domingo, 1 de octubre de 2017

LOS CAMINOS DEL FOTÓGRAFO.



Manos campesinas blandiendo sus machetes rompían a tajos la selva para sembrar la hoja sagrada de Los Andes. Unos cinco o seis campesinos tumbaban una hectárea de bosque al día, después quemaban lo tumbado y entonces ahí, ponían la semilla. Casi un año después de la siembra se obtenía la primera cosecha. El papá de Perga, era –a lo mejor sigue siendo– uno de esos campesinos que, con la mano desnuda, raspaban los arbustos de coca arrancándole las hojas hasta que su piel, como la selva, se les abría en tajos. La esposa de aquel campesino, tan jovencita ella, estaba otra vez embarazada. Un día de Mayo de 1983, el parto sucedió inesperadamente en el rancho, el niño se adelantaba dos meses, aunque lo cierto es que nadie llevaba muy bien la cuenta. Cuando el hombre entró a la habitación la mujer jadeaba cansada, a su lado estaba el bebé aún unido a ella por el cordón.

               -Usted no tuvo un niño, lo que parió fue un pedazo de perga.


Eso dijo el viejo con desprecio cuando vio al niño diminuto y morado, morado como el perga: permanganato de potasio; ese químico sólido y cristalino que se usa para extraer impurezas de la pasta de cocaína, pero también para oxidar el veneno de algunas serpientes y para curar las úlceras de los animales que luego caminan por ahí sin saber que tienen pelos y piel marcados de morado.


Perga caminaba entre los otros y, cámara en mano, cada tanto oprimía el obturador. Aturdido miraba las cumbres planas como monumentales mesas de piedra. A través del visor miraba el suelo pisado. Veía, como la boca desdentada de una fiera, un socavón en la piedra. Miraba a sus camaradas casi cubiertos por el velo de agua de una cascada. Click click, click, click. Perga caminaba en hilera con los demás guerrilleros y, juntos podrían verse, si es que alguien los viera, como aquellos exploradores aventurándose en un lugar sin tiempo.


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