El paso lento de
la mula era azuzado por el viejo. Él la halaba con fuerza mientras miraba en
derredor temiendo corroborar, en la negrura del monte, la aterradora
posibilidad de encontrárselos detrás cualquier ceiba. Al principio, cuando la
abuela le dio la bendición y le besó las manos, Cañitas iba sentado como un
jinete, apaleado pero digno y con el espinazo derecho. Al poco tiempo de andar
alejándose del pueblo, la cabeza se le fue descolgando sobre su pecho como si
la sostuviera sólo un hilito y daba tumbos largos a cada paso de la bestia.
Más arriba del arroyo, los oyeron
antes de verlos. Eran dos y, aunque hablaban en susurros, sus voces llegaron
hasta los oídos del viejo, quien se detuvo en seco y sintió la cabeza de la
mulas casi rozando su espalda. Volvió la vista hacia Cañitas tratando de
decirle con los ojos que se mantuviera callado, que no respirara si no era
necesario, él sólo levantó un poco la cara y no musitó palabra. Rodearon a los
dos soldados que estaban conversando mientras hacían la guardia, ellos no se
dieron cuenta que el que andaban buscando pasaba casi entre sus piernas.
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Cañitas parecía una masa de carne
que vibraba; el viejo le tocó el pecho y la barriga, ardía consumido en fiebre.
Con esfuerzo trató de bajar a su hijo para tenderlo en el suelo, pero mientras
lo hacía, temió que después de acostarlo sobre la tierra no le alcanzaran las
fuerzas para volver a ponerlo sobre el lomo de la bestia. Tomó una cabuya larga
que tenía en la cintura, amarró al muchacho con fuerza a la mula y se alejó,
monte adentro. Cuando volvió, la mula lo miraba con reproche, él bien sabía que
no son estúpidos esos animalitos, debió pensar que la había dejado ahí,
abandonada con un muerto amarrado a las costillas. El viejo le dio a mascar
unas hojas a Cañitas y otras se las frotó con fuerza en la espalda; el pañuelo
húmedo se lo puso en el amasijo roji- negro en que había quedado convertido su
ojo de tanto golpe que había recibido.
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