Manos campesinas blandiendo sus machetes rompían a tajos la selva
para sembrar la hoja sagrada de Los Andes. Unos cinco o seis campesinos
tumbaban una hectárea de bosque al día, después quemaban lo tumbado y entonces
ahí, ponían la semilla. Casi un año después de la siembra se obtenía la primera
cosecha. El papá de Perga, era –a lo mejor sigue siendo– uno de esos campesinos
que, con la mano desnuda, raspaban los arbustos de coca arrancándole las hojas
hasta que su piel, como la selva, se les abría en tajos. La esposa de aquel
campesino, tan jovencita ella, estaba otra vez embarazada. Un día de Mayo de
1983, el parto sucedió inesperadamente en el rancho, el niño se adelantaba dos
meses, aunque lo cierto es que nadie llevaba muy bien la cuenta. Cuando el
hombre entró a la habitación la mujer jadeaba cansada, a su lado estaba el bebé
aún unido a ella por el cordón.
-Usted no tuvo un niño, lo que parió fue un pedazo de perga.
Eso dijo el viejo con desprecio cuando vio al niño diminuto y
morado, morado como el perga: permanganato de potasio; ese químico sólido y
cristalino que se usa para extraer impurezas de la pasta de cocaína, pero
también para oxidar el veneno de algunas serpientes y para curar las úlceras de
los animales que luego caminan por ahí sin saber que tienen pelos y piel
marcados de morado.
Perga caminaba entre los otros y, cámara en mano, cada tanto
oprimía el obturador. Aturdido miraba las cumbres planas como monumentales
mesas de piedra. A través del visor miraba el suelo pisado. Veía, como la boca
desdentada de una fiera, un socavón en la piedra. Miraba a sus camaradas casi
cubiertos por el velo de agua de una cascada. Click click, click, click. Perga
caminaba en hilera con los demás guerrilleros y, juntos podrían verse, si es
que alguien los viera, como aquellos exploradores aventurándose en un lugar sin
tiempo.
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