a la otra.  Mientras caminábamos por la calle decidimos que ese sería nuestro secreto. A lo mejor lo decidimos así por miedo, pavor a hacer real esa violencia si compartíamos las pruebas de su existencia rozando nuestras vidas.   Mataron a Marcel, y callamos. 

Después de que volvimos a saber de Marcel, llevé durante un año un trapo negro atado a mi muñeca izquierda. No llevaré un trapo negro por Michael, temo que si lo hiciera, acumularía tantos trapos que ocuparían todo mi brazo, los dos, mi cuerpo entero como si fuera yo una momia de luto.

Aquí todos hemos llorado en silencio muchos muertos.  Y ahora veo la terrible tristeza que subyace en el hecho de que mis muertos sean solo los que en vida cruzaron su camino con el mío.  Solo son nuestros los muertos de los que conservamos el retazo de un recuerdo, una cara, un roce.  Los otros, no son nuestros, son de alguien más, y desaparecen en un alud de sucesos, muertos que son noticia un medio día, o que ni siquiera llegan a serlo.  Son tantos, tantos que se multiplican y aparecen como maleza en un potrero, mientras nosotros, los vivos, tratamos solo de arrancarla, de quitarla del camino, porque empaña nuestra calma, nuestra felicidad.
 
Mataron a Marcel, Mataron a Michael, han matado a tantos, los matan ahora mismo y son mis muertos también.  Son todos nuestros muertos.



domingo, 1 de octubre de 2017

EL THÊ´ WALA Y LA HOJA DE COCA



De la laguna del páramo emergió el hijo del Trueno y las estrellas. El que fue amamantado con la sangre de las doncellas y, en nombre del pueblo Nasa, enfrentó las sucesivas invasiones: la de los Pijao, los Guambianos y los españoles. Tras las batallas y la delimitación del territorio de su pueblo, el hijo del Trueno desapareció disolviéndose, una vez más, en las aguas de la laguna mientras su poderosa voz resonaba: –yo no muero jamás, yo no muero jamás.

Antes de partir Juan Tama, el hijo del Trueno, le entregó todo su conocimiento a los mayores y los instruyó para traspasar esa sabiduría al linaje del pueblo Nasa. De eso, hace mucho tiempo ya. Desde entonces, el sonido del Trueno se ha oído retumbando en la cordillera y entre los frailejones que cuidan el páramo como enormes soldados. Un día, el Trueno vino a dar a la Amazonía en el margen del caudaloso río Putumayo, muy al sur de aquella laguna sagrada que parió a la leyenda. El Trueno resuena con fuerza y aún cuando lo escuchan todos en la comunidad, lo que su voz dice sólo lo entiende Misael, el Thê´ Wala, palabra en nasayuwe que traduce al español algo así como: Gran Hombre.












Al sueño lúcido y revelador del Thê´ Wala acudió por primera vez, hace mucho tiempo, el Trueno, eso fue cuando él era sólo un niño y vivía aún en el Cauca antes de que su mamá y hermanos, como tantos otros, tomaran rumbo al sur, para descubrir la selva del Putumayo. Aquella vez, el Trueno venía disfrazado de anciano, se acercó desde detrás del rancho, caminando pesadamente y llevando su jigra*  llenita de hojas de coca. Misael había sido elegido. Allí empezó el camino que lo condujo a ir tras el poder y la sabiduría del padre Trueno. Aprendió a conocer las plantas, a leerlas, a ver la armonía o su ausencia en los cuerpos de las personas y en el otro cuerpo, ese que conforman las sociedades de los hombres y las mujeres sobre la tierra. Aprendió la manera correcta de ejecutar los rituales: los de refrescamiento, ofrecimiento, limpieza, los que sirven para apaciguar el volcán y traer la lluvia, los que guardan la historia y el poder de la cultura.
*Jigra: mochila tradicional del pueblo Nasa construida con cabuya tejida



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LOS HIJOS DEL MONTE


El paso lento de la mula era azuzado por el viejo. Él la halaba con fuerza mientras miraba en derredor temiendo corroborar, en la negrura del monte, la aterradora posibilidad de encontrárselos detrás cualquier ceiba. Al principio, cuando la abuela le dio la bendición y le besó las manos, Cañitas iba sentado como un jinete, apaleado pero digno y con el espinazo derecho. Al poco tiempo de andar alejándose del pueblo, la cabeza se le fue descolgando sobre su pecho como si la sostuviera sólo un hilito y daba tumbos largos a cada paso de la bestia.

Más arriba del arroyo, los oyeron antes de verlos. Eran dos y, aunque hablaban en susurros, sus voces llegaron hasta los oídos del viejo, quien se detuvo en seco y sintió la cabeza de la mulas casi rozando su espalda. Volvió la vista hacia Cañitas tratando de decirle con los ojos que se mantuviera callado, que no respirara si no era necesario, él sólo levantó un poco la cara y no musitó palabra. Rodearon a los dos soldados que estaban conversando mientras hacían la guardia, ellos no se dieron cuenta que el que andaban buscando pasaba casi entre sus piernas.


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Cañitas parecía una masa de carne que vibraba; el viejo le tocó el pecho y la barriga, ardía consumido en fiebre. Con esfuerzo trató de bajar a su hijo para tenderlo en el suelo, pero mientras lo hacía, temió que después de acostarlo sobre la tierra no le alcanzaran las fuerzas para volver a ponerlo sobre el lomo de la bestia. Tomó una cabuya larga que tenía en la cintura, amarró al muchacho con fuerza a la mula y se alejó, monte adentro. Cuando volvió, la mula lo miraba con reproche, él bien sabía que no son estúpidos esos animalitos, debió pensar que la había dejado ahí, abandonada con un muerto amarrado a las costillas. El viejo le dio a mascar unas hojas a Cañitas y otras se las frotó con fuerza en la espalda; el pañuelo húmedo se lo puso en el amasijo roji- negro en que había quedado convertido su ojo de tanto golpe que había recibido.

































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